El sabor de la pepitas de manzana

BOOK: El sabor de la pepitas de manzana
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Tras la muerte de Bertha, sus tres hijas –Inga, Harriet y Christa– y su nieta Iris, se reencuentran para leer su testamento. Para sorpresa de todas, Iris es la heredera única de la casa y debe decidir en pocos días qué hacer con ella. Como primer paso, comienza por poner orden en las pertenencias de su abuela.

A medida que va redescubriendo las habitaciones y los rincones del maravilloso jardín que rodea a la casa, Iris reconstruye la historia, tierna y amarga como el sabor de las pepitas de manzana, de tres generaciones de mujeres: su abuela Bertha, que perdió la memoria tras caerse del manzano del jardín; su madre Christa, quien se trasladó al sur del país cuando se casó, manteniéndose alejada de su familia; su tía Inga, la más bella de las tres hermanas, fotógrafa de profesión, que se ha recorrido el mundo, y Harriet, la menor, a quien la muerte de una hija cambió para siempre. Iris descubre secretos familiares y busca respuestas a los enigmas de su pasado. ¿Quiénes fueron los grandes amores de sus tías? ¿Qué secreto guardaba su excéntrica abuela? ¿Y qué ocurrió realmente en la noche del accidente de su prima?

Katharina Hagena

El sabor de la pepitas de manzana

Una casa heredada, un árbol y muchos recuerdos

ePUB v1.1

Polifemo7
30.11.11

Título original: Der Geschmack von Apfelkernen

Autor: Katharina Hagena

©2011, Maeva, S.A. Ediciones

ISBN: 9788415120247

Diseño e imagen de cubierta: Opalworks

© Verxag Kiepenheuer & Witsch GmbH & Co.

KG, Colonia, Alemania, 2008 2009

Para Christof

La mémoire ne nous servirait à rien

si elle fut rigoureusement fidèle.

La memoria no nos serviría de nada

si fuera rigurosamente fiel.

Paul Valéry

Capítulo 1

Tía Anna murió con dieciséis años de una neumonía que no fue posible curar porque la enfermedad le había roto el corazón y aún no se había descubierto la penicilina. Su muerte ocurrió un día de julio al anochecer y un instante después, cuando Bertha —la hermana menor de Anna— se precipitó llorando al jardín, se dio cuenta de que con el último estertor de Anna todas las grosellas rojas se habían vuelto blancas. Era un jardín grande. Los numerosos y antiguos groselleros se arqueaban por el peso de las bayas que debían haberse recogido hacía mucho tiempo, pero en las que, tan pronto como Anna cayó enferma, nadie había vuelto a pensar. Mi abuela me lo contaba con frecuencia, ya que había sido ella quien había descubierto las grosellas enlutadas. Desde entonces, no hubo más que grosellas negras y blancas en el jardín de mi abuela y todos los esfuerzos que se hicieron más adelante por cultivar un arbusto rojo se saldaron con fracaso; en sus ramas tan solo crecían bayas blancas. Eso, sin embargo, no perturbaba a nadie; las blancas eran casi tan dulces y sabrosas como las rojas, el delantal no se le manchaba a una demasiado al exprimirlas para extraer el jugo y la jalea que se obtenía emitía destellos de una misteriosa, pálida transparencia. Como «lágrimas en conserva» decía mi abuela. Y sobre los anaqueles de la bodega seguía habiendo frascos de todos los tamaños con jalea de grosellas de 1981, un año cuyo verano fue particularmente rico en lágrimas. El último verano de Rosmarie.

Un día, buscando pepinillos en conserva, mi madre encontró un frasco de 1945 que contenía las primeras lágrimas de la posguerra. Se lo regaló a la Asociación de Amigos de los Molinos, y cuando le pregunté por qué diablos le daba la deliciosa jalea de la abuela a una cooperativa regional, dijo que aquellas lágrimas habían sido demasiado amargas.

Mi abuela Bertha Lünschen, de soltera Deelwater, murió algunas décadas después de tía Anna, pero ya hacía tiempo entonces que no sabía quién había sido su hermana, ni cómo se llamaba ella misma, ni si era invierno o verano. Había olvidado para qué servían un zapato, una hebra de lana o una cuchara. Durante diez años se fue liberando de sus recuerdos con la misma ligereza inquieta con que se alisaba los cortos rizos blancos que tendían a enredársele en la nuca o con que recogía las invisibles migas sobre la mesa. Más que de los rasgos de su cara, me acordaba con claridad del ruido de la piel dura, seca, de su mano sobre la madera de la mesa de la cocina. También recordaba cómo sus dedos anillados se cerraban firmemente en torno a las migas invisibles, como intentando atrapar la sombra de su espíritu en fuga; aunque puede que Bertha solo quisiera, aparte de simplemente llenar el suelo de migas, alimentar a los gorriones que disfrutaban en el jardín dándose baños de arena y arrancando los pequeños rábanos a comienzos del verano. Más tarde, en la residencia de ancianos, la mesa pasó a ser de plástico y la mano de mi abuela enmudeció. Antes de perder totalmente la memoria, Bertha nos incluyó en su testamento. Christa, mi madre, heredó la tierra; tía Inga, los valores del banco; tía Harriet, el dinero. Yo, la última descendiente, heredé la casa. Las joyas y los muebles, la ropa blanca y la plata debían ser repartidos entre mi madre y mis tías. El testamento de Bertha era claro como el agua y fue una ducha fría: los valores no eran para tanto; la vida en los pastos de la llanura de Alemania del Norte no atraía a nadie salvo a las vacas; dinero no había mucho, y la casa era vieja.

Bertha debió de acordarse de cuánto me gustaba entonces aquella casa. De sus últimas voluntades, sin embargo, no nos enteramos hasta después del entierro. Viajé sola. Un viaje largo y complicado a bordo de diferentes trenes; había salido de Friburgo y tuve que atravesar de punta a punta todo el país antes de bajar de un autocar de línea casi vacío que me había paseado de pueblo en pueblo desde una pequeña y fantasmagórica estación de provincias para dejarme bien arriba, en el pueblo de Bootshaven, justo frente a la casa de mi abuela. Estaba exhausta por el viaje, por la tristeza y por el sentimiento de culpa que siempre se experimenta cuando muere alguien que, aunque nos es querido, no llegamos a conocer bien en vida.

Tía Harriet también había venido. Ya no se llamaba Harriet, sino Mohani, aunque no vestía túnica naranja ni llevaba el cráneo rasurado. Lo único que sugería su nueva condición de iluminada era el collar de cuentas de madera con la imagen del gurú. Con sus cortos cabellos rojos de henna y su calzado deportivo
Reebok
, sobresalía del resto de negras siluetas reunidas en pequeños grupos delante de la capilla. Me alegré de ver a tía Harriet, aunque me invadió cierta angustia —inquietud más bien—, al pensar que no la había vuelto a ver desde hacía treinta años, es decir, desde que enterramos a Rosmarie, su hija. Aquella angustia me era familiar; al fin y al cabo, pensaba en Rosmarie cada vez que contemplaba mi rostro en el espejo.

Su entierro había sido insoportable. Siempre es insoportable —qué duda cabe— tener que enterrar a una jovencita de quince años. En aquella ocasión, como hube de enterarme más tarde, caí desmayada. Lo único que recuerdo son las lilas blancas dispuestas sobre el ataúd, el perfume vaporoso y dulce que exhalaban y que acabó por taponarme la nariz, provocarme burbujas en la tráquea y que hizo que me faltara el aire y que, con un giro, me hundiese en un agujero blanco.

Desperté más tarde, en el hospital. Al caer me había golpeado la frente contra el bordillo y habían tenido que coser la herida. Me quedó una cicatriz encima del puente de la nariz, una marca pálida. Ese fue mi primer desmayo. Desde entonces, me he desmayado con frecuencia. En nuestra familia, eso de caerse, se nos da bien.

Así fue como la pobre tía Harriet renegó de la fe tras la muerte de su hija y se unió a Bhagwan. Según se decía en el círculo de conocidos, había entrado en la secta… Aunque la palabra «secta» se pronunciaba en voz baja, como temiendo ser espiados y atrapados por ella para acabar como aquellos locos lobotomizados de
Alguien voló sobre el nido del cuco
, con el cráneo rapado, dando tumbos por las zonas peatonales de este mundo, aporreando los timbales con alegría infantil. Tía Harriet no parecía, sin embargo, querer desembalar sus timbales para el entierro de Bertha. Cuando me vio, me estrechó entre sus brazos y me besó la frente. Más bien besó la cicatriz de mi frente, pero no dijo ni una palabra y se limitó a empujarme hacia mi madre que estaba de pie junto a ella. Mi madre tenía aspecto de haber llorado los últimos tres días. Al verla, se me encogió el corazón. ¡Qué terrible ha de ser tener que enterrar a tu propia madre!, me dije tras soltarme de su abrazo. Mi padre, a su lado, la sostenía. Estaba mucho más pequeño que la última vez y su cara tenía arrugas que yo jamás le había visto. Tía Inga se mantenía algo apartada. A pesar de sus ojos enrojecidos, seguía siendo impresionantemente bella y las comisuras inclinadas de su hermosa boca expresaban más orgullo que aflicción. Aunque su vestido fuera sencillo y cerrado hasta el mentón, más que una prenda de duelo parecía un vestido de cóctel negro. Tía Inga había venido sola. Me cogió ambas manos y me sobresalté ligeramente; una descarga eléctrica, apenas perceptible, me alcanzó desde su mano izquierda. En el brazo derecho llevaba su brazalete de ámbar. Las manos de tía Inga eran duras al tacto, cálidas y secas.

Era una soleada tarde de junio. Eché una mirada al resto de la gente: muchas mujeres de cabellos blancos, de gafas gruesas y bolsos negros; eran las compañeras habituales de tertulia de Bertha. Estaban también el antiguo alcalde y, por supuesto, Carsten Lexow —que fue profesor de mi madre—, algunas amigas de la escuela y unas primas lejanas de mis tías y mi madre. Tres hombres de elevada estatura, uno al lado del otro, con aire solemne y desmañado, se reconocían fácilmente como antiguos pretendientes de tía Inga, a quien apenas osaban mirar abiertamente, pero de quien, sin embargo, no apartaban los ojos. Los vecinos de mi abuela, los Koop, también estaban presentes, además de otras personas a quienes no pude identificar: empleados de la residencia de ancianos, tal vez, o de la funeraria, o colaboradores de mi abuelo de la época en que aún tenía el bufete.

Nos dirigimos todos al bar situado junto al cementerio y tomamos café con bizcocho de mantequilla. Como es costumbre después de los entierros, la gente comenzó a hablar de inmediato. Al principio en voz baja, después cada vez más fuerte. Incluso mi madre y tía Harriet no tardaron en conversar febrilmente. Los tres pretendientes rodeaban ahora a tía Inga, firmemente plantados sobre sus piernas separadas y con las espaldas arqueadas hacia atrás. Tía Inga parecía bien dispuesta a aceptar sus homenajes, pero, al mismo tiempo, los recibía con cierto sarcasmo.

Las damas del círculo de mi abuela comían en torno a la misma mesa y celebraban una pequeña tertulia. Con los labios manchados de granitos de azúcar y almendra machacada, comían igual que hablaban, lenta, ruidosamente y sin parar. Junto con las dos camareras, mi padre y el señor Lexow iban y venían de la cocina a las mesas con bandejas de plata cargadas de montañas de porciones de bizcocho mientras las cafeteras humeantes se sucedían a intervalos regulares. Las damas del círculo jaleaban un poco a aquellos dos hombres jóvenes tan atentos, animándolos a unirse a la tertulia y, mientras mi padre bromeaba respetuosamente con ellas, el señor Lexow se limitaba a sonreír con timidez y a huir hacia las mesas vecinas. Al fin y al cabo, tenía que seguir viviendo allí.

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