Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (21 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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Así, la Cúpula fue implantada a cuatro millas bajo la superficie del mar, una pujante ciudad que albergaba a unas setenta y cinco mil personas. Contenía laboratorios donde equipos de hidrozoólo-gos se afanaban en perfeccionar nuevas técnicas de adiestramiento y control de los animales marinos y donde expertos en municiones y naufragios diseñaban embarcaciones y armas más eficaces para luchar contra los monstruos marinos. Además, para quienes tuvieran medios, aquél era un excelente lugar donde vivir, trabajar y solazarse en los numerosos jardines de recreo y exposiciones acuáticas submarinas. Todo ello en la absoluta seguridad que ofrece una fortaleza erigida en el mismo corazón, por decirlo así, del campo enemigo.

La señora Jennings y sus pupilas viajaron durante tres días, al tiempo que su impaciencia aumentaba con cada hora que transcurría. Surcaron las oscuras corrientes submarinas, siguiendo una ruta aproximada hacia el suroeste por la costa de Devonshire, para luego virar a estribor, hacia la península de Cornualles, y posteriormente al norte, en paralelo a la costa septentrional y hacia la Estación Submarina Beta.

La travesía transcurrió sin novedad, salvo dos horas terroríficas durante las cuales el barco navegó a través de un banco de peces linterna. Eran unas bestias que se movían lentamente, grandes como casas, dotados de un ojo gigantesco situado en el extremo de un tentáculo que les crecía sobre la boca.

—Parecen pececillos inofensivos, ¿no? —gruñó el capitán que empuñaba el timón del barco, un viejo cómplice de sir John con una poblada barba negra y una expresión dura como el acero—. A menos que te guipen con ese faro.

La señora Jennings tradujo jovialmente la jerga del marinero a Marianne, quien prestó gran atención a cada detalle referente a esos fascinantes monstruos. Uno estaba a salvo de los peces linterna siempre que evitara atravesar su campo visual, una hazaña que el capitán y su tripulación consiguieron navegando lentamente, durante dos angustiosas horas, a través de la gigantesca horda.

Llegaron a la Estación Submarina Beta a las tres; el recio casco de plomo del submarino se aproximó al Tubo, como se llamaba un túnel de acero, de media milla de circunferencia, que sobresalía del borde de la Cúpula como un gigantesco tubo de estufa. El Tubo estaba tachonado de entradas circulares, entre las que mediaba una separación de media milla, que se abrían mediante cabrestantes, a fin de que los submarinos pudieran penetrar y descargar a sus pasajeros para descender a la Estación.

Una tras otra, empezando por la señora Jennings, las tres pasajeras salieron del submarino y entraron en una cámara impoluta con las paredes de cristal, donde fueron cortésmente registradas en busca de materia orgánica del exterior. Comoquiera que no hallaron restos nocivos en sus personas, las viajeras fueron conducidas en un ascensor hidráulico hacia las profundidades de la Estación. El cambio en la presión atmosférica estaba contrarrestado por la calibrada velocidad del descenso, y unos puñados de granos de goma guar que les dieron para que masticaran, hasta que por fin aterrizaron con un suave chasquido en el fondo del mar, en el vasto y acogedor jardín de la Estación Submarina Beta.

Las hermanas Dashwood se alegraron de haber llegado por fin, y más aún de abandonar, tras la azarosa travesía, los confines del submarino personal, dispuestas a gozar del lujo de un buen fuego. Pero su deseo se vio frustrado, pues sólo se podía encender fuego de forma muy limitada en la atmósfera cuidadosamente controlada de la Cúpula. Se desplazaron en góndola a través de varios canales de agua dulce hasta el amarradero de la señora Jennings, deleitándose al atisbar brevemente algunos de los medios de transporte más exóticos que había en la Estación: unos dandis tocados con bombines pasaron junto a ellas a toda velocidad montados sobre delfines, y vieron unas mujeres de edad avanzada siendo transportadas majestuosamente a lomos de unas tortugas marinas de mirada cegata. Las dos hermanas expresaron su gozo de haber llegado a un mundo donde —gracias a la ciencia de la hidrozoología, la desalinización química y demás prodigios científicos que el común de los mortales no alcanza a comprender— el agua, y los animales que habitaban en ella, habían sido sometidos a un perfecto control.

La residencia de la señora Jennings, situada en Berkeley Cau-seway, era imponente y estaba exquisitamente decorada. No tenía un muro posterior; mejor dicho, dado que el amarradero estaba situado en el círculo exterior, el muro posterior estaba formado por la superficie curvada de la misma Cúpula. Esencialmente, por tanto, cuando uno se hallaba en las estancias posteriores de la vivienda de la señora Jennings, era como si se hallara en un gigantesco acuario, contemplando unos peces tan traicioneros como espectaculares, que nadaban frente al mundo protegido de la Estación Submarina. Así, cuando Elinor y Marianne tomaron posesión de su confortable apartamento, se deleitaron admirando, desde el interior del paraíso bajo el mar de la Estación Submarina, las oscuras profundidades del océano, en las que vieron unas magníficas formaciones de corales de aguas profundas y numerosas variedades biológicas flotantes sobre las que Elinor había leído, pero no había visto jamás. Mientras contemplaban boquiabiertas esos prodigios, apareció un banco de temibles barracudas, deslizándose lentamente frente al cristal, un recordatorio de la ingente cantidad de criaturas feroces que acechaban al otro lado de la mampara que las separaba de ellas. Así pues, las mortíferas intenciones de esas bestias eran frustradas por el milagro de ingeniería, gracias a la cual los residentes de la Estación Beta vivían rodeados de todo género de lujos.

Las Dashwood se cambiaron rápidamente, poniéndose sus trajes flotadores sobre sus nuevos conjuntos. Los trajes flotadores consistían, en primer lugar, en unos brazaletes, que se colocaban alrededor de los bíceps, y una especie de faja, alrededor de la cintura, que se inflaban tirando de un cordel oculto en una manga. En segundo lugar, debían ponerse una caña debajo de la nariz, conectada mediante un largo tubo articulado a un pequeño depósito situado en la espalda, el cual contenía el suficiente oxígeno para respirar durante cuatro minutos. Los trajes eran engorrosos, pero la ley exigía que los lucieran en todo momento en la Estación Submarina Beta, una medida muy prudente, teniendo en cuenta lo ocurrido en la Estación Submarina Alfa.

Elinor decidió escribir de inmediato a su madre, y se sentó para redactar la carta. Al cabo de unos minutos su hermana hizo lo propio.

—Voy a escribir a casa —dijo la mayor de las Dashwood—. ¿No crees que deberías postergar tu carta un par de días?

—No voy a escribir a mamá —se apresuró a responder Marianne, deseosa de evitar más preguntas.

Elinor se abstuvo de hacer más comentarios, pues dedujo enseguida que era a Willoughby a quien escribía su hermana, llegando a la conclusión de que debían de estar comprometidos. Esta convicción, aunque no del todo satisfactoria, la complació, y prosiguió con su carta con mayor optimismo, alzando la vista sólo cuando una de las barracudas dio la vuelta y golpeó el cristal con el morro. Marianne concluyó su carta al cabo de pocos minutos —por su extensión, no debía de ser más que una nota—, la dobló, la selló y escribió las señas rápidamente. Elinor creyó distinguir una voluminosa uve doble en las señas. En cuanto terminó de escribir la carta, Marianne tocó la campanilla y pidió al gondolero que respondió a la llamada que la entregara de inmediato.

Seguía mostrando un excelente humor, unido a cierto nerviosismo que inquietaba un tanto a su hermana y ese nerviosismo aumentó a medida que iba transcurriendo la tarde.

La cena discurrió en un abrir y cerrar de ojos, como todas las comidas en la Estación, pues era prácticamente imposible conseguir productos y bebidas frescos incluso para los residentes más acaudalados. Esa desagradable circunstancia se debía a la atmósfera rigurosamente controlada dentro de la Cúpula, que no permitía que se encendieran fuegos mayores que los de las luces de las velas, así como a la remota ubicación de la Estación en el fondo del mar, lo cual hacía que la importación de animales y productos frescos resultara muy costosa. Por consiguiente, las opciones de productos comestibles consistían sobre todo en tasajo, unos moldes gelatinosos con diversos sabores a comida, y unos sobres de polvos que, mezclados con imaginación y agua desalinizada químicamente, lograban asemejarse a la bebida favorita de uno.

Cuando las Dashwood y su anfitriona regresaron al salón, Marianne aguzó el oído, pendiente del chapoteo del remo de cada góndola que pasaba.

Elinor se sintió muy aliviada de que la señora Jennings, que trajinaba en su habitación, no se percatara de lo que ocurría. Su hermana ya se había llevado repetidos chascos al oír llamar a las puertas vecinas, cuando de pronto oyeron unos golpes insistentes en la de su vivienda. Elinor, convencida que anunciaban la llegada de Willoughby, se apresuró a quitarse el antiestético junco nasal de su traje flotador, pero su hermana insistió en que volviera a colocárselo debajo de la nariz.

Marianne avanzó unos pasos hacia la escalera, y tras aguzar el oído durante medio minuto, regresó a la habitación con el nerviosismo producido por haber oído los pasos de su amado; en esos momentos, llevada por su euforia, no pudo por menos de exclamar:

—¡Oh, Elinor, es Willoughby!

Pero cuando se disponía a arrojarse en sus brazos, apareció inopinadamente el coronel Brandon.

Fue una sorpresa demasiado grande para tomársela con calma, y Marianne abandonó de inmediato la habitación. Elinor también se llevó una decepción, sobre todo al comprobar que los meses de separación no habían atenuado sus instintivas náuseas y espanto al ver al coronel. Con todo, su estima hacia él hizo que lo saludara con cordialidad, profundamente dolida de que un hombre tan enamorado de su hermana se percatara de que ésta no había experimentado sino contrariedad, desilusión y repugnancia al verlo. Elinor comprendió de inmediato que el coronel no se había percatado de ello, pues cuando Marianne salió de la habitación, la observó con tal asombro y preocupación que apenas reparó en su falta de cortesía. Elinor también se dio cuenta de que Brandon no lucía un traje flotador, y cuando se disponía a preguntarle el motivo, cayó de pronto en la cuenta de que su naturaleza semejante a un pez, y en particular su capacidad de respirar bajo el agua, probablemente le dispensaba de utilizarlo.

—¿Está su hermana indispuesta? —preguntó el coronel al tiempo que sus flagelos se agitaban debajo de su nariz.

Elinor respondió afirmativamente con gesto de disgusto, refiriéndose a una jaqueca, cierto abatimiento y leves síntomas del mal del buceador debido al descenso que habían efectuado esa mañana.

Abandonando el tema, el coronel Brandon comentó el gozo que le producía verlas en la Estación, formulando las preguntas de rigor sobre los peligros que las habían acechado durante su travesía y sobre los amigos que habían dejado atrás. Elinor le refirió el encuentro con los peces linterna y el coronel recordó una anécdota similar que se remontaba a la época en que servía en las Indias Orientales, excepto que no habían sido peces linterna los que habían atacado el barco, sino pirañas, y en lugar de pilotar la embarcación con prudencia a través de la horda de pirañas, la tripulación había decidido saciar el apetito de éstas arrojando por la borda a un marinero, sujeto con grilletes, que había tratado de desertar.

Así, en un ambiente distendido, Elinor y el coronel siguieron conversando, ambos un tanto decaídos y pensando en otras cosas. Ella deseaba preguntar a Brandon si Willoughby estaba en la ciudad, pero temiendo herirle al inquirir por su rival, le preguntó por fin si había permanecido en la Estación Submarina Beta desde la última vez que se habían visto.

—Sí —respondió el coronel con cierta turbación—, prácticamente no me he movido de aquí. He ido un par de veces a Dela-ford, donde he pasado unos días, pero no he podido regresar a la costa de Devonshire.

Esto y el tono con que lo dijo hicieron que Elinor evocara de inmediato las circunstancias que habían rodeado la marcha de Brandon de la isla. Temía que su pregunta hubiera denotado una mayor curiosidad de la que sentía.

En esto apareció la señora Jennings.

—¡Ah, coronel! —dijo con su habitual y estridente jovialidad—. Me alegro monstruosamente de verlo...

Al oír esa palabra tan inoportuna, Elinor soltó una exclamación de asombro, Brandon fijó la vista en sus manos, y hasta la señora Jennings, a la que nada solía turbar, palideció al darse cuenta de su traspiés.

—Ay, lo siento... Me alegro muchísimo de verlo... No quise decir que me alegraba monstruosamente, como insinuando que usted... Lo lamento... Le ruego me disculpe, pero no he tenido más remedio que echar una mirada a mi alrededor, para resolver unos asuntos, pues hacía mucho que estaba fuera de casa. Pero, dígame, coronel, ¿cómo se ha enterado de que yo estaría hoy en la Estación Submarina?

—Tuve el placer de enterarme en la residencia del señor Palmer, donde estuve cenando.

—¿De veras? ¿Cómo está Charlotte? Seguro que a estas alturas estará hinchada como un pez globo.

—La señora Palmer parecía estar perfectamente, y me encargó que le dijera que mañana vendrá a visitarla.

—Por supuesto, ya lo suponía. Bien, coronel, he traído a dos damiselas conmigo. Ahora sólo hay una presente, pero la otra debe de estar en alguna parte. Su amiga, la señorita Marianne, también ha venido, lo cual imagino que le complacerá. No sé qué van a hacer el señor Willoughby y usted con respecto a ella. ¡Ah, es maravilloso ser joven y agraciado...! —La señora Jennings volvió a palidecer—. En todo caso, joven... Pero dígame, coronel, ¿dónde se ha metido desde que nos separamos? ¿Y cómo van sus negocios? ¿Me engañan mis ojos o tiene menos cosas de ésas en la cara que antes? ¿No? ¡Vaya por Dios! No me mienta, no debe haber secretos entre amigos.

El coronel Brandon respondió con su acostumbrada amabilidad a todas las preguntas de la señora Jennings, pero sin satisfacerla en ninguna. Elinor se puso a cortar en porciones un molde gelatinoso de bizcocho para acompañar el té, y Marianne tuvo que aparecer de nuevo.

A partir del momento en que la joven entró en la habitación, el coronel Brandon se mostró más pensativo y silencioso que antes, acariciando de forma distraída sus tentáculos y mirando alrededor de la habitación con aire ausente. La señora Jennings no consiguió convencerlo para que se quedara un rato más. Esa noche no se presentaron más visitas, y las damas decidieron unánimemente retirarse pronto. No obstante, un banco de peces payaso se dedicó a golpear el cristal de la Cúpula durante hora y media, entre la medianoche y la una y media, impidiéndoles conciliar el sueño. Cuando por fin cesaron, las tres se sumieron en un plácido sueño.

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