Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (9 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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—En cierta ocasión conocí a una dama muy parecida a su hermana en cuanto a temperamento y mentalidad —prosiguió Brandon, absorto en sus recuerdos—, que pensaba como ella, pero que debido a un cambio forzoso..., a una serie de penosas circunstancias...

—Pero ¿qué diantres...? —gritó sir John echando a correr desde las dunas, donde se había servido otra copa de Diablo Negro, hacia donde la marea rompía con furia sobre la playa.

Sorprendida y atemorizada, Elinor se refugió instintivamente en los brazos de Brandon, tras lo cual se apartó de inmediato, al tiempo que se limpiaba unos mocos de los tentáculos de su hombro.

—¿Qué ocurre, sir John? —preguntó el coronel.

Los asistentes a la fiesta se detuvieron al percatarse de lo que pasaba, profundamente alarmados, y no sin razón. El agua subió rápidamente por la playa hasta alcanzarles los tobillos, y de pronto apareció una medusa descomunal, cuya corpulencia doblaba la del hombre más fornido que había presente. Surgió torpemente entre el oleaje, temblequeando y gimiendo. Los sirvientes sucumbieron al terror. Elinor, que observaba estremecida desde su lugar junto a la hoguera, vio que a uno de los guardias le temblaban las piernas, mientras otro echaba a correr despavorido hacia el interior de la isla. Sólo sir John tuvo la presencia de ánimo y el arrojo de afrontar el peligro que les amenazaba; de un salto que desmentía su avanzada edad, tomó una brasa candente y se apresuró hacia la orilla para encararse con el monstruo.

La trémula bestia marina resultó ser más veloz que cualquier criatura carente de patas u otro medio visible y natural de locomoción. «Una anomalía de la naturaleza» es la descripción más suave de ese gigantesco buque de guerra. Antes de que sir John pudiera alcanzarlo con su antorcha, el monstruo atravesó la playa con tres increíbles movimientos y arrojó su repugnante y chorreante cuerpo sobre una desventurada joven llamada Marissa Bellwether.

Ante la mirada horrorizada de los demás, la señorita Bellwether desapareció entre los trémulos pliegues de la bestia con forma de manta y fue engullida por ésta. Los ácidos intestinales de la gigantesca medusa disolvieron su carne, emitiendo un espeluznante sonido chisporroteante, seguido por un tremendo eructo. Acto seguido, con la velocidad con que había aparecido, el monstruo se arrastró de nuevo hacia el mar; la marea se retiró y todos comprobaron que lo único que quedaba de la señorita Bellwether era un montón de huesos corroídos, un puñado de pelo y un corsé de ballenas.

Elinor se volvió hacia Brandon, pero comprobó que éste había corrido junto a Marianne. Entonces se acercó a sir John, quien, sosteniendo todavía su improvisada antorcha, estaba agachado junto a los restos de la desdichada joven. El anciano procedió a examinar minuciosamente las pruebas, sacando un monóculo de un bolsillo interior para analizar el escenario del crimen. Pero no fueron los huesos ni el puñado de pelo lo que le llamó la atención, sino un hilo de una viscosa baba azul verdosa que relucía a la luz de la luna, junto a la orilla.

—¿Qué es eso, sir John? —inquirió Elinor—. ¿Una baba tóxica que secretó el maléfico cnidario mientras asesinaba a la pobre Marissa?

—Peor aún —respondió el anciano. Y luego, sacudiendo su canosa cabeza, repitió—: Peor aún. Si no me equivoco..., se trata de la Bestia Colmilluda..., la temible Bestia Colmilluda de Devon-shire...

Ante la mirada horrorizada de los demás, la señorita Bellwether desapareció entre los trémulos pliegues de la bestia con forma de manta y fue engullida por ésta.

—Disculpe —dijo Elinor alisándose la falda—. ¿Qué ha dicho?

—Nada —contestó sir John—. Nada en absoluto. Beba un poco de ponche, querida.

12

A la mañana siguiente, Elinor y Marianne regresaron a casa caminando después de la triste ceremonia celebrada en la playa, durante la cual los restos de la señorita Bellwether habían sido recogidos en una bolsita y arrojados solemnemente al océano. Marianne aprovechó la ocasión para comunicar a Elinor una noticia, la cual sorprendió a ésta por la insólita muestra de imprudencia y falta de juicio de su hermana. Marianne le contó alborozada que Willoughby le había regalado su caballito de mar domesticado, del que él mismo se había encargado de eliminar todo instinto de odio hacia los seres humanos, en el acuario que tenía en Somersetshire y que utilizaba para realizar experimentos, uno de los pocos acuarios de ese género que existían fuera de la Estación Submarina Beta, y que el caballito de mar, con sus escamas iridiscentes multicolores, había sido adiestrado para satisfacer las sensibilidades de una mujer. Marianne había aceptado el regalo sin vacilar, sin tener en cuenta que a su madre no le haría gracia tener un caballito de mar en casa, y que su mantenimiento requería un acuario adecuado, amén de un equipo especialmente diseñado para hacer ejercicio, y un sirviente bien entrenado para ocuparse de él.

—Willoughby se propone enviar de inmediato al capitán de su barco a Somersetshire en busca de él —añadió Marianne—, y cuando llegue, lo contemplaremos y le daremos de comer algas todos los días. Confío en que compartas su utilización conmigo. Imagina, querida Elinor, el gozo que nos deparará verle describir pequeños círculos en su acuario.

Elinor comprendió muy a su pesar todas las turbadoras verdades relativas al asunto, y durante un rato se negó a someterse a ellas. Luego comenzó a dudar de que su hermana hubiese obrado correctamente al aceptar semejante regalo de un hombre al que apenas conocía, o en todo caso que hacía poco que había conocido. ¡Eso era demasiado!

—Te equivocas, Elinor —respondió Marianne con vehemencia—, al suponer que conozco poco a Willoughby. Es cierto que no hace mucho que nos conocemos, pero le conozco tan bien como a cualquier otro ser en el mundo, salvo a ti y a mamá. No es el tiempo o la oportunidad lo que determinan el grado de intimidad, sino el carácter. Siete años serían insuficientes para que algunas personas llegaran a conocerse a fondo, y siete días bastarían para otras. Me consideraría culpable de cometer una mayor incorrección al aceptar un caballito de mar de mi hermano que de Willoughby. A John le conozco muy poco, aunque hemos vivido juntos durante muchos años; pero de Willoughby me formé una opinión en el mismo instante en que cortó de un tajo el poderoso tentáculo que me rodeaba el cuello.

Elinor comprendió que era más prudente no proseguir con el tema. Conocía el mal genio de su hermana. El hecho de oponerse en un asunto tan delicado sólo serviría para que se mantuviera en sus trece. Pero al hacerle ver las molestias que representaría para su madre tener que ocuparse del caballito de mar, Marianne se calmó un poco, y prometió no mencionarle esa imprudente atención de que había sido objeto, y explicar a Willoughby que debía rechazar su regalo.

Marianne cumplió su palabra, y cuando el joven se presentó más tarde a bordo de su veloz y elegante kayak de una sola plaza, Elinor la oyó expresarle su consternación en voz baja, explicando que se veía obligada a rechazar el regalo del caballito de mar.

—¿Prefiere una artemisa salina? —le preguntó Willoughby—. ¿O una estrella de mar?

Marianne declinó también esos ofrecimientos, y él respondió con tono quedo:

—Pero, Marianne, el caballito de mar sigue siendo suyo, aunque no pueda utilizarlo ahora. Lo conservaré hasta que pueda reclamarlo. Cuando abandone esta inhóspita isla para establecerse en un hogar más permanente, el Rey Jacobo, Caballito de Mar, la recibirá.

Elinor oyó esas palabras, y por la totalidad de la frase, y el hecho de que Willoughby llamara a su hermana por su nombre de pila, comprendió al instante un significado tan directo que confirmaba la relación entre ambos. A partir de ese momento no dudó de que estuvieran prometidos, y la sorprendió que no le hubieran informado a ella, ni a ninguno de sus amigos, de su compromiso.

A la mañana siguiente Margaret le contó algo que situó el asunto en una luz más clara. Willoughby había pasado la tarde anterior con ellas, y Margaret, que había permanecido sentada sola en un rincón del salón, dibujando un tosco mapa de la isla Pestilente, pues ahora ya conocía sus dimensiones, había tenido la oportunidad de observar ciertos detalles, que procedió a comunicar, con expresión importante, a su hermana mayor.

—¡Ay, Elinor! —exclamó—. Tengo que contarte dos secretos. El primero se refiere a Marianne. Estoy segura de que se casará muy pronto con el señor Willoughby. Tiene un mechón de pelo de ella.

—Cuidado, Margaret —respondió Elinor—. Quizá sea un mechón de pelo de un tío abuelo de él.

—No, Elinor, es de Marianne. Estoy casi segura de ello, pues le vi cortárselo. Ayer tarde, después del té, cuando mamá y tú salisteis de la habitación, ambos se pusieron a cuchichear y a hablar rápidamente. Parecía como si el señor Willoughby rogara algo a Marianne, y de pronto cogió sus tijeras y le cortó un mechón de pelo, que Marianne llevaba suelto. Luego lo besó, lo depositó en un pedazo de papel blanco, bien doblado, y lo guardó en su monedero.

De esos pormenores, descritos con una seguridad tan aplastante, Elinor no podía dudar, pero al segundo secreto de Margaret, aunque para la niña tenía mayor importancia que el primero, no concedió crédito alguno, pues se trataba de una complicada historia sobre una serie de cuevas que supuestamente había hallado en la parte meridional de la isla, y de una raza tribal que habitaba en ellas... Elinor, que no dejaba de pensar en el compromiso matrimonial de Marianne, regañó a Margaret por inventarse historias y la envió, temprano y protestando, a la cama.

La sagacidad de la pequeña de las Dashwood con respecto a los sentimientos de sus hermanas no siempre era manifestada de forma satisfactoria para Elinor. Una noche, en la isla Viento Contrario, la señora Jennings pidió a Margaret que le revelara el nombre del caballero que gozaba de las preferencias de Elinor. La chica respondió mirando a su hermana y diciendo:

—No debo decírselo, ¿verdad, Elinor?

Esa ocurrencia, como es natural, hizo reír a todos, y Elinor trató de reírse también. Pero le costó no pocos esfuerzos. Estaba convencida de que Margaret había pensado en una persona cuyo nombre no quería que se convirtiera en objeto de chanzas para la señora Jennings.

Marianne lamentó sinceramente el apuro en que se hallaba su hermana mayor, pero no hizo sino empeorar la situación ruborizándose y espetando a Margaret indignada:

—Recuerda que, sean cuales sean tus conjeturas, no tienes ningún derecho de repetirlas.

—Nunca he hecho ninguna conjetura al respecto —replicó Margaret—. Me lo contaste tú misma.

Eso incrementó la hilaridad de los presentes, y la señora Jennings insistió a la jovencita en que les diera más detalles.

—Por favor, señorita Margaret, cuéntenos más cosas. Yo la ayudaré a atraparlo, Elinor, le doy mi palabra. ¡Conozco un sortilegio que, recitado como es debido en una noche de luna llena, es capaz de seducir a cualquier hombre! ¿Cómo se llama ese caballero, Margaret?

—Margaret —interrumpió Marianne con vehemencia—, sabes que todo eso es invento tuyo, que esa persona no existe.

—Pues será que ha muerto hace poco, Marianne, porque estoy segura de que ese hombre existe, y que su nombre empieza por efe. Pero te ruego que te dejes de esas trivialidades, teniendo en cuenta los siniestros hechos que se ocultan en esta isla, debajo de la superficie de...

Pero los presentes, encabezados por la señora Jennings, seguían riéndose a mandíbula batiente y nadie oyó lo que dijo la joven. Elinor se sintió muy agradecida a lady Middleton cuando ésta observó, en el momento en que la hilaridad alcanzó su apoteosis, que «la lluvia emana hoy un olor intensamente sulfuroso», aunque pensó que esa inocua interrupción obedecía menos a una gentileza de su señoría hacia ella que al profundo rechazo que le inspiraban los groseros motivos de guasa que divertían a su esposo y a su madre. Con todo, la idea apuntada por lady Middleton fue recogida de inmediato por el coronel Brandon, que siempre tenía muy en cuenta los sentimientos de los demás, y ambos hicieron diversos comentarios sobre la lluvia, su persistencia e insoportable hedor. Willoughby sacó su ukelele y pidió a Marianne que ejecutara un baile escocés, y así, tras diversos intentos por parte de varios de los presentes de cambiar de tema, por fin lo consiguieron. Pero Elinor no se recobró con facilidad del sobresalto que se había llevado.

Esa noche organizaron un grupo para salir a navegar al día siguiente en el barco de tres palos de sir John, el Shell-Cracker, con el propósito de explorar los restos del Mary, un imponente buque de guerra de la armada inglesa que había naufragado tras una batalla feroz con un pulpo hacía varios decenios, y que se hallaba sumergido en el fondo del mar a un cuarto de milla de la isla Calavera, en la zona más remota del archipiélago. El buque abandonado, en cuyas cubiertas crecían corales y madreperlas y en las que se veían los esqueletos de sus tripulantes, corroídos por la sal, que seguían ocupando trágicamente sus puestos de combate, era considerado un verdadero prodigio, y sir John, que se deshizo en elogios sobre el barco, sin duda era un buen juez, ya que había organizado varias expediciones para visitarlo al menos dos veces cada verano durante los diez últimos años.

El coronel Brandon fue designado codirector de la expedición, pues, como sir John explicó delicadamente a las Dashwood, su «condición» le permitía respirar bajo el agua, y por tanto conducir a los demás integrantes del grupo, uno por uno, a través del buque hundido y llevarlos rápidamente a la superficie cuando comenzara a faltarles el aire. La proeza de someterse a una inmersión prolongada, observó sir John, no era realizada con frecuencia por Brandon, pues no le gustaba recordar a nadie su singular defecto, como si alguien, añadió la señora Jennings con tono socarrón, pudiera olvidarlo.

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