Seis tumbas en Munich (5 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Intriga, #Policial

BOOK: Seis tumbas en Munich
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—¿Por qué no salimos a tomar el aire y caminar un poco?

El americano sonrió, asintiendo con la cabeza. La mujer de Moltke no los vio salir.

Mientras caminaban por las calles de la ciudad, el norteamericano preguntó:

—¿A usted no le suena mi cara?

Moltke hizo una mueca:

—Pues ahora que lo dice, mi querido amigo, me resulta familiar; pero piense que me presentan a multitud de personas. —Estaba un poco impaciente; quería que el americano fuese al grano.

Con una ligera sensación de inquietud, Moltke se percató de que entraban en un callejón desierto. Entonces el americano se le acercó al oído y susurró algo que casi hizo que se le parara el corazón.

—¿Se acuerda del
Rosenmontag
de 1945, en Munich? ¿El Palacio de Justicia?

Ahí fue cuando Moltke recordó la cara; no se sorprendió cuando el americano dijo:

—Me llamo Rogan.

En el miedo que atenazaba a Moltke había también una abrumadora vergüenza, como si por primera vez se creyera realmente culpable.

Rogan vio que Moltke lo había reconocido. Condujo al asustado hombrecito al interior del callejón, consciente de que temblaba de pies a cabeza.

—No le haré daño —dijo Rogan—. Sólo quiero información sobre sus otros camaradas. Sé de Karl Pfann y de los hermanos Freisling. ¿Cómo se llamaban los otros tres y dónde puedo encontrarlos?

Moltke estaba aterrorizado. Echó a correr torpemente por el callejón; pero Rogan lo alcanzó sin dificultad, corriendo a su lado como si estuvieran entrenando. Acercándose al costado izquierdo del austríaco, Rogan desenfundó la Walther que llevaba en la sobaquera y, sin dejar de correr, ajustó el silenciador al cañón. No sintió lástima; no había piedad. Tenía los pecados de Moltke grabados en el cerebro; su memoria los había reproducido miles de veces. Era Moltke quien sonreía cuando Christine gritaba de dolor en la sala contigua, y Moltke el que había murmurado: «Vamos, no te hagas el héroe a costa de ella. ¿Es que no quieres que nazca tu hijo?» Tan persuasivo, tan razonable... cuando sabía que Christine ya estaba muerta. Moltke era el menos importante del grupo, pero los recuerdos que guardaba de él debían morir. Rogan le descerrajó dos disparos en las costillas; Moltke cayó de bruces y patinó por el suelo. Rogan continuó corriendo, salió del callejón y volvió al hotel. Al día siguiente, tomó un vuelo con destino a Hamburgo.

En Hamburgo, no le había resultado nada difícil localizar a Karl Pfann. Éste había sido el más despiadado de los siete interrogadores, pero su brutalidad tan literalmente animal había hecho que Rogan lo despreciara menos que a los otros. Pfann actuaba conforme a su manera de ser; era un hombre simple, estúpido y cruel. Rogan lo mató con menos odio del que había sentido al matar a Moltke. Todo había ido según lo planeado, pero Rogan no había contado con conocer a Rosalie, la chica alemana de la fragancia de rosas y su inocente y neutra amoralidad.

Acostado ahora junto a ella en la habitación del hotel, Rogan la acarició. Le había contado toda la historia, convencido de que Rosalie no lo delataría... o quizá con la esperanza de que lo hiciera y así poner fin a su carrera de asesino.

—¿Todavía te gusto? —preguntó.

Rosalie asintió, tomando una mano suya y llevándosela a un pecho.

—Deja que te ayude —dijo—. Esos hombres no me importan. Me da igual que mueran o no. Pero tú si me importas, bueno, un poquito. Llévame a Berlín y haré todo lo que me digas.

Rogan sabía que ella le era del todo sincera. La miró a los ojos, y la inocencia infantil que vio en ellos lo inquietó, igual que su inexpresividad emocional; era como si hacer el amor y matar a alguien estuviesen, para ella, a la misma altura ética.

Rogan decidió llevarla consigo. Le gustaba su compañía, y Rosalie podía ayudarle mucho. Además, parecía cierto que a ella no le importaba nada ni nadie más. Y Rogan no pensaba implicarla directamente en las ejecuciones.

Al día siguiente, se la llevó de compras a la Esplanade y a las galerías del Baseler Hospitz. Le compró dos conjuntos nuevos que resaltaban su piel rosada, el azul de sus ojos. Luego regresaron al hotel, hicieron el equipaje y, después de cenar, tomaron el vuelo nocturno a Berlín.

4

Unos meses después de terminada la guerra, a Rogan lo habían derivado del hospital de veteranos al cuartel general del Servicio de Inteligencia estadounidense en Berlín. Le habían pedido que investigara a varios sospechosos de crímenes de guerra para ver si eran alguno de los siete que lo habían torturado en el Palacio de Justicia de Munich. Su caso constaba como Expediente A23.486 en los archivos de la Comisión Aliada para Crímenes de Guerra. Entre los sospechosos no había ninguno de los que él recordaba tan bien, de modo que lo mandaron de vuelta al hospital de veteranos. Antes, sin embargo, dispuso de unos días para vagar por la ciudad, y ver los escombros de tantos y tantos hogares destruidos le proporcionó una salvaje satisfacción.

La gran ciudad había cambiado mucho. Las autoridades de Berlín occidental habían renunciado a retirar los setenta millones de toneladas de ruinas generadas por los bombardeos aliados durante la guerra. Los escombros habían sido arrumbados hasta formar colinas artificiales, en las que después se habían plantado flores y pequeños arbustos. Parte de aquellos escombros habían servido para rellenar los cimientos de altísimos bloques de pisos construidos al más moderno estilo arquitectónico. Berlín se había convertido en una descomunal ratonera de piedra y acero, una ratonera en la que de noche afloraban los más perniciosos nidos de vicio de toda la Europa de posguerra.

Rogan se hospedó con Rosalie en el Kempinski Hotel, ubicado en la confluencia de Kurfürstendamm y Fasenenstrasse, tal vez el hotel más elegante de toda Alemania Federal. Hizo unas cuantas llamadas telefónicas a algunas de las empresas colaboradoras y concertó una cita con la agencia de detectives a la que había estado pagando durante los últimos cinco años.

Para celebrar su primer día juntos en Berlín, llevó a Rosalie a comer al Ritz, donde servían la mejor comida oriental. Rogan observó divertido lo contenta que comía Rosalie y el enorme apetito que demostraba. Pidieron sopa de nido de pájaro, que parecía una maraña de sesos vegetales manchados de sangre negruzca. El plato favorito de Rosalie fue una combinación de langosta, cerdo y porciones marronáceas de ternera a la nuez moscada; pero también le encantaron las costillas a la brasa y el pollo con guisantes tiernos. Probó las gambas con salsa tamari y asintió en señal de aprobación. Todo ello acompañado de varias raciones de arroz frito e innumerables tazas de té. En conjunto, un almuerzo pantagruélico, aunque Rosalie dio cuenta de ello sin esfuerzo aparente. Acababa de descubrir que existía otra comida aparte del pan, la carne y las patatas. Rogan, sonriendo al verla tan feliz, dejó que rebañara las fuentes.

Por la tarde fueron de compras a Kurfürstendamm, cuyos bien iluminados escaparates iban perdiendo brillo, color y contenido a medida que la avenida se aproximaba al Muro. Rogan regaló a Rosalie un costoso reloj de oro con una tapa especial de piedras preciosas que se deslizaba hacia atrás cuando querías mirar la hora. Rosalie chilló de contento y Rogan pensó irónicamente que, así como a los hombres se los gana por el estómago, a las mujeres se las gana con regalos, cuantos más mejor. Sin embargo, cuando ella se inclinó para darle un beso y Rogan sintió unos palpitantes labios en los suyos propios, aquel cinismo desapareció por completo.

Por la noche la llevó al Eldorado Club, donde los camareros vestían como chicas y las chicas como chicos. Después fueron al Cherchelle Femme, sobre cuyo escenario unas chicas guapísimas se despojaban de la ropa como lo harían en su propia alcoba, todo ello salpicado de risitas sensuales y tocamientos vulgares. Al final, las chicas bailaban frente a unos enormes espejos con sólo unas medias negras y una boina roja en la cabeza. Rogan y Rosalie terminaron la noche en el Badewanne de Nürnberg Strasse. Bebieron champán y comieron diminutas salchichas blancas sirviéndose de los dedos y limpiándose en el mantel, como hacía todo el mundo.

Para cuando volvieron a la suite del hotel, Rogan estaba ya casi enfermo de deseo. Quería hacer el amor de inmediato; pero Rosalie, que reía como loca, se zafó de él y se metió en el dormitorio. Frustrado, Rogan se quitó la chaqueta y la corbata y empezó a prepararse un combinado en el pequeño bar de la suite. Al cabo de unos minutos, oyó que Rosalie lo llamaba con su dulce voz casi adolescente. Rogan se volvió en redondo.

Sobre sus rubios cabellos, Rosalie llevaba un sombrero nuevo que él le había comprado en Hamburgo, un encantador modelo con cintas verdes. Sus piernas lucían largas medias negras que le llegaban casi a la cadera. Y, entre el sombrero verde y las medias negras, estaba ella... desnuda. Rosalie se aproximó lentamente a él, sonriendo de esa manera intensa y feliz con que sonríe una mujer que arde de pasión.

Rogan estiró el brazo. Ella lo esquivó y se dirigió al dormitorio, seguida rápidamente por él, que iba quitándose la ropa sobre la marcha. Luego, cuando hizo ademán de tocarla, ella no se movió. Y, ya acostados en la cama extragrande, él pudo oler una vez más la fragancia a rosas de su cuerpo y palpar aquella piel aterciopelada como los pétalos de una rosa, mientras iniciaban un periplo amatorio que acabó sofocando los ruidos de la noche berlinesa; los lastimeros gritos de los animales encerrados en el Tiergarten, bajo las ventanas de la suite, y las fantasmagóricas imágenes de muerte y venganza que pululaban por el vulnerable cerebro de Rogan.

5

Rogan quería que su primer contacto con Eric y Hans Freisling pareciese casual. Al día siguiente alquiló un Mercedes, se acercó a la gasolinera de los hermanos y pidió que le revisaran el coche. Lo atendió Hans, y cuando Rogan fue a la oficina para pagar vio allí a Eric, sentado en una butaca de piel mientras revisaba la contabilidad.

Los dos Freisling habían envejecido bien; tal vez porque, para empezar, ninguno de ellos había sido atractivo de joven. El paso de los años había tensado aquellas bocas de expresión astuta, los labios ya no eran tan generosos. Vestían con más elegancia que antes y su manera de expresarse era menos vulgar. Pero seguían siendo innobles, sólo que ahora no se trataba de asesinar, sino simplemente de robar.

La agencia de alquiler había revisado el Mercedes ese mismo día y todo estaba correcto. Sin embargo, Hans Freisling se disponía a cobrarle veinte marcos por unos pequeños ajustes mecánicos, y añadía que era preciso cambiar la correa del ventilador. Rogan sonrió y dijo que adelante. Mientras le cambiaban la correa, se dedicó a charlar con Eric y aprovechó para comentarle que trabajaba en la fabricación de ordenadores y que pasaría un tiempo en Berlín. Fingió no percatarse del codicioso interés que se reflejó en el rostro de Eric Freisling. Y, cuando Hans entró para decir que ya había cambiado la correa del ventilador, Rogan le dio una cuantiosa propina y se marchó. Después de aparcar frente al hotel, abrió el capó del Mercedes: no le habían cambiado la correa del ventilador.

Rogan visitaba asiduamente la estación de servicio de los Freisling con el Mercedes. Los hermanos, aparte de birlarle el dinero con la gasolina o el aceite, se mostraban extraordinariamente amistosos, y Rogan entendió que tramaban algo, aunque aún no sabía de qué podía tratarse. Sin duda, lo habían tomado por un primo, un alma cándida. Pero él, pensó, también tenía planes para los dos. Antes de matarlos, sin embargo, debía sonsacarles los nombres y las señas de los otros tres interrogadores, sobre todo del jefe. Mientras tanto, procuraba aparentar calma para no asustarlos. Siguió utilizando su dinero como cebo y esperó a que los Freisling movieran ficha.

El fin de semana siguiente, domingo por la tarde, recibió un aviso de la recepción del hotel: dos hombres deseaban verle. Rogan sonrió a Rosalie. Los Freisling habían mordido el anzuelo. Pero fue Rogan quien se llevó una sorpresa. Aquellos hombres eran dos desconocidos. Mejor dicho, uno sí y el otro no. Rogan reconoció de inmediato al más alto de los dos. Era Arthur Bailey, el agente del Servicio de Inteligencia estadounidense que, hacía más de nueve años, lo había interrogado en Berlín sobre su «ejecución» y le había pedido que identificara a varios sospechosos. Bailey miró impasible a Rogan mientras le mostraba su identificación.

—Acabo de repasar su expediente, señor Rogan —dijo—. No se parece usted en nada a las fotos de hace años. Cuando lo vi el otro día, no lo reconocí.

—¿Y eso cuándo fue? —preguntó Rogan.

—Hace como una semana, en la gasolinera Freisling —respondió el agente. Era un individuo larguirucho, muy del Medio Oeste, con un acento inequívocamente americano como lo eran su pose y la ropa que vestía. Rogan se extrañó de no haber reparado en él en la gasolinera.

Bailey le sonrió amablemente.

—Ya que los ha mencionado, creemos que los hermanos Freisling son agentes de la Alemania comunista, además de estafadores. Por eso, cuando usted se presentó por allí y pareció trabar cierta amistad con ellos, nos pusimos a investigar. Llamamos a Washington, comprobamos sus visados y todo lo demás. Luego, al leer su expediente, hubo algo que me llamó la atención y me hizo ir a la hemeroteca. Finalmente, lo comprendí. Usted ha conseguido localizar a los siete hombres que lo torturaron y ha venido para liquidarlos. Primero cayó Moltke en Viena; después, Pfann en Hamburgo. Y los hermanos Freisling son los siguientes en la lista, ¿verdad? —He venido a Alemania a vender ordenadores —dijo Rogan, con cautela—. Nada más.

Bailey se encogió de hombros.

—Lo que haga o deje de hacer me trae sin cuidado. No soy un policía alemán. Pero se lo diré bien claro: a los Freisling no les toque ni un pelo. He invertido mucho tiempo para conseguir las pruebas, y detrás de ellos podría caer toda una red de espías del Este. No quiero que los liquide usted y quedarme yo con una pista ciega...

De repente, Rogan comprendió el interés que habían demostrado por él los hermanos Freisling.

—¿Les interesan los datos técnicos de mis nuevos ordenadores? —preguntó a Bailey.

—No me extrañaría nada. Los ordenadores, los de última generación, están en la lista de embargo a los países comunistas. Pero no es eso lo que me preocupa; sé cuáles son sus intenciones, Rogan. Y se lo advierto: si da ese paso, puede contarme entre sus peores enemigos.

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