Marieta hizo una reverencia a toda prisa.
—
Madama
Lascombe y
sénher
Vernier me piden que les pregunte si desea reunirse con ellos.
—¿Qué hora es?
—Son casi las nueve y media.
Se ha hecho muy tarde.
Léonie se frotó los ojos para espantar del todo la pesadilla.
—Pues claro, claro. Yo me arreglo. Si puedes decirles por favor que bajo enseguida…
Se puso la ropa interior y encima un vestido de noche sencillo, nada complicado. Se arregló el pelo con unas cuantas horquillas, se echó un poco de agua de colonia detrás de las orejas y en las muñecas y descendió velozmente las escaleras camino del salón.
Tanto Anatole como Isolde se pusieron en pie en cuanto entró ella. Isolde vestía sencillamente un vestido azul turquesa de cuello alto, con medias mangas, adornado con un collar de cuentas de azabache. Estaba deslumbrante.
—Lamento haberos hecho esperar —dijo Léonie para pedir disculpas, besando primero a su tía y luego a su hermano.
—Ya estábamos pensando que no vendrías —dijo Anatole—. ¿Qué te apetece tomar? Estamos bebiendo champán… No, discúlpame, Isolde, nada de champán. ¿Quieres lo mismo o prefieres otra cosa?
—¿Nada de champán?
Isolde sonrió.
—Te está tomando el pelo. Es un
blanquette
de Limoux; no es exactamente champán, sino un vino espumoso de los alrededores, muy semejante. Es más dulce, más ligero, quita mejor la sed. Confieso que le he tomado verdadero aprecio.
—Gracias —dijo Léonie, y aceptó una copa—. He comenzado a leer el librito de monsieur Baillard. Acto seguido oí que Marieta llamaba a la puerta y supe que eran más de las nueve.
Anatole se echó a reír.
—¿Tan aburrido es que te ha entrado el sueño?
Léonie negó con un gesto.
—Más bien todo lo contrario. Era fascinante. Aparece el Domaine de la Cade… o, mejor dicho, el lugar en que se encuentra actualmente la casa y toda la propiedad. Por lo visto, es desde hace mucho tiempo centro de numerosas supersticiones y de leyendas locales. Fantasmas, diablos, espíritus que salen a pasear de noche… Las más corrientes son las historias que hablan de un personaje negro, feroz, a medias demonio, a medias animal, que ronda por la campiña cuando vienen malos tiempos y que se lleva a los niños chicos y al ganado.
Anatole e Isolde se miraron a los ojos sin decir nada.
—Según cuenta monsieur Baillard —siguió explicando Léonie—, ésa es la razón de que sean tantos los lugares de los alrededores que apuntan a esos elementos sobrenaturales del pasado. Narra una historia relativa a un lago que hay en el monte de Tabe, el llamado Estanque del Diablo, que según se dice tiene comunicación directa con el mismísimo infierno. Si uno arroja una piedra, al parecer salen del agua nubes de gases sulfúricos que desencadenan terribles tormentas. Y hay otro cuento que se remonta al verano de 1840, en el que hubo una terrible sequía. Desesperados por lograr que lloviese de la forma que fuera, un molinero del pueblo de Montségur subió al monte de Tabe y lanzó un gato vivo al lago. El animal se debatió y peleó como un demonio, molestando tanto al Diablo en persona que éste hizo que lloviera en los montes de los alrededores durante dos meses seguidos.
Anatole se acomodó en el sillón, pasando el brazo por el respaldo del que tenía al lado. En la chimenea, un buen fuego crepitaba sin cesar.
—¡Qué estupidez! ¡Cuánta superstición! —dijo con afecto—. Casi lamento haber puesto semejante libro en tus manos.
Léonie hizo una mueca.
—Tú búrlate si quieres, que siempre hay una parte de verdad en todas esas historias.
—Bien dicho, Léonie —dijo Isolde—. A mi difunto esposo le interesaban mucho todas las leyendas relacionadas con el Domaine de la Cade. Lo que más le atraía era la historia del periodo visigótico, aunque muchas noches se quedó despierto hasta muy tarde, charlando con monsieur Baillard sobre toda clase de asuntos. El cura del pueblo cercano, Rennes-le-Cháteau, también se les sumaba en ocasiones.
En la mente de Léonie de pronto destelló una repentina imagen, tres hombres apiñados en torno a unos cuantos libros, y se preguntó si no le habría molestado a Isolde el tener que quedarse sola tan a menudo.
—El abad Sauniére —asintió Anatole—. Gabignaud nos habló de él en el viaje desde Couiza esta misma tarde.
—Dicho esto, creo que es justo decir que Jules siempre fue muy cauteloso cuando estaba en compañía de monsieur Baillard.
—¿Cauteloso? ¿Cómo es posible?
Isolde hizo un gesto con su mano, blanca y esbelta.
—Oh, tal vez
cauteloso
no sea la palabra más adecuada. Quizá se mostraba más bien reverencial. Pensándolo bien, no estoy muy segura de lo que quiero decir. Tenía un gran respeto por la edad de monsieur Baillard y por su saber, pero también tenía cierto temor ante su erudición desbordante.
Anatole volvió a llenar las copas y tocó la campanilla para pedir otra botella.
—¿Y dices que el tal Baillard es de esta localidad?
Isolde asintió.
—Tiene una vivienda amueblada en Rennes-les-Bains, aunque su domicilio habitual está en otro lugar. Cerca de los Sabarthés, según tengo entendido. Es un hombre sencillamente extraordinario, pero es muy reservado. Es muy circunspecto en lo que se refiere a sus experiencias pasadas, y le interesan asuntos realmente muy variados. Además del folclore y las costumbres locales, también es un gran experto en la herejía de los albigenses. —Se rió por lo bajo—. Desde luego, mi difunto esposo comentó una vez que era posible imaginar que monsieur Baillard hubiera presenciado con sus propios ojos algunas de aquellas batallas de la Edad Media, de tan vividas como son las descripciones que sabe hacer.
Todos sonrieron.
—No es la mejor época del año, pero tal vez te apetezca visitar algunas de las ruinas de los castillos fronterizos… —dijo Isolde a Léonie—. Si el tiempo no lo impide, claro.
—La verdad es que me encantaría.
—Por supuesto, en la cena del próximo sábado te sentaré al lado de monsieur Baillard para que puedas preguntarle a tus anchas por los diablos, las supersticiones y los mitos de estos montes.
Léonie se estremeció, recordando los cuentos que había leído en la recopilación de monsieur Baillard. También Anatole quedó en silencio. Un ambiente distinto se había apoderado de la sala, colándose en la apacible conversación cuando no estaba nadie atento. Durante un rato, el único sonido fue el tictac de las manecillas doradas del reloj de pie y el crepitar de las llamas en la chimenea.
A Léonie se le fue la mirada hacia los ventanales. Las persianas estaban cerradas para guarecerse de la noche, si bien tuvo plena conciencia de la oscuridad reinante en el exterior. Era como si tuviera una presencia viva, una respiración propia. No era más que el silbido del viento al cambiar de dirección en las esquinas del edificio, si bien a ella le pareció que la propia noche estuviera murmurando, conjurando a los ancestrales espíritus de los bosques.
Miró de reojo a Isolde, tan bella a la suave luz de las velas y tan apacible.
¿Lo percibirá ella también?
Isolde tenía la expresión serena, los rasgos del rostro impasibles. A Léonie le resultó imposible precisar, siquiera por aproximación, qué podía estar pensando. No aleteaba en sus ojos la pena que le hubiera producido la ausencia de su esposo. Y nada hacía pensar que sintiera la menor angustia, el menor nerviosismo ante lo que pudiera haber más allá de los gruesos muros de piedra de la casa.
Léonie contempló el
blanquette
que le quedaba en la copa y lo terminó de un trago.
El reloj dio la media. El ambiente definitivamente había cambiado.
Isolde anunció su intención de escribir las invitaciones para la cena del sábado y se retiró en el estudio. Anatole tomó la botella verde de Benedictine que había en la bandeja y proclamó que se quedaría un rato más fumando un puro.
Léonie besó a su hermano para darle las buenas noches y se retiró. Atravesó el vestíbulo con paso no muy firme, sintiendo los recuerdos del día apiñados en su ánimo. Repasó alborotadamente las cosas que le habían causado placer y las que le habían intrigado. Qué inteligente había sido tía Isolde al adivinar que los bombones preferidos de Anatole eran las Perlas de los Pirineos. Con qué naturalidad se habían comportado los tres casi en todo momento, disfrutando de la mutua compañía.
Pensó en las aventuras que tal vez podría vivir, en cuánto le gustaría explorar la casa a fondo y, si el tiempo no lo impedía, los terrenos de la finca.
Ya tenía la mano en la barandilla de la escalera cuando observó que la tapa del piano se hallaba tentadoramente abierta. Las teclas blancas y las negras resplandecían con recato a la luz titilante de la vela, como si acabaran de sacarles brillo. La belleza de la caoba que la rodeaba parecía emitir un resplandor propio.
Léonie no era una consumada pianista, pero fue incapaz de resistirse a la tentación del teclado inmóvil. Tocó una escala, un arpegio, un acorde. El piano tenía una dulce voz, suave, precisa, como si gozara de un estupendo cuidado y estuviera permanentemente afinado. Dejó que los dedos anduvieran a su antojo por las teclas, tocando unas cuantas notas un tanto tristes, en clave menor: la, mi, do, re. Una hebra melódica y solitaria que tuvo un breve eco en el silencio del vestíbulo y luego se difuminó. Entristecida, evocadora, pensativa, plácida al oído.
Léonie pasó los nudillos en una escala de octavas que remató con un adorno, y subió entonces la escalera para ir a acostarse.
Pasaron las horas. Durmió.
La casa fue cayendo, una habitación tras otra, en el silencio. Una por una fueron apagándose las velas. Más allá de las paredes grises, de los terrenos, del césped, del lago y del hayedo, lucía sobre todo ello una blanca luna. Todo estaba en calma.
Y sin embargo…
Rennes-les-Bains
Octubre de 2007
Lunes, 29 de octubre
E
l avión en que viajaba Meredith aterrizó en el aeropuerto de Blagnac, en Toulouse, con diez minutos de adelanto sobre el horario previsto. A las cuatro y media ya había recogido el coche de alquiler que tenía reservado y salía del aparcamiento. Con deportivas y vaqueros, con un gran bolso que llevaba al hombro, tenía toda la pinta de ser una estudiante.
El tráfico intenso de la hora punta por la carretera de circunvalación parecía enloquecido, casi un videojuego como el
Grand Theft Auto,
sólo que sin armas. Meredith sujetaba el volante con fuerza, nerviosa por los vehículos que surgían por todos los frentes. Accionó el aire acondicionado y clavó los ojos en el parabrisas.
Cuando por fin tomó la autovía, se hizo algo más fluida la circulación. Comenzó a sentirse cómoda con el coche, hasta el punto de encender la radio. Encontró una emisora, Radio Classique, preseleccionada en los mandos, y subió el volumen. Lo de siempre. Bach, Mozart, Puccini, incluso algo de Debussy.
El camino era bastante recto. Puso rumbo hacia Carcasona, desviándose al cabo de unos treinta minutos para tomar una carretera secundaria que pasaría por Mirepoix y Limoux. En Couiza, tomó un desvío a la izquierda, en dirección a Arques, y tras unos diez minutos de carretera bastante tortuosa dobló a la derecha. A las seis, con un sentimiento que era a medias de anticipación y a medias de emoción en estado puro, entraba ya en la localidad en la que había pensado durante tanto tiempo.
Las primeras impresiones que tuvo de Rennes-les-Bains le resultaron halagüeñas. Era mucho más pequeña de lo que había supuesto, y la calle mayor —aunque «mayor» era mucho decir— era estrecha, con anchura apenas suficiente para que se cruzasen dos coches, si bien tenía un encanto innegable. Ni siquiera le molestó que estuviera prácticamente desierta.
Pasó por delante de un feo edificio de piedra y luego junto a unos hermosos jardines con un rótulo metálico a la entrada, en la cancela: JARDÍN DE PAUL COURRENT. Y vio un letrero en la pared que indicaba LE PONT DE FER. De pronto, pisó el freno a fondo. El coche se detuvo en seco, justo a tiempo de evitar la colisión contra la parte posterior de un Peugeot azul que estaba detenido en medio de la calzada.
Era el último de una hilera no muy larga. Meredith apagó la radio, apretó el botón para abrir la ventanilla y se asomó para ver mejor. Observó a un grupo de operarios junto a un rótulo amarillo, de carretera, que indicaba: ROUTE BARREE.
El conductor del Peugeot bajó del coche y se encaminó hacia los operarios dando gritos.
Meredith decidió esperar, y cuando vio que otros dos conductores también bajaban de sus vehículos hizo lo propio en el momento en que el conductor del Peugeot se daba la vuelta y regresaba hacia su coche. Tendría cincuenta y muchos años, canas en las sienes y algo de exceso de peso, pero que llevaba bien. Atractivo, con el porte y la prestancia de una persona acostumbrada a salirse con la suya. Lo que llamó la atención de Meredith fue su manera de vestir. Muy formal, con chaqueta y pantalón negros, corbata negra también y unos zapatos muy lustrosos.
Lanzó una mirada a la matrícula de su coche. Terminaba en 11. Era un lugareño.
—
Qu'est-ce qui se passe?
—preguntó cuando estuvo a su altura.
—Ha caído un árbol en la calzada —respondió con brusquedad, sin prestarle la menor atención.