—¿Estás seguro de que es el que buscas? —preguntó Rosalie, nerviosa.
—Lo es; tiene que serlo —respondió Rogan—. Eric y Hans no podrían haber dado el mismo nombre, si no. —Hizo una pausa—. Iremos a su casa después de cenar. Cuando le vea la cara, sabré si es el jefe del equipo, por mucho que haya cambiado. Pero seguro que es él, ya verás. Ese tipo era un aristócrata de verdad.
Fueron en coche hasta la dirección de Von Osteen, valiéndose de un mapa de la ciudad. La casa estaba en un barrio elegante; de hecho, era una mansión. Rogan aparcó y subieron los escalones de piedra hasta la maciza puerta señorial. Había una aldaba de madera con forma de cabeza de jabalí. Rogan llamó dos veces. Casi al momento, la puerta se abrió y apareció un mayordomo alemán a la antigua usanza, tremendamente gordo, servil. En un tono muy frío, dijo:
—Bitte, mein herr.
—Venimos a ver a Klaus von Osteen —dijo Rogan—. Es por un asunto confidencial. Dígale sólo que nos envía Eric Freisling.
—¡Lástima! —repuso el mayordomo en un tono menos frío. Sin duda, conocía el apellido Freisling—. El magistrado Von Osteen y su familia están de vacaciones en Suiza y tienen previsto ir a Suecia, Noruega e Inglaterra. Hasta dentro de un mes, no regresarán.
—¡Vaya! —exclamó Rogan—. ¿Y sabe dónde se hospedan ahora... la dirección?
El mayordomo sonrió, y su cara se transformó en un mapa de sebosa orografía.
—No —dijo—. El magistrado no sigue un programa, y solamente es posible contactar con él a través de canales oficiales. ¿Desea dejarle un mensaje, señor?
—No —respondió Rogan.
De vuelta en la pensión, Rosalie le preguntó:
—¿Qué piensas hacer?
—Tendré que jugármela —dijo él—. Iré a Sicilia para localizar a Genco Bari. Si todo sale bien, viajaré a Budapest y me ocuparé de Wenta Pajerski. Ya volveré a Munich para acabar con Von Osteen.
—Pero ¿y tu visado de entrada? —inquirió Rosalie—. Bailey lo habrá cancelado.
—Mira, yo estuve en esto del espionaje. Ya encontraré la manera de conseguir un pasaporte falso, o un visado falso. Y si Bailey se me acerca demasiado, entonces tendré que olvidar que es compatriota mío.
—¿Y qué será de mí? —preguntó Rosalie.
Rogan tardó en responder:
—Estoy haciendo lo posible por que cada mes puedas cobrar un dinero fijo, una renta que seguirá vigente pase lo pase.
—¿No vas a llevarme contigo? —dijo Rosalie.
—No puede ser. Tendría que conseguirte papeles y, si te llevara conmigo, jamás podría despistar a Bailey.
—Entonces te esperaré aquí, en Munich.
—De acuerdo. Pero tienes que hacerte a la idea de que no me verás durante un tiempo. Es muy probable que no salga impune de todo esto. Seguro que me cazan cuando acabe con Von Osteen.
Rosalie apoyó la cabeza en su hombro.
—No importa —dijo—. Te esperaré el tiempo que haga falta; ¿me lo permitirás, Michael?
Él le acarició el pelo, diciendo:
—Pues claro. Y ahora, ¿me harás un favor?
Ella asintió con la cabeza.
—Estaba mirando el mapa —dijo Rogan—. Podemos llegar a Bublingshausen en cuatro horas. Creo que sería bueno para ti ver ese sitio otra vez.
Rogan notó que toda ella se ponía tensa, la espalda arqueada de puro terror.
—¡Oh, no! ¡No!
Rogan la estrechó entre sus brazos.
—Pasaremos en coche por allí, será sólo un momento —dijo—. Verás cómo es ahora. Así quizá dejes de recordar cómo era antes. Puede que todo se vuelva borroso. Inténtalo. Conduciré muy rápido, te lo prometo. ¿Recuerdas que eso fue lo primero que le dijiste al médico, que querías volver a Bublingshausen?
El cuerpo de Rosalie había dejado de temblar.
—Está bien —dijo finalmente—. Volveré. Pero contigo.
A la mañana siguiente, cargaron las cosas de Rogan en el Opel. Habían decidido que después de pasar por Bublingshausen seguirían rumbo a Frankfurt, donde Rogan podría tomar un avión hasta Sicilia. Rosalie volvería en tren a Munich y esperaría allí a Rogan.
—Cuando haya terminado en Sicilia y Budapest —le había asegurado Rogan—, regresaré a por Von Osteen. Y lo primero que haré será volver a la pensión. —En esto, le había mentido. Planeaba verla otra vez sólo si mataba a Von Osteen y lograba escapar.
El Opel recorría a gran velocidad las carreteras alemanas. Rosalie iba muy apartada de Rogan, pegada a la puerta contraria y mirando hacia fuera. Hacia mediodía, él le preguntó:
—¿Quieres que paremos a comer?
Rosalie negó con la cabeza. Al acercarse a Bublingshausen, se fue haciendo un ovillo en el asiento. Rogan se desvió de la
Autobahn
y, al poco rato, entraban en la ciudad de Wetzlar, cuyas fábricas de productos ópticos habían sido el primer objetivo de los bombarderos americanos que habían matado a los padres de Rosalie. El Opel avanzó despacio entre el denso tráfico de la ciudad hasta que llegaron al rótulo que, pintado de amarillo con una flecha hacia la carretera secundaria, decía «Bublingshausen». Rosalie hundió la cara entre sus manos para no ver nada.
Rogan condujo despacio. Al entrar en el pueblo, lo examinó con detenimiento. No se veían señales de la guerra. Estaba totalmente reconstruido, sólo que las casas ya no eran de madera pintada, sino de hormigón y acero. Había niños jugando en la calle.
—Ya estamos —dijo—. ¡Mira!
Rosalie seguía con la cara tapada. No respondió. Rogan condujo más despacio, de manera que el coche fuese fácil de dominar, estiró el brazo y separó las manos de Rosalie para obligarla a contemplar su pueblo natal.
Lo que sucedió entonces lo tomó por sorpresa. Rosalie se volvió hacia él, muy enfadada, y dijo:
—Éste no es mi pueblo. Te has equivocado. No reconozco nada.
Pero luego la calle se desviaba hacia campo abierto, y allí estaban las parcelas valladas, huertos particulares, cada cancela con el nombre del propietario impreso en una teja lacada de amarillo. Rosalie volvió a mirar, y Rogan se dio cuenta de que ahora sí reconocía el pueblo. Vio que ella empezaba a toquetear la manija de la portezuela y frenó. Rosalie salió disparada y echó a correr con torpeza hacia los huertos. Se detuvo, miró hacia lo alto y, finalmente, volvió la cabeza hacia Bublingshausen. Rogan vio que todo su cuerpo se arqueaba de angustia y, cuando ella se dejó caer al suelo, él salió del coche corriendo a su encuentro.
Rosalie estaba sentada de cualquier manera, con las piernas estiradas, llorando. Rogan no había visto a nadie llorar con tal desolación. Lloraba como un niño pequeño, con unos alaridos que habrían resultado cómicos si no le hubieran salido tan de dentro, estremecedores. Rascaba la tierra con las uñas como si quisiera infligirle daño. Rogan aguardó de pie a su lado, pero ella no dio muestras de saber que estaba allí.
Dos chicas que no tendrían más de catorce años se acercaron por la carretera del pueblo. Llevaban unos sacos en brazos e iban charlando alegremente. Franquearon las cancelas de sus huertos y se pusieron a cavar. Rosalie levantó la cabeza y ellas la miraron con curiosidad y cierta envidia. Envidia, sin duda, por la ropa que llevaba y por el hombre de aspecto acaudalado que la acompañaba. Rosalie dejó de llorar. Recogió las piernas e hizo que Rogan se sentara a su lado en la hierba.
Luego acunó la cabeza en su hombro y lloró, quedamente, durante mucho rato. Rogan entendió que ahora, por fin, era capaz de sentir verdaderamente la muerte de sus padres, y la del hermano que yacía en una tumba rusa. Y comprendió que, de muy joven, Rosalie había sufrido un shock que le impedía aceptar conscientemente su pérdida y la había llevado a la esquizofrenia y el manicomio. Ahora, pensó Rogan, tenía la oportunidad de superarlo.
Cuando hubo terminado de llorar, Rosalie se quedó sentada un momento mirando el pueblo y luego a las dos muchachas que cavaban. Éstas no dejaban de robarle miradas, devorar con los ojos sus caras prendas de vestir, examinar fríamente su belleza.
Rogan la ayudó a levantarse.
—Esas dos te envidian —dijo.
Rosalie asintió, sonriendo tristemente.
—Y yo a ellas.
Siguieron rumbo a Frankfurt y, una vez allí, Rogan llevó el coche a la oficina de la agencia de alquiler, en el aeropuerto. Rosalie esperó con él hasta que fue el momento de embarcar y, antes de despedirse, le preguntó:
—¿No podrías olvidarte de los otros, no podrías dejarlos vivir?
Rogan negó con la cabeza.
—Si te pierdo ahora, será el fin para mí —dijo ella, abrazándolo—. Estoy segura. Déjalos en paz, por favor.
—No puedo —dijo Rogan—. Quizá podría olvidarme de Genco Bari y del húngaro, pero a Klaus von Osteen jamás podré perdonarlo. Y, como él tiene que morir, los demás, también. Así son las cosas.
Ella seguía aferrada a él.
—Olvídate de Von Osteen —suplicó—. Da igual. Déjale que viva y así tú también vivirás, y yo seré feliz. Yo podré vivir feliz.
—No puedo —dijo él.
—Ya sé. Mató a tu mujer e intentó matarte a ti. Pero era la guerra y todos se mataban los unos a los otros. —Meneó la cabeza—. Intentaron asesinarte a ti, pero piensa que ése era un delito que cometía todo el mundo. Tendrías que matar a toda la humanidad para vengarte.
Rogan la apartó de sí.
—Soy consciente de todo lo que acabas de decir. He pensado mucho en ello todos estos años. Podría haberlos perdonado por matar a Christine y torturarla; podría haberlos perdonado por torturarme e intentar matarme a mí. Pero Von Osteen hizo algo que jamás podré olvidar ni perdonar. Me hizo algo que me ha privado de vivir en el mismo planeta que él, mientras él siga con vida. Me destruyó, me destrozó sin balas, sin levantar siquiera la voz. Fue más cruel que todos los demás. —Hizo una pausa, y notó que la sangre se le agolpaba contra la placa del cráneo—. En sueños, mato a Von Osteen; pero luego le devuelvo la vida para poder matarlo otra vez.
Los altavoces anunciaban su vuelo. Rosalie le dio un beso apresurado y dijo en voz baja:
—Te estaré esperando en Munich. En la misma pensión. No me olvides.
Rogan la besó en los ojos y en la boca.
—Por primera vez desde que esto empezó, espero salir con vida —dijo—. Antes me daba igual. No te olvidaré.
Dio media vuelta y echó a andar por la rampa hacia el avión.
Mientras sobrevolaba Alemania en el crepúsculo vespertino, Rogan tuvo otra visión de cómo se había reconstruido el país. Las ciudades convertidas en escombros habían renacido con más chimeneas de fábrica, con agujas de acero aún más altas. Quedaban, sin embargo, feas cicatrices, partes arrasadas, las lacras de la guerra.
Esa misma noche estaba en Palermo; se había alojado en el mejor hotel e iniciado ya su búsqueda. Al preguntar al gerente si conocía a alguien llamado Genco Bari, el hombre se había encogido de hombros y hecho un gesto de impotencia: Palermo tenía una población de 400.000 habitantes. Él no podía conocerlos a todos, ¿verdad,
signore?
A la mañana siguiente, Rogan contactó con una agencia de detectives para que localizaran a un tal Genco Bari. Les dio un generoso adelanto y prometió un plus si lograban dar con él. Después hizo una ronda por los departamentos oficiales: primero fue al consulado de Estados Unidos, luego habló con el jefe de policía de Palermo y, finalmente, visitó la redacción del principal periódico regional. En ninguna parte sabían nada de un tal Genco Bari.
Rogan pensó que era imposible no dar con él. Genco Bari tenía que ser un hombre de fortuna, puesto que era miembro de la mafia. Pero entonces comprendió que ahí estaba precisamente el problema. Nadie le iba a dar información sobre un capo mafioso. En Sicilia, primaba la ley de la
omerta.
El código del silencio era una arraigada tradición local: no dar nunca información de ninguna clase a las autoridades. El castigo por quebrantar la
omerta
era una muerte rápida y violenta. Así pues, ante la curiosidad de un extranjero, tanto el jefe de policía como la agencia de detectives se sentían incapaces de recabar información. Seguramente, también ellos acataban esa tácita ley.
Al término de la primera semana, Rogan estaba ya pensando en viajar a Budapest cuando recibió una visita inesperada. Era Arthur Bailey, el agente del Servicio de Inteligencia norteamericano en Berlín.
Bailey le tendió la mano sonriente, para darle a entender que iba en son de paz.
—Voy a echarle una mano —dijo—. He averiguado que tiene usted mucho enchufe en Washington y no quisiera salir mal parado. Bueno, también tengo motivos personales. Quiero evitar que eche por tierra, sin quererlo, buena parte del trabajo de base que hemos venido realizando en Europa para organizar redes de información.
Rogan se quedó mirándolo un buen rato. Era imposible dudar de la sinceridad de Bailey, de su simpatía y cordialidad.
—Está bien —dijo al fin—. Pues empiece ya y dígame dónde puedo encontrar a Genco Bari.
Ofreció una copa al flaco agente. Bailey se sentó, se relajó y tomó un sorbo de whisky escocés.
—No hay problema, se lo diré. Pero tiene que prometerme que dejará que le ayude hasta el final. Después de Bari, le toca el turno a Pajerski en Budapest y, luego, a Von Osteen en Munich, o a la inversa. Debe prometerme que seguirá mis consejos. No quiero que lo atrapen, porque eso provocaría un efecto dominó en nuestros contactos, un sistema de información que ha costado muchos años y millones de dólares.
Rogan no sonrió ni quiso mostrar excesiva camaradería:
—Vale. Usted dígame dónde está Bari... ¡ah!, y asegúrese de conseguirme un visado para Budapest.
—Genco Bari vive en una finca tapiada a las afueras de Villalba, una localidad en el centro de Sicilia. Los visados para entrar en Hungría lo esperan en Roma cuando esté usted listo. Y nada más llegar a Budapest, quiero que se ponga en contacto con el intérprete húngaro de nuestro consulado. Se llama Rakol. Él le proporcionará toda la ayuda que necesite y organizará su salida del país. ¿Le parece bien?
—Por supuesto —dijo Rogan—. Y cuando regrese a Munich, ¿me pongo en contacto con usted o será al revés?
—Me pondré en contacto yo —respondió Bailey—. Descuide, sabré dar con usted.
Bailey se terminó el whisky. Luego, cuando Rogan lo acompañó al ascensor, dijo como si tal cosa:
—Las pistas que usted dejó al cargarse a esos cuatro tipos han hecho posible que supiéramos lo que sucedió en el Palacio de Justicia de Munich. Así me enteré de Bari, Pajerski y Von Osteen.