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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (61 page)

BOOK: Sepulcro
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Bouchou escuchó con atención y en silencio mientras Thouron repasó el razonamiento que le había llevado a pensar que Du Pont era inocente: el soplo anónimo, el hecho de que el forense creyera que la muerte había tenido lugar horas antes de que el cadáver se encontrase, por lo tanto en un momento en el que Du Pont se encontraba presenciando un concierto y a la vista de muchas personas, además de la cuestión del soborno al conserje.

—¿Un amante rival? —propuso.

—Eso es lo que me he preguntado, en efecto —reconoció Thouron—. Hay dos copas de champán, pero también un vaso de coñac hecho añicos en la chimenea. Asimismo, aunque encontramos pruebas evidentes de que se había registrado la habitación de Vernier, los criados sostienen con total convencimiento que el único objeto sustraído es un retrato de familia, enmarcado, que había en un aparador.

Thouron sacó del bolsillo una fotografía similar, hecha en el mismo estudio parisino y en la misma sesión. Bouchou la miró sin hacer comentarios.

—Tengo la impresión —siguió diciendo Thouron— de que aún cuando es posible, e incluso muy probable, que los Vernier se encontrasen en el Aude, tal vez ahora ya no estén en la región. Además, es una zona bastante extensa, y si se encuentran aquí en Carcasona o bien en una casa particular, en el campo, tal vez nos resulte imposible obtener información sobre su paradero.

—¿Tiene copias de la foto?

Thouron asintió.

—Pondré sobre aviso a los hoteles y las pensiones de Carcasona en primer lugar, y luego tal vez procedamos a hacer lo propio en las principales localidades turísticas del sur. En un entorno urbano llamarían menos la atención que en el campo.

Contempló la fotografía.

—La muchacha es muy llamativa, ¿verdad? Esa tez y ese cabello no son frecuentes. —Se guardó la imagen en el bolsillo del chaleco—. Déjelo de mi cuenta, Thouron. Veré qué se puede hacer.

El inspector soltó un profundo suspiro.

—Se lo agradezco infinito, Bouchou. Este caso…

—Se lo ruego, Thouron. Ahora, ¿le apetece que cenemos?

Cenaron cada uno un plato de costillas, seguido por un pastel de ciruelas y regado con un
pichet
de un robusto vino tinto del Minervois. El viento y la lluvia en todo momento siguieron golpeando con furia el edificio. Otros clientes entraron y salieron, sacudiéndose la humedad de las botas y de los sombreros. Se corrió la voz de que el ayuntamiento había dado aviso de que se esperaban inundaciones, pues el río Aude se encontraba a punto de desbordarse.

Bouchou resopló.

—Al llegar el otoño, todos los años dicen lo mismo, pero eso es algo que nunca sucede.

Thouron levantó las cejas.

—¿Nunca?

—Bueno, al menos no ha ocurrido en unos cuantos años —reconoció Bouchou con una sonrisa—. Yo creo que esta noche las barreras son suficientes para aguantar.

La tormenta se abatió sobre la Haute Vallée poco después de las ocho de la tarde, justo cuando el tren en que viajaban Léonie, Anatole e Isolde con rumbo sur se aproximaba a la estación de Limoux.

Un rayo partido en tres, quebrado, rajó el cielo de color púrpura. A Isolde se le escapó una instantánea exclamación de espanto.

En el acto, Anatole se puso a su lado.

—Estoy aquí —dijo para tranquilizarla.

El retumbar del trueno hendió el aire y Léonie dio un respingo en su asiento. Siguió otro restallido de un relámpago. La tormenta iba acercándose veloz sobre las llanuras. Los
pins maritimes,
los plátanos, las hayas se bamboleaban a merced del viento, se inclinaban bruscamente con cada repentina racha. Las propias vides, plantadas como regimientos de soldados en hileras ordenadas, se estremecían bajo la ferocidad de los embates que desencadenaba la tempestad. Léonie frotó el cristal empañado y contempló, a medias horrorizada, a medias exaltada, cómo se desencadenaban los elementos en toda su furia. El tren siguió avanzando fatigosamente. Varias veces tuvo que hacer un alto entre una estación y otra, pues fue preciso retirar las ramas caídas en las vías, e incluso algún árbol pequeño que el viento había arrancado de cuajo de las empinadas laderas de las gargantas de montaña por las que pasaba despacio el tren.

En cada una de las estaciones parecía aumentar el número de personas que tomaba el tren, ocupando el lugar de los que se habían bajado. La gente llevaba el sombrero encasquetado y los cuellos subidos para protegerse de la lluvia que azotaba el fino cristal de las ventanillas. La demora, en cada una de las paradas, empezaba a ser interminable; los vagones iban cada vez más llenos de viajeros que se habían refugiado de la tormenta.

Horas después llegaron a Couiza. La tormenta no era tan intensa en los valles, a pesar de lo cual no encontraron un coche de punto que estuviera libre, mientras que el
courrier publique
había partido mucho antes de su llegada. Anatole se vio en la obligación de llamar a la puerta de una tienda para pedirle que su recadero se acercara en mula hasta el valle, y que una vez allí dijera a Pascal que fuese con el coche de la finca a recogerlos.

Mientras esperaban, se refugiaron en un cochambroso restaurante, en un edificio contiguo a la estación. Era demasiado tarde para cenar, incluso aunque las condiciones climatológicas no hubieran sido tan amenazadoras. En cambio, al ver la fantasmal cara de Isolde, al reparar en la angustia que Anatole no hacía ningún esfuerzo por disimular, la esposa del dueño se compadeció de los extenuados viajeros y les llevó unos tazones de sopa de rabo de buey con trozos de pan negro y seco y una botella de una fuerte vino de Tarascón.

Se les sumaron dos hombres también deseosos de hallar refugio de la tormenta, que traían la noticia de que el río Aude estaba a punto de desbordarse en Carcasona. Ya había inundaciones en los barrios de Trivalle y la Barbacane.

Léonie se quedó pálida al imaginar las negras aguas que azotaban los peldaños de la escalinata en la iglesia de Saint-Gimer. Qué poco faltó para que se quedase atrapada. Aquellas calles por las que había caminado como si tal cosa se encontraban, a juzgar por las últimas noticias recibidas, poco menos que sumergidas. Otro pensamiento se abrió camino en su mente. ¿Estaría a salvo Victor Constant?

El tormento que sintió al imaginárselo en peligro alteró su paz de ánimo, y estuvo nerviosa en el trayecto de regreso al Domaine de la Cade, por lo que apenas reparó en los rigores del viaje, en el esfuerzo de los caballos cansados por los caminos resbaladizos, y peligrosos, que llevaban a la mansión.

Cuando por fin enfilaron la larga avenida de grava, con las ruedas por momentos atascadas en el barro y las piedras, Isolde estaba prácticamente inconsciente. Sus párpados se mantenían a duras penas abiertos debido al esfuerzo para mantenerse consciente, y tenía la piel helada al tacto.

Anatole entró en la casa como una exhalación, dando instrucciones a voces. Mandó a Marieta que preparase una mezcla con unos polvos para que su señora durmiera mejor, a otra criada la mandó en busca del
moine,
del calientacamas, para eliminar todo residuo de humedad en las sábanas de Isolde, y a la tercera la mandó atizar el fuego ya encendido en la chimenea de la habitación. Viendo que Isolde se encontraba tan débil que no iba a poder caminar, la tomó en brazos y la llevó a la planta de arriba. Las mechas de sus rubios cabellos, totalmente sueltas por la espalda, pendían como pálidas hilachas de seda sobre las mangas negras de su chaqueta.

Asombrada, Léonie no dijo nada al verlos subir. Cuando por fin volvió a ser dueña de sus pensamientos, todo el mundo había desaparecido, dejándola que se valiera por sí misma. Calada hasta los huesos, desmadejada, siguió a Anatole hasta la primera planta. Se desvistió y se metió en la cama. Le pareció que las sábanas estaban algo húmedas. No ardía ningún fuego en la chimenea. La habitación se le antojó hostil, desangelada.

Quiso dormir, pero en todo momento fue consciente de que Anatole caminaba sin descanso por los pasillos. Más tarde aún, oyó sus pasos en las baldosas del vestíbulo, yendo de un lado a otro como un soldado de guardia en plena noche. Y oyó el ruido de la puerta principal al abrirse.

Luego, el silencio.

Por fin cayó Léonie en un sueño superficial e inquieto, y soñó con Victor Constant.

PARTE VIII

Domaine de la Cade

Octubre de 2007

C
APÍTULO
63

Martes, 30 de octubre

M
eredith descubrió a Hal antes de que él la viera. Le dio un vuelco el corazón nada más verlo. Estaba derrengado en uno de los tres sillones bajos que rodeaban una mesa de café y llevaba la misma ropa con que le había visto antes, vaqueros y una camiseta blanca, aunque había cambiado el jersey azul por uno marrón claro. Mientras lo miraba, él se llevó la mano al cabello rebelde y se lo apartó de la cara.

Meredith sonrió ante un gesto que ya empezaba a resultarle familiar. Cerró la puerta y atravesó la estancia en dirección a donde estaba él, que se puso en pie cuando ella ya se aproximaba.

—Hola —saludó ella, y le puso la mano en el hombro—. ¿Ha sido una tarde complicada?

—Vaya, pues las he tenido mejores —contestó él, besándola en la mejilla y volviéndose para llamar al camarero—. ¿Qué quieres tomar?

—El vino que me recomendaste anoche estaba muy bueno.

Hal se encargó de pedir.


Une bouteille du Domaine Begude, s'il vous plaît, Georges. Et trois verres.

—¿Tres copas? —preguntó Meredith.

A Hal se le ensombreció el semblante.

—Me he encontrado con mi tío cuando venía hacia aquí. Pareció convencido de que a ti no te importaría si se sumaba. Me contó que ya habíais hablado antes. Cuando le dije que nos íbamos a reunir a tomar una copa, se invitó él solo a venir con nosotros.

—No fastidies, no puede ser —dijo ella, deseosa de contrarrestar la impresión que Hal hubiera podido formarse—. Me preguntó si sabía adonde habías ido tú después de que me dejaras aquí… Y le dije que no estaba segura. Ésa fue la conversación que tuvimos.

—Entiendo.

—Es decir, que no fue lo que se llamaría propiamente una conversación —dijo ella, tratando de dejar las cosas bien claras. Se inclinó hacia delante con las manos apoyadas en las rodillas—. ¿Qué ha ocurrido por la tarde?

Hal miró de reojo a la puerta y volvió a mirarla a ella.

—Se me ocurre una cosa. ¿Qué te parece si reservo una mesa y cenamos juntos? No me gustaría empezar a contártelo y tener que callar a los pocos minutos, cuando llegue mi tío. Además, así las cosas tienen su lógico final, el que han de tener, sin que peque yo de obviedad. ¿Qué te parece?

Meredith sonrió.

—Lo de la cena me parece fantástico —dijo—. Debo reconocer que hoy no he comido. Me muero de hambre

Con aire de satisfacción, Hal se puso en pie.

—Enseguida vuelvo.

Meredith lo vio atravesar la estancia y encaminarse a la puerta, y le gustó su forma de llenar el espacio con sus anchos hombros. Lo vio titubear y darse la vuelta, como si hubiera notado en ese momento que lo estaba mirando por la espalda. Las miradas de ambos entraron en contacto, y duró el encuentro unos instantes. Hal esbozó entonces una media sonrisa y desapareció por el pasillo.

Le tocó entonces a Meredith el turno de retirarse los rizos de cabello negro de la cara. Notó un calor especial en la piel, en el hueco que se le formaba en la base del cuello, y sintió que se le humedecían las palmas de las manos, por lo que sacudió la cabeza ante semejantes tonterías de colegiala.

Georges llevó el vino en un cubo lleno de hielo, con soporte propio, y le sirvió una copa grande, en forma de tulipa. Meredith dio varios sorbos seguidos. Era como el agua con gas. Se abanicó con la lista de los cócteles que había sobre la mesa.

Miró en derredor, tanto la barra como las estanterías de libros que cubrían varias paredes del suelo al techo, preguntándose en ese momento si Hal sabría cuáles eran los que habían sobrevivido al incendio, cuáles formaban parte de la biblioteca original, en el caso de que alguno realmente se hubiera salvado. Se le ocurrió que tal vez existiera alguna obra de historiografía local que se ocupase al menos en parte de la familia Lascombe y de los Vernier, sobre todo teniendo en cuenta el vínculo que habían tenido con la imprenta por medio de la familia Bousquet. Por otra parte, también era de esperar que todos los libros procedieran del
videgrenier.

Miró por la ventana a la oscuridad del exterior. En los extremos más lejanos de los parterres de césped vio los perfiles de los árboles, que se mecían, se movían como un ejército de sombras. Notó una mirada furtiva, como si alguien acabara de pasar por delante de la ventana y hubiera echado un vistazo al interior. Meredith entornó los ojos, pero no llegó a descubrir nada.

De pronto tuvo conciencia de que alguien efectivamente llegaba por su espalda. Oyó sus pasos. Un escalofrío de anticipación le recorrió la columna vertebral. Sonrió y se dio la vuelta con los ojos luminosos.

Se encontró de frente no ante Hal, sino ante el rostro de su tío, Julián Lawrence. Le olía ligeramente a whisky el aliento.

Un tanto cohibida, cambió de expresión e hizo ademán de ponerse en pie.

—Señora Martin —dijo él, y le puso levemente la mano en el hombro—. Por favor, no se levante.

Julián se dejó caer en el sillón de cuero situado a la derecha de Meredith, se inclinó, se sirvió un poco de vino y volvió a reclinarse sin que ella tuviera tiempo de decirle que ése era el sillón de Hal.

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