—¿Disculpa?
Una bonita muchacha la miraba atentamente. Con una camiseta de tirantes y unos pantalones de camuflaje, con el cabello rubio, de una tonalidad entre la fresa y el maíz, sujeto con una cinta ancha, parecía una de tantas viajeras y hippies de la New Age que ya había visto antes en tantas calles de París.
La chica le sonrió.
—Digo que se te parece —le dijo esta vez en inglés.
Señaló el folleto que tenía Meredith en la mano.
—La imagen que hay ahí.
Meredith miró el papel, que anunciaba lecturas del tarot, quiromancia y esa clase de cosas: el frente lo dominaba la imagen de una mujer con una corona. En la mano derecha tenía una espada, en la izquierda una balanza. En la parte inferior de su larga falda se veía una serie de notas musicales.
—La verdad es que podrías ser tú —añadió la muchacha.
En la parte superior de la imagen, que no estaba muy bien impresa, Meredith acertó a ver un once en números romanos. Al pie, las palabras «La Justice».
Se la acercó a los ojos. Era cierto. La mujer se le parecía mucho.
—La verdad es que no se ve nada bien —dijo, y se puso colorada en cuanto mintió.
—Todas esas notas musicales… —añadió la chica sonriendo aún, pero con una gran concentración, tanto que Meredith apartó los ojos.
—Me marcho enseguida de la ciudad —se excusó—, así que…
—De todos modos, quédatelo —insistió la chica—. Abrimos los siete días de la semana, ahí mismo, a la vuelta de la esquina. A cinco minutos a pie.
—Gracias, pero a mí estas cosas no me van, de veras —dijo Meredith.
—Mi madre es muy buena.
—¿Tu madre?
—Es ella la que hace las lecturas del tarot. —La chica sonrió—. Es la que interpreta las cartas. Tendrías que ir a verla.
Meredith abrió la boca y la cerró sin decir nada. No tenía sentido enzarzarse en una discusión: era más fácil tomar el folleto y tirarlo después a una papelera. Con una sonrisa bastante forzada, se guardó el papel en el bolsillo interior de la chaqueta vaquera.
—Las coincidencias no existen, no sé si lo sabes —añadió la chica—. Todo sucede porque hay una razón para que suceda.
Meredith asintió, reacia a prolongar una conversación unilateral. Y siguió su camino con el teléfono en la mano. Al llegar a la esquina se detuvo. La chica seguía allí de pie, en el mismo sitio.
—Se te parece muchísimo —le gritó—. Está sólo a cinco minutos. En serio, deberías ir. No pierdes nada.
M
eredith se olvidó del folleto que había guardado en el bolsillo interior. Devolvió la llamada que había recibido en el móvil —no era más que la agencia de viajes, francesa, que deseaba confirmar su reserva de hotel— y llamó a la compañía aérea para verificar la hora de salida al día siguiente.
Estaba de regreso en el hotel a las seis, con una sensación de agotamiento y con los pies doloridos por haber caminado toda la tarde por las calles. Descargó las imágenes en el disco duro de su ordenador portátil y se puso a transcribir las notas que había tomado a lo largo de los últimos tres días. A las nueve y media compró un sandwich en la
brasserie
de enfrente y se lo zampó en su habitación mientras seguía trabajando. A las once había terminado. Lo había puesto todo al día.
Se tumbó en la cama y encendió la televisión. Estuvo un rato cambiando de canales, en busca de la melodía característica de la CNN, pero sólo encontró una película policiaca francesa bastante difícil de seguir en FR3, un episodio de
Colombo
en TF1 y una película porno con pretensiones artísticas en Antenne 2. Renunció al televisor y leyó un rato antes de apagar la luz.
Yació en la acogedora penumbra de la habitación, con las manos entrelazadas sobre la cabeza y los pies enterrados en la tersura de las sábanas blancas. Mirando al techo, sus pensamientos la llevaron hasta el fin de semana en que Mary compartió con ella lo poco que sabía sobre su familia biológica.
Hotel Pfister, Milwaukee, diciembre de 2000. Iban al Pfister siempre que había alguna celebración familiar importante —cumpleaños, bodas, ocasiones especiales—, habitualmente a cenar, pero en esta ocasión Mary reservó habitaciones para todo el fin de semana, un regalo algo tardío por el vigésimo primer cumpleaños de Meredith, que casi coincidió con el Día de Acción de Gracias, y también para hacer algunas compras navideñas.
El ambiente elegante, sosegado, decimonónico, con sus colores finiseculares, las cornisas doradas, las balaustradas de hierro forjado, los elegantes visillos en las puertas cristaleras. Meredith bajó sola al café del vestíbulo para esperar allí a sus padres adoptivos. Se acomodó en una esquina de un mullido sofá y pidió su primera copa de vino con edad legal para hacerlo: un Chardonnay de Sonoma, un Cutter, a 7,50 dólares la copa, a pesar de lo cual valió la pena. Suave, con cuerpo y con todo el aroma del roble en su tonalidad amarilla.
Qué ridiculez, recordar todo aquello precisamente ahora.
Había estado nevando desde poco antes. Copos constantes, persistentes, en un cielo blanquecino, que fueron cubriendo el mundo con un manto de silencio. En la barra del bar, una señora ya mayor, con abrigo rojo y gorro de lana encasquetado hasta las cejas, le gritó al camarero diciéndole: «¡Hable conmigo! ¿Por qué no habla conmigo?». Igual que la mujer de
La tierra baldía,
de Eliot. El resto de los clientes que estaban acodados en la barra bebían cerveza, Miller Genuine Draft, aunque dos jóvenes daban tragos a sus botellas de Sprecher Amber y de Riverwest Stein. Al igual que Meredith, todos hicieron como que no estaba allí aquella loca dando gritos.
Meredith acababa de romper con su novio, por eso se alegró de no pasar el fin de semana en la universidad. Él era un profesor de matemáticas que estaba pasando su año sabático en la Universidad de Carolina del Norte. Habían empezado a salir sin darse cuenta casi de lo que hacían. Él le apartó de la cara un rizo en el bar. Se sentó en la banqueta del piano, al borde, mientras ella tocaba unas piezas. Le posó la mano en el hombro como si fuese sin querer cuando se encontraron en la biblioteca, casi a oscuras, a última hora de la tarde. Fue una historia que nunca estuvo destinada a llegar a ninguna parte —los dos querían cosas distintas—, y Meredith se quedó destrozada. Pero el sexo había sido estupendo y la relación fue divertida mientras duró.
Con eso y con todo, le sentó bien estar de nuevo en casa.
Hablaron sobre todo del frío, de la nevada prevista para el fin de semana; Meredith hizo a Mary toda clase de preguntas sobre su madre biológica, sobre la vida que llevó y sobre su muerte prematura, todo lo que siempre había tenido tantas ganas de saber, aunque le diera miedo oírlo. Las circunstancias de su adopción, el suicidio de su madre, los dolorosos recuerdos que llevaba como astillas de cristal clavadas bajo la piel.
Meredith estaba más o menos al tanto de lo esencial. Su madre biológica, Jeannette, se había quedado embarazada en una fiesta nocturna cuando iba aún al instituto, y no se dio cuenta hasta que ya fue demasiado tarde para hacer nada. Durante los primeros años, la madre de Jeannette, Louisa, quiso prestarle todo el apoyo que pudo, pero su súbita muerte debida a un cáncer imparable despojó a Meredith de una influencia estable, de una fuente de confianza fundamental en su vida, y las cosas comenzaron a deteriorarse a toda velocidad. Cuando la situación empezó a ser realmente delicada, fue Mary —prima lejana de Jeannette— la que se hizo cargo de todo, hasta que resultó evidente que, por su propia seguridad, Meredith no debería volver junto a su madre. Cuando murió Jeannette dos años más tarde, pareció lógico dar a la relación una forma más asentada, y fue entonces cuando Mary y su marido, Bill, adoptaron legalmente a Meredith. Aunque conservó su apellido, aunque siguió llamando a Mary por su nombre de pila, como la había llamado siempre, Meredith por fin se sintió libre para pensar que Mary era su verdadera madre.
Fue en el hotel Pfister donde Mary dio a Meredith las fotografías y la partitura de música para piano. La primera era una instantánea de un joven con uniforme de soldado, que se encontraba en la plaza de un pueblo. Cabello negro y rizado, ojos grises, mirada franca. No figuraba ningún nombre, aunque la fecha, 1914, así como el nombre del fotógrafo y el del lugar, Rennes-les-Bains, se hallaban impresos al dorso. La segunda era de una niña con ropa antigua. No había nombre, ni fecha, ni lugar. La tercera era de una mujer de la que Meredith sabía que era su abuela, Louisa Martin, y estaba tomada años después, ya en los años treinta, tal vez en los cuarenta, a juzgar por su manera de vestir. Aparecía sentada ante un piano de cola. Mary le explicó que Louisa había sido concertista de piano y que había llegado a tener cierta fama. La pieza musical del sobre había sido la principal de su repertorio. La tocaba siempre que, al terminar un recital, el público le pedía un bis.
Cuando miró la fotografía por primera vez, Meredith se preguntó si, en caso de haber conocido a Louisa en su día, hubiera seguido el rumbo que se trazó al principio, si hubiera continuado su carrera musical. Imposible saberlo. No recordaba a su madre biológica, a Jeannette, sentada al piano; no recordaba haberla oído cantar. Sólo recordaba los gritos, el llanto, lo que sucedió después.
La música había llegado a la vida de Meredith cuando tenía ocho años. Había llegado en forma de regalo que le hizo Mary. Ésa era la versión oficial. Descubrir que había estado ahí, oculta desde el principio, a la espera de que alguien la descubriese bajo la superficie de las cosas, cambió por completo la historia. Aquel fin de semana con tanta nieve, en diciembre de 2000, el mundo de Meredith dio un vuelco. Las fotos, la música, pasaron a ser un ancla, una conexión con su pasado, y supo que llegaría el día en que iniciara la búsqueda.
Pasados siete años, por fin la había emprendido. Mañana por fin iba a estar en persona en Rennes-les-Bains, un lugar que había imaginado miles de veces. Seguía teniendo la esperanza de encontrar algo allí, sin saber aún qué.
Miró el teléfono. Marcaba las doce y treinta y tres.
No, mañana no. Hoy mismo, lunes, 29 de octubre.
Cuando Meredith despertó por la mañana, los nervios que había tenido la noche anterior se habían evaporado como por ensalmo. Estaba deseosa de marcharse de la ciudad. Al margen de lo que pudiera encontrar, un par de días dedicados a cuidarse y a no hacer nada, perdida entre los montes cercanos a los Pirineos, era exactamente lo que necesitaba.
El avión de Toulouse no salía hasta primera hora de la tarde. Había hecho ya en París todo lo que quería hacer en cuanto a la investigación para el libro. No tenía ganas de andar con prisas toda la mañana, de modo que se quedó en la cama y leyó un rato antes de levantarse y desayunar al sol en la
brasserie
de siempre, antes de salir a dar un paseo al estilo de los turistas habituales.
Caminó a la sombra de las ya conocidas columnatas, los soportales de la calle Rivoli, esquivando enjambres de jóvenes con mochila, todos más o menos en la pista de
El código Da Vinci.
Pensó en visitar la Pirámide del Louvre, pero la cola de la entrada la disuadió. Encontró una silla de metal pintada de verde en las Tullerías y se sentó pensando en que habría sido buena idea ponerse algo más ligero que los vaqueros. Hacía calor, un calor húmedo, un tiempo enloquecido para finales de octubre. Le entusiasmaba la ciudad, pero ese día el aire parecía más denso debido a la polución, al humo del tráfico y de los cigarrillos en las terrazas de los cafés. Pensó en dirigirse al río, dar quizá un paseo en un
bateau mouche.
Pensó en visitar Shakespeare Co., la legendaria librería de la margen izquierda, casi un santuario de visita obligada para cualquier norteamericano. Pero no tuvo ánimos. La verdad es que deseaba hacer lo que hacen los turistas, pero sin tener la obligación de mezclarse con ninguno.
Muchos de los sitios que querría haber visitado estaban cerrados, de modo que terminó por volver a Debussy, y así Meredith decidió regresar a la casa en la que aquél había pasado su infancia y su primera juventud, en la calle Liége, llamada Berlín en 1890. Se ató la chaqueta a la cintura, pues ya no tenía necesidad del mapa para guiarse por las calles, y caminó deprisa, con seguridad, tomando esta vez una ruta distinta a la del día anterior. Al cabo de cinco minutos se detuvo, se puso la mano a modo de pantalla sobre los ojos y alzó la mirada para ver bien el rótulo esmaltado de la calle.
Enarcó las cejas. Sin haberlo buscado, se encontraba en la calle de la Chaussée d'Antin. Miró a un lado y a otro. En tiempos de Debussy, el notorio cabaré la Grande Pinte se encontraba en lo alto de la calle, cerca de la plaza de la Trinité. Poco más abajo estaba el famoso Hotel Dieu, un edificio del siglo XVII. Y al pie de la calle, prácticamente donde ella se encontraba, estuvo en su día la famosa librería esotérica de Edmond Bailly. Allí, en los gloriosos años del cambio de siglo, los poetas, los ocultistas y los compositores se habían reunido a hablar de las nuevas ideas, del misticismo, del poder de los símbolos, de la importancia de la impresión, muy superior a la definición, y de los mundos alternativos. En la librería de Bailly, el belicoso y joven Debussy nunca tuvo necesidad de justificarse.
Meredith verificó los números de la calle.
En cuestión de segundos, todo su entusiasmo se le vino encima, se desplomó. Se encontraba exactamente donde tenía que estar, con la particularidad de que allí no había nada que ver. Era el mismo problema con el que llevaba topándose todo el fin de semana. Los edificios nuevos habían ocupado el solar de los antiguos, las calles se habían ampliado, las direcciones de antaño habían sido devoradas en la implacable marcha del tiempo.
El número 2 de la calle Chaussée d'Antin era un edificio moderno, de cemento, sin ninguna gracia. No había librería, no había ninguna fachada de fin de siglo. Ni siquiera había una placa que lo recordase.
Meredith se fijó entonces en una estrecha portezuela encastrada en el edificio contiguo, apenas visible desde la calle. Ostentaba un rótulo pintado a mano con abundante colorido.
SortIlége.
Lecturas de tarot.
Debajo, en letras más pequeñas, otro letrero decía así: «Se habla francés e inglés».
Se le fue la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Palpó el papel doblado en cuatro, el folleto que la muchacha le había dado el día anterior, y que seguía exactamente donde lo había dejado. Lo había olvidado por completo. Lo sacó y se quedó mirando la imagen. Era una fotocopia desvaída, sin ninguna nitidez, pero era innegable el parecido.