Se parece a mí.
Meredith volvió a mirar el rótulo. La puerta de pronto estaba abierta. Como si se hubiera colado alguien aprovechando el instante en que ella no miraba y hubiera dejado la puerta sin cerrar.
Meredith dio un paso más y se asomó al interior. Vio un pequeño vestíbulo con las paredes pintadas de color malva, decoradas con estrellas plateadas, lunas y símbolos astrológicos. Del techo colgaban varios móviles de cristal o de vidrio, no estaba del todo segura, que trazaban espirales y reflejaban la luz.
Meredith se armó de valor. La astrología, los cristales, los adivinos… Todo eso nunca le había convencido. Ni siquiera echaba un vistazo a su horóscopo en el periódico, aunque Mary lo hacía religiosamente todas las mañanas, con la primera taza de café del día. Para ella era como un ritual.
Meredith no terminaba de entenderlo. La idea de que el futuro de algún modo pudiera estar ya escrito, de que fuera legible, se le antojaba una simple chaladura. Era demasiada fantasía, demasiado fácil renunciar a toda la responsabilidad que pudiera uno tener y que de hecho tenía sobre su propia vida.
Dio un paso para alejarse de la puerta, impacientándose consigo misma. ¿Por qué seguía allí parada? Era hora de seguir su camino y olvidarse del folleto.
Es una estupidez. Es pura superstición.
Sin embargo, al mismo tiempo, algo le impedía darse la vuelta y marchar. Sentía interés, un interés más académico que emocional, sin duda, pero seguía estrujándose la cabeza allí en la acera, sin terminar de decidirse a marchar. ¿Por la coincidencia de la imagen? ¿Por la aparente casualidad de la dirección en que se encontraba? Reconoció que tenía ganas de entrar.
Volvió a atravesar la puerta. Desde el vestíbulo ascendía una estrechísima escalera, con los peldaños pintados, alternos, en rojo y verde. Al término de las escaleras atisbo otra puerta, visible apenas tras una cortina de hilos, con cuentas de madera amarilla clara. La puerta era de color azul cielo.
Demasiado colorido.
En alguna parte había leído que ciertas personas veían mentalmente música al percibir determinados colores. Sinestesia, sí. Así se llamaba. ¿Sinestesia? ¿Seguro?
Allí dentro se estaba fresco. Un ventilador antiguo movía las palas ruidosamente encima de la puerta. Bailaban las partículas de polvo en el perezoso aire de octubre. Si realmente andaba en busca de un ambiente decimonónico, ¿qué mejor que disfrutar de la misma clase de experiencia que allí mismo se había ofrecido al público en general unos cien años antes?
En realidad, forma parte de la investigación.
Durante un instante, todo pendió de un hilo. Le pareció incluso que todo el edificio contenía la respiración. A la espera, vigilante. Con el folleto en la mano como si fuera una especie de talismán, Meredith decidió entrar. Posó el pie en el primer peldaño y comenzó a subir.
Muchos cientos de kilómetros al sur, en los hayedos situados por encima de Rennes-les-Bains, una súbita racha de viento agitó las hojas cobrizas en las ramas de los árboles centenarios. El sonido de un suspiro tiempo atrás olvidado, como si fueran unos dedos desplazándose sobre un teclado.
Enfin.
El desplazamiento de la luz sobre el recodo de una escalera distinta.
Domaine de la Cade
Q
ui, abbé, et merci a vous pour votre gentillesse. Á tout a l'heure.
Julián Lawrence sostuvo el teléfono en la mano un instante antes de colgar. Moreno, en buena forma a pesar de las canas, tenía un aspecto jovial, que no se correspondía con sus cincuenta años. Sacó del bolsillo un paquete de tabaco, abrió el Zippo con el pulgar y encendió un Gauloises. El humo con aroma a vainilla se rizó al ascender en el aire aquietado.
Los preparativos para el servicio que estaba previsto celebrarse esa noche discurrían de acuerdo con sus previsiones. Siempre y cuando su sobrino, Hal, se comportase como era de desear, todo tendría que ir como la seda. Sentía simpatía por el muchacho, aunque le resultara molesto que Hal hubiera recorrido todo el pueblo haciendo preguntas a diestro y siniestro sobre el accidente que había sufrido su padre. Que hubiera removido cosas que más valía dejar en paz. Había estado incluso en el juzgado para interesarse por la causa de la muerte que figuraba en el certificado de defunción. Como el funcionario que estuvo al cargo del caso en la comisaría de policía de Couiza era amigo de Julián —y como el único testigo del incidente había sido el borrachín del pueblo—, el asunto se había tratado con la debida delicadeza. Las preguntas de Hal fueron consideradas la natural y comprensible reacción de un hijo apenado, y no una serie de comentarios con fundamento.
Con todo y con eso, Julián se iba a alegrar cuando el muchacho por fin se marchara. No había nada que desenterrar, si bien Hal seguía empeñado en seguir excavando, y tarde o temprano, en una localidad tan pequeña como Rennes-les-Bains, pronto empezarían a correr las habladurías. Nunca hay humo si no hay fuego. Julián contaba con el hecho de que, cuando concluyera el funeral, sin duda Hal decidiría marcharse del Domaine de la Cade y regresar a Inglaterra.
Julián y su hermano Seymour, el padre de Hal, habían adquirido conjuntamente la finca cuatro años antes. Seymour, diez años mayor que él, y aburrido tras jubilarse y poner fin a tantos años de actividad bursátil que había desarrollado en la City londinense, estaba obsesionado con las previsiones financieras, los márgenes de beneficio, las hojas de cálculo, el modo de ampliar el negocio. Las preocupaciones de Julián eran de muy otra índole.
Desde la primera vez que recorrió la región, en 1997, le habían intrigado los rumores relacionados con Rennes-les-Bains en general y con el Domaine de la Cade en particular. Lo cierto es que toda la zona parecía sepultada bajo misterios y leyendas: había quien hablaba de tesoros escondidos y otros de conspiraciones, camelos y patrañas sobre sociedades secretas, de todo y de nada, desde los templarios y los cataros hasta los visigodos, los romanos, los celtas. La historia que sin embargo había prendido en la imaginación de Julián era bastante
más
reciente. Ciertas crónicas escritas que databan de finales del pasado siglo referían la existencia de un sepulcro profanado dentro de la finca, de una baraja de cartas del tarot aparentemente pintadas como si fueran retablos y formasen una especie de mapa del tesoro, del incendio que había destruido parte del edificio original.
Toda la región que circundaba Couiza y Rennes-le-Cháteau había sido, en el siglo V de nuestra era, el corazón mismo del imperio visigodo. Eso era algo que sabía cualquiera. Los historiadores y los arqueólogos desde tiempo atrás habían especulado con la posibilidad de que el tesoro amasado por los visigodos tras el saqueo de Roma hubiera terminado por llegar al suroeste de Francia. En ese punto las pruebas se difuminaban, divergían, se volatilizaban. Sin embargo, cuanto más fue descubriendo Julián, más intensa empezó a ser su convicción de que la mayor parte del tesoro de los visigodos seguía en algún lugar cercano, e impreciso, a la espera de quien supiera encontrarlo. Y las cartas —los originales, no las muchas copias que se habían impreso— eran sin duda la clave.
Julián se fue obsesionando. Solicitó permiso para realizar excavaciones, invirtió todo su dinero y todos sus recursos en la búsqueda. Sus éxitos fueron más bien modestos, pues había encontrado poco más que los objetos habituales en las tumbas visigodas: espadas, hebillas, copas, nada realmente especial. Cuando expiró su permiso para realizar excavaciones, siguió haciéndolo de manera ilegal. Como un verdadero adicto al juego, estaba literalmente enganchado, convencido de que tan sólo era cuestión de tiempo.
Cuando el hotel se puso a la venta, cinco años atrás, Julián convenció a Seymour de que hiciera una oferta. Irónicamente, y a pesar de las enormes diferencias que había entre ambos, en todos los sentidos, había sido una jugada inteligente. La sociedad había funcionado a pedir de boca hasta los últimos meses, en los que Seymour se fue implicando cada vez más en el día a día del negocio. Y se empeñó en estudiar a fondo los libros de cuentas.
El sol que caía sobre el césped era potente e iluminaba la estancia a través de los altos ventanales del viejo estudio del Domaine de la Cade. Julián miró un cuadro que tenía colgado en la pared, sobre su mesa. Era un viejo símbolo del tarot, similar a un ocho, sólo que tumbado. El símbolo del infinito. Oyó un ruido de repente.
—¿Estás listo?
Julián se volvió y vio a su sobrino, con traje negro y corbata negra, de pie en el umbral, el cabello peinado de forma que no le cayera sobre la frente. A sus veintitantos años de edad, ancho de hombros, de tez clara, Hal tenía todas las trazas de ser el deportista que en efecto había sido en sus tiempos de universitario. Buen jugador de rugby, bastante bueno en tenis.
Julián se inclinó, apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal que tenía en el alféizar de la ventana y dio un sorbo de whisky. Estaba impaciente, deseoso de que terminara el funeral, de olvidarlo todo y volver a la normalidad. Estaba más que harto de que Hal anduviera por todas partes a su antojo, metiendo la nariz en donde posiblemente no debiera husmear.
—Enseguida estoy contigo —le dijo—. No tardo ni dos minutos.
París
M
eredith llegó al final de la escalera, retiró la cortina de hilos de cuentas de madera y abrió la puerta de color azul intenso.
El recibidor era minúsculo, tanto que ella podría tocar ambas paredes sin siquiera estirar demasiado los brazos. A su izquierda, una luminosa carta con todos los signos del Zodiaco y sus constelaciones correspondientes, un barullo de colores, trazos y símbolos, la mayor parte de los cuales Meredith, en ese momento, no supo reconocer. En la pared de la derecha, un espejo anticuado, con un alambicado marco de madera sobredorada. Se miró en él y se apartó enseguida para llamar a la segunda puerta.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta.
Meredith aguardó unos momentos y volvió a llamar, esta vez con más fuerza.
Nada. Probó el pestillo. Se abrió la puerta.
—¿Hola? —dijo, y entró—. ¿Hay alguien ahí? ¿Hola?
La habitación era pequeña, pero rebosaba de vida. Las paredes estaban pintadas con más colores, más intensos, como si fuera un centro de día, de atención para las personas mayores: amarillos, verdes, rojos, con franjas, líneas, triángulos y zigzags en púrpura, azul y plata. Una sola ventana, frente a la puerta, aparecía cubierta por una cortina de gasa malva, casi transparente.
A través de ella, Meredith atinó a ver las pálidas paredes de piedra de un edificio del siglo XIX, detrás, con sus balaustradas de hierro forjado y sus altos ventanales de persianas cerradas, iluminadas con macetas de geranios y de pensamientos en tonos púrpuras y naranjas.
Los únicos muebles de la habitación en que se hallaba eran una pequeña mesa de madera en el centro, con las patas visibles bajo un mantel blanco y negro cubierto por varios círculos y más símbolos astrológicos, y dos sillas de madera, de respaldo recto, una a cada lado. Tenían el asiento de anea, como las del cuadro de Van Gogh.
Meredith oyó abrirse una puerta de golpe y luego cerrarse en algún lugar del edificio, y acto seguido sonaron unos pasos.
El corazón le dio un vuelco. Notó que se estaba poniendo colorada. Se sintió avergonzada de estar allí, de haber entrado sin que nadie la invitara, y a punto estaba de marcharse cuando apareció una mujer detrás de un biombo de bambú que no había visto al otro extremo de la estancia.
Con cuarenta y tantos, atractiva, iba vestida con una camisa y unos pantalones caqui, a juego, y tenía una abundante melena, hasta los hombros, de cabello castaño, bien peinada, en la que se le veían ya algunas canas; sonreía con facilidad y no le pareció a Meredith que coincidiera su imagen con la idea que se había hecho de una echadora de cartas que leyese el tarot.
No llevaba pendientes, ni pañoleta con la que cubrirse el pelo.
—He llamado antes —dijo Meredith con evidente azoramiento—. No contestó nadie, por eso decidí entrar. Espero no haber interrumpido
La mujer sonrió.
—Está todo en orden.
—¿Es usted inglesa?
Ella sonrió.
—De esa acusación me declaro culpable. Confío que no lleve mucho tiempo esperando…
Meredith negó con un gesto.
—Han sido dos minutos.
La mujer le tendió la mano.
—Yo soy Laura.
Se dieron la mano.
—Y yo Meredith.
Laura separó una silla y le hizo un gesto para que tomara asiento.
—Sentémonos.
Meredith vaciló.
—Es natural que estés un poco nerviosa —dijo Laura—. A casi todo el mundo le suele pasar la primera vez. Como la mayoría de los clientes, aunque no todos, naturalmente, vienen en un momento de crisis personal, es natural que traigan consigo la ansiedad que les inquieta.
Meredith extrajo el folleto del bolsillo y lo dejó encima de la mesa.
—No, no es eso, es que… hace un par de días una chica me dio este panfleto cuando iba por la calle. Como estaba de paso… —Volvió a callar—. La verdad es que se trata de un trabajo de investigación. No querría hacerte perder el tiempo.
Laura tomó el papel, y de pronto asomó en su rostro una señal de reconocimiento.
—Mi hija me habló de ti, sí.
Meredith entornó los ojos.
—¿De veras?
—Sí. Por el parecido —dijo Laura, y miró la imagen del folleto, «La Justice», La Justicia—. Dijo que eras su viva imagen. —Hizo una pausa, como si contase con que Meredith dijera algo. Al ver que no iba a decir nada, prosiguió—. ¿Vives en París? —le preguntó, e indicó la silla de enfrente.
—No, sólo estoy de visita.
Sin habérselo propuesto en el fondo, Meredith tomó asiento.
Laura sonrió.
—¿Acierto si pienso que ésta es la primera vez que vienes a que te hagan una lectura?
—Lo es —repuso Meredith, todavía sentada sólo al borde de la silla.
Un mensaje bien claro: no pienso quedarme mucho tiempo.
—Entiendo —dijo Laura—. Si doy por sentado que has leído el folleto, sabes que una sesión de media hora son treinta euros, y una hora entera vale cincuenta. ¿Sí?