Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
Elinor se vio obligada a poner fin a esas expectativas.
—¿Que no vendrán a la Estación Submarina Beta? —protestó la señora Palmer con una carcajada—. Me llevaré un disgusto si no lo hacen. Puedo conseguirles un magnífico amarradero, junto al nuestro. ¡Es preciso que vengan!
Las Dashwood le dieron las gracias, pero se resistieron a sus ruegos.
—Amor mío —dijo la señora Palmer dirigiéndose a su marido, que acababa de entrar en la habitación—. Tienes que ayudarme a convencer a las señoritas Dashwood para que vengan a la Estación Beta este invierno.
Su amor no respondió. Acto seguido, tras saludar a las damas con una leve inclinación, empezó a quejarse del tiempo.
—¡Esta niebla tan espesa es espantosa! —dijo—. Es como la muerte, insaciable, inevitable, abrumadora. ¿Cómo se le ocurre a sir John no instalar una sala de billar en su casa? ¡Muy pocos saben el solaz que ofrece!
Los otros convidados no tardaron en llegar. Después de que todos se sentaran en el comedor, los criados pusieran la mesa, sirvieran el armadillo asado y encendieran los candelabros de la pared, sir John observó contrariado que eran tan sólo ocho comensales.
—Querida —dijo a lady Middleton—, me disgusta que seamos tan pocos. ¿Por qué no invitaste a los Gilbert a comer hoy con nosotros?
—¿No te dije, sir John, cuando me lo comentaste hace un rato, que era imposible? A la señora Gilbert no le gusta la carne de armadillo, pues teme que sus placas cubiertas de escamas córneas le perforen los intestinos.
—Tonterías —terció la señora Jennings, arrancando una carcajada de aprobación a sir John, pero una mirada de reproche del señor Palmer.
—Tu comentario revela tu mala educación —dijo éste a su suegra.
—Amor mío, siempre contradices a todo el mundo —terció su esposa con su acostumbrada risa—. Eres un grosero.
—No sabía que contradecía a nadie al decir que tu madre es una maleducada.
—Puedes criticarme cuanto quieras —dijo la afable anciana—. Me has quitado de encima a Charlotte, te la llevaste en un saco y no puedes devolvérmela. Por lo que te llevo ventaja.
Charlotte rió de buena gana al pensar que su marido no podía librarse de ella, y dijo, con tono exultante, que no le importaba lo enojado que estuviera con ella, puesto que tenían que convivir juntos. Era imposible tener un carácter más afable o mostrarse más resuelta a ser feliz que la señora Palmer. La calculada indiferencia, insolencia y rudeza de su marido no la afectaba lo más mínimo, y cuando éste la regañaba o criticaba, ella se lo tomaba con buen humor.
—¡Qué divertido es el señor Palmer! —comentó en voz baja a Elinor, mientras su marido sacudía la cabeza ante la insondable estupidez que le rodeaba—. Siempre está de mal humor.
Pese a la explicación de sir John sobre el intenso hastío que el mundo producía al señor Palmer, Elinor se negaba a disculparlo por mostrarse tan profunda e invariablemente grosero como deseaba aparecer. Era posible que se le hubiera agriado el carácter al constatar, como tantos otros hombres, que estaba casado con una mujer extremadamente necia, por más que él mismo hubiera decidido raptarla, entre muchas posibles concubinas, de su aldea natal.
—Querida señorita Dashwood —dijo la señora Palmer al cabo de unos minutos—, debo pedirles un favor a usted y a su hermana. ¿Vendrán a visitarnos estas Navidades? Le ruego que acepten; vengan cuando estén los Weston con nosotros. Amor mío —añadió dirigiéndose a su marido—, ¿no crees que debemos insistir en que las señoritas Dashwood vengan a visitarnos?
—Desde luego —respondió el señor Palmer con tono socarrón—. He venido a Devonshire justamente con ese propósito.
—Ya lo ven —dijo su esposa—. Como han comprobado, el señor Palmer desea que vengan, de modo que, jovencitas, no pueden negarse.
Ambas hermanas se apresuraron a declinar con firmeza la invitación.
—Insisto en que vengan. Estoy segura de que les gustará mucho. Los Weston se alojarán con nosotros, y lo pasaremos muy bien.
Elinor se vio de nuevo obligada a rechazar la invitación, y cambiando de tema para referirse al gigantesco atún que había intentado hacía poco devorar a su madre, puso fin a los ruegos de la señora Palmer. Supuso que, dado que vivían en la misma comarca, la señora Palmer quizá pudiera darle algunos detalles sobre el carácter de Willoughby. Empezó preguntándole si tenía una amistad íntima con él.
—Sí, querida, lo conozco muy bien —respondió la mujer—. En realidad, nunca he hablado con él personalmente, pero le veo con frecuencia en la ciudad. Curiosamente, yo no me hallaba nunca en la costa de Devonshire cuando él estaba en la isla de Allen-ham. No obstante, me atrevo a decir que le habría visto a menudo en Somersetshire, de no darse la desafortunada circunstancia de que nunca hemos coincidido en ese lugar. Según creo, Willoughby pasa poco tiempo en Combe, pero aunque residiera allí de forma permanente, no creo que el señor Palmer fuera a visitarlo, pues queda muy lejos, y el señor Palmer detesta a toda la humanidad. Ya sé por qué me pregunta por Willoughby: su hermana va a casarse con él.
—Vaya —respondió Elinor—, sabe usted más sobre el asunto que yo, si tiene motivos para creer que va a celebrarse ese matrimonio.
—No lo niegue, porque sabe muy bien que todo el mundo lo comenta. Yo misma he oído decirlo aquí. —¡Estimada señora Palmer!
—Palabra de honor. El lunes por la mañana me encontré con el coronel Brandon en Bond Causeway, poco antes de que partiéramos de la Estación Submarina, y me lo contó de inmediato.
—Me sorprende usted. ¿Que el coronel Brandon se lo dijo? Debe de estar confundida. Aunque esa información fuera cierta, jamás habría creído al coronel capaz de semejante cosa.
—Le aseguro que es verdad. Cuando nos encontramos con él, empezamos a hablar de mi hermano y mi hermana, una cosa condujo a la otra, y le dije: «He oído decir que una nueva familia ocupa Barton Cottage, y mi madre me ha escrito diciéndome que son muy guapas, y que una de ellas va a casarse con el señor Willoughby de Combe Magna. ¿Es cierto?»
—¿Y qué respondió el coronel?
—No dijo gran cosa. Ya sabe, empezó a balbucir y a gemir, como hace a veces sin querer. Pero por su expresión deduje que era cierto.
—¿Se sentía bien el coronel Brandon?
—Sí, estaba perfectamente, y lleno de admiración hacia ustedes. No dejó de elogiarlas, pobre hombre.
—Me siento halagada por los cumplidos del coronel. Me parece un hombre excelente y extraordinariamente agradable, al menos en lo que se refiere a su carácter, pues su naturaleza física es otra cosa muy distinta.
—A mí también me lo parece. Es una lástima que el maleficio de una bruja marina le haya afectado de ese modo. Mi madre dice que el coronel también está enamorado de su hermana. Le aseguro que, en caso de ser cierto, es un gran cumplido, pues nunca se enamora de nadie.
—¿Es muy conocido el señor Willoughby en la zona de Somersetshire donde residen ustedes?
—No creo que le conozca mucha gente, porque Combe Magna queda muy alejado, pero todos le tienen por un joven muy agradable, desde luego. Como sin duda ha observado, presenta una figura imponente, con su sombrero de piel de nutria, sus aletas de buceo y su orangután que le hace de criado. Puede decirle a su hermana que el señor Willoughby goza de gran consideración en todas partes. Su hermana es una joven muy afortunada por haberlo conquistado, y él por haberla conquistado a ella, pues Marianne es muy guapa y agradable. —La información de la señora Palmer sobre Willoughby no tenía gran trascendencia, pero cualquier testimonio a su favor, por pequeño que fuera, complacía a Elinor.
—¿Hace mucho que conoce al coronel Brandon? —inquirió ésta.
—Sí. Es un buen amigo de sir John. —La señora Palmer añadió en voz baja—: Creo que al coronel Brandon le habría complacido conquistarme, de haber podido. La mera idea de ser su esposa me produce náuseas y un extraño temor que no alcanzo a definir. En realidad, soy muy feliz. El señor Palmer es el tipo de hombre que me gusta.
Como si con sólo pronunciar su nombre le hubiera invocado, el señor Palmer entró en ese preciso momento en la habitación y se detuvo ante Elinor, haciendo caso omiso de la presencia de su esposa.
—¿Cuánto tiempo llevan viviendo en la isla Pestilente? —preguntó con sequedad, señalando a través de la ventana la isla que se veía a lo lejos, coronada por la escarpada colina con la cima llana apodada Monte Margaret. Elinor le explicó la situación de su familia, pero el señor Palmer apenas le prestó atención. Se limitó a mirar por la ventana, con ojos entornados y mirada ausente, como si viera algo en ese desolado paraje que no deseaba ver, como si comprendiera algo que no deseaba comprender.
Los Palmer partieron al día siguiente para regresar a su residencia habitual, una casa flotante llamada TheCleveland, amarrada frente a la costa de Somersetshire. Elinor apenas había borrado de su mente a los últimos visitantes que habían recibido cuando sir John le procuró nuevas amistades a las que ver y observar.
Durante la travesía que emprendió una mañana a Plymouth en busca de provisiones, el anciano conoció a dos amables señoritas y las invitó sin más ceremonia a Viento Contrario. Lady Middleton se sintió más que alarmada al enterarse de que iba a recibir la visita de dos señoritas a las que no había visto en su vida, de cuya elegancia —e incluso de su tolerable refinamiento— no tenía prueba alguna. Su alarma aumentó cuando sir John comentó de pasada que una perca sol del tamaño de un carruaje tirado por cuatro caballos, con dos hileras de dientes de león, había estado a punto de hundir el clíper. Charles, el remero, a quien lady Middleton apreciaba mucho, había forcejeado con el animal valerosamente, arremangándose y sumergiendo sus manos desnudas en las agitadas aguas para partir la espina vertebral al monstruo, pero en el fragor de la batalla había caído por la borda al mar, donde su enemigo había demostrado ser un combatiente más feroz. La detallada descripción de sir John sobre el incidente, concretamente el sonido de los dientes de la perca sol al clavarse en el cráneo de Charles, consternó a lady Middleton casi tanto como la noticia de la llegada de las futuras huéspedes.
No obstante, dado que era imposible evitarlo, lady Middleton se resignó a la idea, con el majestuoso porte de la princesa isleña que era —o había sido antes de su forzado matrimonio—, contentándose con reprender levemente a su marido cinco o seis veces al día por haberlas invitado a alojarse en su casa.
Por fin llegaron las misteriosas jóvenes: su aspecto no revelaba una ausencia de refinamiento o elegancia. Iban bien vestidas, sus modales eran corteses, se mostraron encantadas con la casa, extasia-das con los muebles, y manifestaron sentir tal adoración por los niños, que antes de que llevaran una hora en la isla Viento Contrario lady Middleton se había formado una opinión muy favorable de ellas. Declaró que eran unas chicas muy agradables, lo cual en su señoría equivalía a una admiración sin límites. Esas encendidas alabanzas hicieron que aumentara la confianza de sir John en su propio criterio, y se apresuró a dirigirse a Barton Cottage para informar a las señoritas Dashwood de la llegada de las señoritas Steele, y asegurarles que eran las jóvenes más dulces del mundo. Sin embargo, las Dashwood no pudieron deducir gran cosa de sus encomiásticas palabras. Elinor sabía que uno podía encontrarse con las jóvenes más dulces del mundo en cualquier parte de Inglaterra, con todas las posibles variantes de figura, rostro, talante e inteligencia. Sir John deseaba que toda la familia se trasladara de inmediato en canoa a la isla Viento Contrario para conocer a sus invitadas. ¡El viejo aventurero era tan bondadoso y filantrópico que no podía por menos de compartir a un par de forasteras con otras personas!
—Deben venir enseguida-dijo sir John—. ¡Se lo ruego! ¡Es preciso! ¡Lucy es monstruosamente bonita, además de simpática y agradable! En estos momentos está ayudando a lady Middleton en la cocina, arrancando las alas a las libélulas para triturarlas y elaborar con ellas una pasta. Ambas hermanas ansian conocerlas, pues han oído decir en Plymouth que son ustedes las criaturas más hermosas del mundo, cosa que yo he corroborado. Estoy seguro de que les encantarán. ¿Cómo pueden llevarme la contraria negándose a venir? —Mientras exhortaba a las Dashwood a que fueran a Viento Contrario, parecía como si los viejos ojos de sir John fueran a saltársele de las órbitas, al tiempo que se tiraba de la barba para hacer hincapié en sus ruegos.
Pero el anciano no consiguió su propósito. Tan sólo obtuvo la promesa de que las jóvenes irían a visitarlos a Viento Contrario dentro de un par de días, y se marchó sorprendido por la indiferencia de éstas, para regresar a casa y deshacerse en elogios ante las señoritas Steele sobre las atractivas Dashwood, al igual que se había deshecho en elogios ante éstas sobre las señoritas Steele. Sir John empezó temprano a darle al ron, y cuanto más bebía, más alardeaba de sus amigas; bebiendo, alardeando, bebiendo y alardeando, hasta quedarse dormido en la hamaca, sosteniendo en sus correosas manos un coco medio lleno de ponche.
Cuando por fin les presentaron a las jóvenes, las señoritas Dashwood no hallaron nada digno de admiración en el aspecto de la mayor, Anne, que tenía casi treinta años y un rostro feúcho y nada sensible; pero en Lucy, que no tenía más de veintitrés años, reconocieron una considerable belleza. Tenía rasgos armoniosos, una mirada perspicaz y un aire inteligente que confería distinción a su persona. Ambas hermanas tenían modales extremadamente corteses, y Elinor no tardó en percatarse de su singular sentido común, al observar el constante y atinado afán que ponían en caerle bien a lady Middleton. Le formularon preguntas educadas sobre su antigua vida como princesa de una raza isleña, y se mostraron encantadas con sus hijos, destacando su belleza, esforzándose en congraciarse con ellos y satisfaciendo sus caprichos. Una madre entregada a sus hijos, a quien complace que los demás los elogien, es el ser humano más rapaz y a la vez más crédulo.
—¡Qué dulce es lady Middleton! —comentó Lucy Steele cuando la dama regresó a la cocina para preparar el postre: un pastel cocido al horno, ligeramente glaseado, que contenía un gusano, servido en rodajas, para que la persona a quien le tocara la porción con el gusano se llevara un premio.
Marianne guardó silencio. Le resultaba imposible decir lo que no sentía, por trivial que fuera la ocasión, de modo que la tarea de mentir por cortesía recayó, como de costumbre, en Elinor. Ésta hizo lo que pudo a la hora de referirse a lady Middleton con más entusiasmo del que sentía, aunque con mucho menos que la señorita Lucy.