Seis tumbas en Munich (14 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Intriga, #Policial

BOOK: Seis tumbas en Munich
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—Soy tan feliz, tan feliz. He venido aquí cada noche durante todo este tiempo, y siempre pensaba que podías haber muerto y que yo no me enteraría y seguiría viniendo aquí hasta el día de mi muerte.

Estrechándola, sintiendo su calor, Rogan notó que el punzante frío que se había apoderado de su cuerpo empezaba a menguar, y le pareció que revivía. En ese momento, supo que nunca podría abandonar a Rosalie.

17

Fueron en taxi hasta la pensión, y Rosalie lo condujo a la habitación donde había vivido todo ese tiempo. Era un lugar agradable, mitad dormitorio, mitad salón, con un pequeño diván verde entre ambos espacios. Encima de la mesa había un jarrón de rosas marchitas, parte de cuyo aroma pendía todavía en el aire. Rogan abrazó a Rosalie no bien hubieron cerrado la puerta, se desnudaron a toda prisa y se metieron en la cama, pero lo que siguió estuvo lastrado por la tensión, fue como hacer el amor a la desesperada.

Compartieron un cigarrillo a oscuras, y entonces Rosalie rompió a llorar.

—¿No podrías olvidar todo este asunto? —preguntó entre susurros—. ¿Por qué no lo dejas?

Rogan no respondió. Sabía lo que ella quería darle a entender: si no mataba a Von Osteen, su vida, la de ellos dos, podría comenzar de nuevo. Ambos seguirían vivos. En cambio, si iba a por Von Osteen, tendría muy pocas posibilidades de escapar. Pero Rogan jamás podría contar a otro ser humano lo que Von Osteen le había hecho en el Palacio de Justicia de Munich; era demasiado vergonzoso, en el sentido de que había sido vergonzosa la manera en que habían intentado matarle. Rogan sólo sabía una cosa: si no mataba a Von Osteen, no podría seguir viviendo. No podría pasar una sola noche sin pesadillas mientras Von Osteen siguiera con vida. Tenía que matar al séptimo y último hombre para poner paz en su propio interior.

No obstante, de alguna extraña manera, temía el momento de encararse al magistrado. Tuvo que recordarse a sí mismo que ahora la víctima sería Von Osteen, y Von Osteen gritaría de miedo y se desplomaría aterrorizado. Pero le costaba imaginárselo. En aquellos espantosos días, cuando los siete hombres lo torturaron en el Palacio de Justicia muniqués, días de pesadilla en que los gritos de Christine en la sala contigua hacían que se estremeciera de angustia, Rogan había acabado considerando a Von Osteen algo así como un dios, casi había llegado a adorarlo, aun con miedo.

Rosalie estaba dormida, con el rostro húmedo después de haber llorado. Rogan encendió otro cigarrillo. Su mente, su irreductible memoria y toda la angustia del recuerdo lo transportaron de nuevo a aquella sala de techo alto en el Palacio de Justicia de Munich.

A primera hora de la mañana, los carceleros entraban en su celda con pequeñas porras de caucho y un cubo metálico para los vómitos. Con las porras le golpeaban el estómago, los muslos, la ingle. Acorralado contra los barrotes de hierro de su celda, Rogan notaba cómo la bilis le subía a la boca, y entonces devolvía. Uno de los carceleros recogía diestramente el vómito en el balde. Nunca le hacían preguntas. Le pegaban de manera automática, como si sentaran la pauta para el resto del día.

Otro carcelero le llevaba un carrito con el desayuno: un pedazo de pan negro y un plato con un mazacote grisáceo que llamaban «gachas de avena». Obligaban a Rogan a comer y, como él siempre estaba hambriento, engullía las gachas y mordisqueaba el pan, que era rancio y gomoso. Una vez había terminado de comer, los carceleros se ponían en corro a su alrededor como para pegarle otra vez. El miedo físico, la debilidad corporal causada por la malnutrición y la tortura, hacían que a Rogan le resultara imposible controlar sus intestinos. Sus tripas se soltaban sin que pudiera evitarlo, y notaba que el pantalón se volvía pegajoso a medida que la comida fluía de su cuerpo apenas digerida.

Cuando el hedor se hacía insoportable dentro de la celda, los carceleros lo sacaban de allí y lo paseaban por el Palacio de Justicia. A aquella hora de la mañana no había nadie, pero Rogan sentía mucha vergüenza del rastro marrón y pestilente que iba dejando a su paso. Sus tripas seguían descontroladas y, aunque él hacía esfuerzos sobrehumanos para contenerlas, notaba que las perneras del pantalón se le humedecían. El olor nauseabundo le seguía por los pasillos, pero ahora los cardenales que tenía por todo el cuerpo neutralizaban su vergüenza hasta que llegaba el momento de sentarse ante sus interrogadores, y entonces aquel desastre viscoso se extendía por toda la parte baja de espalda y glúteos.

Los carceleros le esposaban brazos y piernas a una pesada silla de madera y dejaban las llaves sobre la larga mesa de caoba. En cuanto aparecía el primero de los siete interrogadores, los guardias se marchaban. Luego iban entrando los demás componentes del equipo, algunos con vasos de café en la mano. Durante la primera semana de interrogatorios, Klaus von Osteen siempre llegó el último, y fue durante esta semana cuando Rogan sufrió torturas físicas «normales».

Dada la complejidad de la información que Rogan tenía que dar, los intrincados códigos y la energía mental requerida para recordar las pautas memorizadas, la tortura física resultó ser demasiado demoledora para el proceso mental. Tras una sesión de tortura, Rogan no habría podido proporcionar los códigos aunque hubiera querido. El primero en comprenderlo fue Von Osteen, de ahí que ordenara reducir al mínimo toda persuasión que entrañara violencia. A partir de ahí, Von Osteen fue siempre el primero del equipo en llegar cada mañana.

A esa hora temprana, el aristocrático y bien esculpido rostro de Von Osteen se veía pálido por el talco que se aplicaba después de afeitarse, y sus ojos aún conservaban algo de la modorra del sueño. Anterior a Rogan en una generación, era el padre que todo joven habría querido tener; de aspecto distinguido, pero no un petimetre; sincero, pero no empalagoso; serio, pero con un punto de humor; justo, pero severo. Y, en las semanas siguientes, Rogan, que estaba físicamente agotado por la falta de descanso y una mala alimentación, y por la tortura psíquica de que era objeto, empezó a ver en Von Osteen una especie de protectora figura paterna que lo castigaba por su propio bien. Como es lógico, intelectualmente Rogan rechazaba semejante pensamiento por absurdo: aquel hombre era el jefe de los torturadores, el responsable de su suplicio. Y sin embargo, emocional y esquizofrénicamente esperaba cada día a Von Osteen como el hijo espera a su padre.

La primera mañana que Von Osteen llegó antes que los demás, le puso un cigarrillo entre los labios y se lo encendió. Luego, sin hacerle preguntas, le explicó cuál era su posición: él, Von Osteen, cumplía su deber para con la patria. Rogan no debía tomarse el interrogatorio como algo personal. Él le tenía afecto. Por edad, Rogan casi podía haber sido el hijo que él nunca tuvo. Le inquietaba que se mostrara tan testarudo. ¿Qué finalidad podía tener aquella infantil obcecación? Los códigos secretos que Rogan guardaba en su cerebro ya no serían utilizados por los aliados, eso estaba claro. Había transcurrido demasiado tiempo para que cualquier información que les facilitara sirviese de nada. ¿Por qué no cejaba Rogan en su actitud y les ahorraba a todos tanto sufrimiento? Sí, los torturadores también sufrían con el torturado. ¿Acaso no se le había ocurrido pensarlo?

Luego le dio garantías. El interrogatorio terminaría pronto. La guerra, también. Rogan y su esposa, Christine, volverían a ser felices. La fiebre de la guerra llegaría a su fin y los seres humanos ya no tendrían que sentir miedo unos de otros. Rogan no debía desesperar. Y, al tiempo que decía esto, Von Osteen le iba dando palmaditas en la espalda.

Pero cuando entraban los otros interrogadores, la actitud de Von Osteen cambiaba por completo. Volvía a ser el jefe. Sus ojos hundidos perforaban los del prisionero. Su melodiosa voz se volvía áspera, estridente. Y cosa curiosa: era la aspereza propia del padre estricto, había en ella un deje de amor hacia el hijo descarriado. La personalidad de Von Osteen era tan magnética, tan poderosa, que Rogan se creyó el papel que el otro representaba; creyó que el interrogatorio era justo, y que él, Rogan, era el causante de su propio dolor físico.

Luego vinieron los días en que oía gritar a Christine en la sala contigua. Von Osteen ya no llegaba el primero, sino siempre el último. Y luego, el espantoso día en que lo llevaron a la sala contigua y le mostraron el fonógrafo y el disco donde estaba grabada la agonía de Christine. Sonriendo, Von Osteen le había dicho: «Murió el primer día de tortura. Te hemos estado engañando.» Y Rogan, que en aquel instante lo odiaba con suprema intensidad, había expulsado repentinamente bilis por la boca y manchado sus prendas carcelarias.

Aun entonces, Von Osteen mentía. Genco Bari afirmaba que Christine había muerto al dar a luz y Rogan creía a Bari. Pero ¿por qué había mentido Von Osteen? ¿Qué finalidad tenía hacer pasar a sus subordinados por más perversos de lo que eran? Y Rogan, al recordarlo, comprendió hasta qué punto había sido brillante la trama psicológica tras cada palabra y cada acto de Von Osteen.

El odio que sentía hacia los asesinos de su esposa le hizo desear estar vivo. Quiso estar vivo para poder matarlos a todos y regodearse con sus cuerpos torturados. Y fue ese odio, y la esperanza de vengarse algún día, lo que había vencido su resistencia y lo había llevado a dar a sus interrogadores, durante los meses siguientes, todos los códigos secretos que recordaba.

Von Osteen volvió a llegar el primero a la sala de interrogatorios. De nuevo insistió en consolar a Rogan con aquella voz preñada de magnetismo y comprensión. Pasados unos días, solía quitarle los grilletes de brazos y piernas y llevarle café y tabaco. Le aseguró una vez más que quedaría en libertad tan pronto como les hubiera dado todos los códigos. Y luego, una mañana, se presentó muy temprano, cerró con llave la puerta de la sala de techo alto y dijo a Rogan:

—He de contarte un secreto, pero debes prometer que no se lo dirás a nadie.

Rogan asintió en silencio. Con gesto grave pero amistoso, Von Osteen continuó:

—Tu mujer sigue viva. Ayer dio a luz a un niño. Los dos se encuentran bien y reciben las atenciones necesarias. Te doy mi solemne palabra de honor de que podréis reuniros los tres en cuanto hayas terminado de darnos toda la información que necesitamos. Pero ni se te ocurra comentar nada de esto con los demás. Podría haber problemas, puesto que con esta promesa estoy traspasando los límites de mi autoridad.

Pasmado como estaba, Rogan escrutó la cara de Von Osteen para averiguar si le mentía. Pero los ojos del alemán reflejaban la sinceridad y la bondad que parecían estar genéticamente grabadas en su estructura ósea. Rogan le creyó. Y pensar que Christine estaba viva, que pronto volvería a ver su dulce cara, que volvería a estrechar su suave y delgado cuerpo, que no estaba muerta y enterrada... todo esto pudo con él y entonces rompió a llorar. Von Osteen le dio una palmada en el hombro y dijo, con su suave e hipnótica voz:

—Lo sé, lo sé. No podía decírtelo antes. Todo ha sido un truco, forma parte de mi trabajo. Pero, como ya no es necesario seguir con la farsa, he querido darte la buena noticia.

Hizo que se secara las lágrimas y luego abrió la puerta de la sala de interrogatorios. Los otros seis esperaban fuera con vasos de café en la mano. Parecían molestos por haber sido excluidos, enfadados con su jefe, que parecía haberse aliado con la víctima.

Esa noche, en su celda, Rogan soñó con Christine y con el bebé al que no había visto. Curiosamente, la cara del niño era diáfana en el sueño —ancha y de mejillas sonrosadas—, pero la de Christine quedaba como en sombras. Cuando la llamaba, Christine salía a la luz y entonces él podía ver que era feliz. Cada noche soñaba con ellos.

Cinco días después era el
Rosenmontag
y, cuando Klaus von Osteen entró en la sala, Rogan vio que traía en brazos unas prendas de paisano. El alemán sonrió muy contento a Rogan y le dijo: «Hoy voy a cumplir la promesa que te hice.» Acto seguido, entraron los otros seis hombres. Felicitaron a Rogan como profesores que hubieran ayudado a su alumno preferido a licenciarse con matrícula de honor. Rogan empezó a cambiarse de ropa. Genco Bari le ayudó a anudarse la corbata, pero Rogan no dejaba de mirar a Von Osteen, formulándole una muda pregunta con los ojos, preguntando si vería a su mujer y a su hijo recién nacido. Y Von Osteen captó aquella mirada y, disimuladamente, asintió con la cabeza, tranquilizándolo al respecto. Entonces, unas manos encasquetaron el sombrero en la cabeza de Rogan.

Mientras estaba allí de pie, mirando sus caras de satisfacción, reparó en que faltaba uno. Justo en ese momento, notó el frío tacto del cañón del arma en la nuca, y alguien le inclinó el sombrero sobre los ojos. En aquella milésima de segundo lo comprendió todo y lanzó una última mirada de socorro a Von Osteen, gritando mentalmente: «¡Padre, padre, yo te creí! Padre, yo había perdonado todas vuestras torturas, todos vuestros engaños. Te perdono por asesinar a mi mujer y darme vanas esperanzas. Pero sálvame ahora. ¡Sálvame!» Lo último que vio antes de que reventara la parte posterior de su cráneo fue el afable rostro de Von Osteen transfigurándose en el de un diablo que se mofaba a carcajadas.

Ahora, con Rosalie a su lado en la cama, Rogan supo que no le bastaría con matar una sola vez a Von Osteen.

Tenía que haber un modo de devolverlo a la vida y así poder matarlo repetidas veces. Von Osteen había logrado ir hasta la esencia de los dos en tanto que seres humanos, para luego, como quien hace una broma, traicionar esa misma esencia.

Cuando Rogan se despertó, Rosalie ya tenía el desayuno listo. No había cocina en la habitación, pero ella usaba un hornillo para hacer café y había bajado a comprar panecillos. Mientras desayunaban, le dijo a Rogan que ese día Von Osteen no iba a estar en el Palacio de Justicia pero que, al día siguiente, le tocaba juzgar a un presidiario. Repasaron juntos todo lo que Rosalie sabía acerca de Von Osteen, lo que ya había contado a Rogan antes de su partida a Sicilia y lo que había averiguado después. Von Osteen era una figura política de mucho peso en Munich y contaba con el respaldo del Departamento de Estado estadounidense para subir a nuevas cotas de poder. Por ser magistrado, tenía a su disposición una escolta permanente, tanto en su casa como fuera de ella. Sólo estaba sin guardaespaldas en el interior del Palacio de Justicia, que contaba con su propio y numeroso contingente de guardias de seguridad. Rosalie le habló de su empleo como auxiliar de enfermería en el hospital del edificio.

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