Seis tumbas en Munich (8 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Intriga, #Policial

BOOK: Seis tumbas en Munich
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—Klaus von Osteen era el jefe del equipo —leyó Rosalie—. Fue él quien mató a tu mujer. —Pese a la expresión de angustia en la cara de Rogan, continuó leyendo.

La información coincidía, los hermanos habían consignado básicamente la misma información, los mismos nombres, pero sólo Hans había nombrado al asesino de Christine. Y, al comprobar Rogan los dos papeles, vio que Eric había dado la mínima información posible, mientras que Hans había incluido detalles como que Genco Bari pertenecía a la mafia y que probablemente fuera un pez gordo de la organización. No obstante, Rogan tuvo la impresión de que los hermanos se habían guardado algo que él debería saber. Vio que volvían a intercambiar miradas astutas, como felicitándose por el resultado.

Una vez más, Rogan fingió no percatarse de ello.

—Muy bien —dijo—. Habéis sido sensatos, de modo que cumpliré mi parte del trato. Ahora debo entregaros a la policía. Saldremos de aquí juntos y bajaremos por la escalera de atrás. Recordad esto: no intentéis huir. Yo iré detrás de vosotros. Si reconocéis a alguien cuando salgamos del hotel, no intentéis dar la voz de alarma.

Los dos hermanos parecían tranquilos, Eric incluso le miraba abiertamente con expresión burlona. Rogan era tonto, pensaban. ¿No se daba cuenta de que la policía los pondría de inmediato en libertad?

Rogan siguió haciendo el papel de tonto y serio.

—Otra cosa —añadió—. Cuando lleguemos abajo, os haré entrar en el maletero del coche. —Vio la cara de miedo que ponían—. No os asustéis y no arméis alboroto. ¿Cómo voy a controlaros, si tengo que conducir? —preguntó con toda lógica—. ¿Y cómo puedo ocultaros de cualquier amigo que pueda estar esperándoos fuera, cuando salga del aparcamiento?

—El maletero de tu coche es totalmente hermético. Lo hicimos nosotros mismos en el taller. Ahí dentro nos asfixiaremos. Eso es que quieres matarnos,

—Descuida —dijo Rogan—, luego mandé hacer unos pequeños respiraderos. No hay problema.

Eric escupió al suelo e intentó agarrar repentinamente a Rosalie, pero la droga lo había dejado muy débil y ella pudo zafarse sin dificultad. Mientras así lo hacía, una de sus largas uñas pintadas rozó a Eric en un ojo. Freisling gritó, llevándose una mano al ojo izquierdo, y Rosalie se apartó de la línea de fuego.

Hasta ese instante, Rogan había dominado su ira. Ahora, la sangre empezaba a agolpársele en la cabeza con aquel dolor tan familiar.

—¡Cabrón de mierda! —gritó a Eric—. Has dado la menor información posible. No dices que Klaus von Osteen mató a mi mujer. Cuando me jugaría algo a que tú le ayudaste. Y, ahora, no quieres meterte en el maletero porque crees que te voy a matar. Muy bien, hijo de la gran puta, pues te voy a matar ahora, aquí mismo. Te voy a machacar hasta dejarte hecho papilla. No, quizá sólo te vuele la tapa de los sesos.

Hans puso paz. Casi con lágrimas en los ojos, hablaba con dificultad entre sus labios hinchados y amoratados por el culatazo:

—¡Cálmate y haz lo que te dice el americano! ¿No ves que se ha vuelto loco? —dijo a su hermano.

Eric Freisling estudió el rostro de Rogan.

—Está bien —cedió—. Haré lo que tú me digas.

Rogan permaneció inmóvil. Rosalie se le acercó por detrás y le tocó para devolverlo a un plano de cordura. Entonces, la ira de Rogan empezó a menguar.

—¿Sabes lo que tienes que hacer cuando nos marchemos?

—Sí —contestó ella.

Rogan sacó a los dos hermanos de la suite y los llevó escaleras abajo por la parte de atrás. Llevaba la pistola en el bolsillo. Cuando salieron al aparcamiento, Rogan les dio instrucciones en voz baja hasta llegar a donde tenía aparcado el Mercedes. Luego hizo que se arrodillaran en el suelo de gravilla mientras procedía a abrir el maletero. Eric se metió primero, con dificultad, pues la droga todavía afectaba a sus movimientos. Miró por última vez a Rogan con total desconfianza, y éste lo empujó al interior del espacioso maletero. Cuando Hans montó, intentó sonreír; fue una sonrisa casi obscena, con los labios sanguinolentos y un par de dientes rotos.

—¿Sabes una cosa? —preguntó, mansamente—, me alegro de que haya pasado esto. En todos estos años, no he podido quitarme de la cabeza lo que te hicimos entonces. Creo que, psicológicamente, me ayudará ser castigado por ello.

—¿En serio? —dijo educadamente Rogan, y bajó con brusquedad la puerta del maletero.

8

Rogan dio vueltas por Berlín con el Mercedes durante un par de horas, para asegurarse de que los tubos de goma enviaran aire suficiente al maletero. Esto era para dar tiempo a Rosalie a cumplir su parte del plan. Debía ir al salón de baile del hotel, tomar copas, coquetear y bailar con hombres solteros y sin compromiso, de modo que luego todos recordaran su presencia. Ésa sería su coartada.

Hacia la medianoche, Rogan tiró del cable prendido del volante. Esto cortaría el paso de aire e introduciría monóxido de carbono en el maletero; los hermanos Freisling morirían en cuestión de media hora. Rogan se dirigió hacia la estación de ferrocarril.

Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, paró el coche. Su intención era matarlos como ellos habían querido hacerlo en Munich, sin avisar y dejándolos con la esperanza de salir en libertad. Quería matarlos como a animales... pero no podía.

Se bajó del Mercedes, fue a la parte de atrás y golpeó la chapa del maletero.

—¡Hans... Eric! —llamó, sin saber por qué usaba sus nombres de pila como si ya fueran amigos.

Volvió a llamar en voz baja pero apremiante, para avisarles de que iban camino de la perpetua oscuridad, de manera que pudiesen hacer examen de conciencia y rezar lo que tuviesen que rezar a fin de prepararse para el negro vacío. Volvió a golpear el maletero, esta vez con más fuerza, sin respuesta. Entonces comprendió lo que debía de haberles pasado. Bajo el efecto de la droga, seguramente los Freisling habían muerto al poco de conectar Rogan el monóxido de carbono. Para cerciorarse de que no fingían y en verdad estaban muertos, Rogan introdujo la llave en el maletero y abrió poco a poco la portezuela.

Aun con toda su maldad —el mundo salía ganando con aquella pérdida—, en sus últimos momentos los hermanos Freisling habían dado muestras de un toque humano. Estaban abrazados el uno al otro, y así habían muerto. No quedaba rastro de astucia ni perfidia en sus caras. Rogan los observó y pensó que había sido un error matarlos a los dos juntos. Sin querer, se había apiadado de ellos.

Cerró el maletero y condujo hasta la estación. Una vez allí, entró en el vasto aparcamiento y dejó el coche —uno más entre miles— en la parte que consideró más propensa a llenarse, junto a la entrada del lado este. Se apeó del Mercedes y echó a andar hacia el hotel. Por el camino, a la altura de una alcantarilla, dejó resbalar de su mano las llaves del coche.

Hizo a pie todo el recorrido desde la estación, de modo que eran casi las tres de la mañana cuando por fin entró en la suite del hotel. Rosalie lo esperaba levantada. Le llevó un vaso de agua para que se tomara las pastillas, pero Rogan ya notaba que la sangre se le agolpaba más y más en la cabeza. Primero el mareo acostumbrado, luego el sabor dulzón en la boca y, finalmente, aquel temible vértigo que lo envolvía, hasta empezar a caer... y caer... y caer...

9

Rogan tardó tres días en recuperar completamente la conciencia. Se hallaba todavía en la suite, tumbado en la cama, pero el dormitorio olía a hospital. Rosalie se acercó rápidamente al ver que estaba despierto. Detrás de ella, había un hombre barbudo de gesto malhumorado que recordaba al doctor alemán de ciertas películas cómicas.

—¡Ah! —exclamó el doctor con voz áspera—, por fin ha encontrado la manera de volver. Tiene suerte, mucha suerte. Pero ahora debo insistir en que vaya al hospital.

Rogan meneó la cabeza.

—Aquí estoy bien. Déme otra receta para mis pastillas. En un hospital, no voy a mejorar.

El médico se ajustó las gafas y se acarició la barba. Pese al camuflaje facial, se notaba que era joven y parecía más que perturbado por la belleza de Rosalie. Se volvió hacia ella para regañarla:

—Tiene que dar un respiro a este pobre hombre. Sufre fatiga nerviosa. Debe hacer reposo absoluto durante al menos dos semanas, ¿queda claro? —Arrancó de mala manera una hoja de su bloc de recetas y se la entregó a ella.

Alguien llamó a la puerta de la suite. Rosalie fue a abrir. Era el agente Arthur Bailey, de los Servicios de Inteligencia, que venía acompañado de dos inspectores alemanes.

—¿Dónde está su amigo? —preguntó a Rosalie.

Ella le señaló el dormitorio y los tres hombres fueron hacia allá.

—Está enfermo —dijo Rosalie, pero ellos ya habían entrado en la habitación.

A Bailey no pareció sorprenderle ver a Rogan en cama, y tampoco mostró la menor consideración para con el enfermo.

—De modo que al final lo hizo, ¿eh? —dijo, lacónicamente.

—¿Hacer el qué? —preguntó a su vez Rogan. Ahora se encontraba bien, y sonrió a Bailey.

—Dejémonos de tonterías —replicó el agente—. Los hermanos Freisling han desaparecido. Así como así. Dejaron la gasolinera cerrada, sus cosas están todavía en la vivienda y el dinero sigue en el banco. Eso sólo puede significar una cosa: que están muertos.

—No necesariamente —objetó Rogan.

Bailey se impacientó.

—Tendrá que responder a unas cuantas preguntas. Estos señores son de la policía política alemana. Deberá vestirse para ir con ellos a su cuartel general.

Intervino el joven doctor, con una voz airada y autoritaria:

—Este hombre no puede moverse de aquí.

Uno de los inspectores le dijo:

—Preocúpese de sí mismo. No querrá malgastar tantos años de facultad para acabar cargando con un pico y una pala, ¿verdad?

El doctor, contrariamente a lo que Bailey daba por sentado, se enojó aún más.

—Si mueven a este hombre de aquí, es muy probable que muera. Y, si eso pasa, los demandaré a ustedes y a su departamento por homicidio.

Los inspectores, perplejos ante ese desafío, no volvieron a abrir la boca. Bailey se quedó mirando al doctor.

—¿Cómo se llama usted? —inquirió.

El joven le hizo una reverencia, casi entrechocó los talones, y respondió:

—Thulman, para servirle. Y usted, caballero, ¿cómo se llama?

Bailey lo miró, tratando de intimidarlo, y luego inclinó la cabeza y entrechocó los talones para mofarse del médico.

—Bailey —dijo—. Y a este hombre lo vamos a trasladar al Halle.

El médico lo observó con absoluto desprecio.

—Soy capaz de hacer más ruido que usted con los talones, incluso estando descalzo. Su imitación del aristócrata prusiano es pésima, pero dejémoslo ahí. Le prohíbo que mueva a este hombre, porque resulta que está enfermo; su salud correría un grave peligro. No creo que pueda usted permitirse pasar por alto mis advertencias.

Rogan vio que los otros tres estaban totalmente pasmados. Él mismo lo estaba. ¿Por qué ese médico arriesgaba el pellejo por él?

—¿Se nos morirá si le hago unas cuantas preguntas aquí y ahora? —dijo Bailey con sarcasmo.

—No —respondió el doctor—, aunque se va a fatigar.

Bailey hizo un gesto de impaciencia y volvió su larguirucho cuerpo hacia Rogan.

—Me he encargado personalmente de que anulen sus visados para viajar por Alemania —dijo—. Me da igual lo que haga en otro país, pero lo quiero fuera de mi territorio. Y no intente volver con documentación falsa. Daré orden de que lo vigilen mientras permanezca en Europa. Ahora ya puede dar las gracias al médico.

Bailey abandonó la habitación, seguido de los dos inspectores alemanes. Rosalie los acompañó hasta la puerta.

—¿Es eso verdad? —preguntó Rogan al médico—. ¿No se me puede mover?

El joven se rascó la barba antes de contestar:

—En efecto. Sin embargo, puede usted moverse por su cuenta, porque eso no causará estrés psicológico a su sistema nervioso. —Sonrió—. Me disgusta que gente sana, más aún si son policías, trate desconsideradamente a un enfermo. No sé qué se trae usted entre manos, pero estoy de su parte.

Rosalie acompañó al doctor hasta la puerta y luego volvió y se sentó en la cama. Rogan apoyó una mano en las suyas.

—¿Todavía quieres quedarte conmigo? —preguntó. Rosalie asintió con la cabeza—. Entonces recoge todas tus cosas. Nos marchamos a Munich. Quiero ver a Klaus von Osteen antes que a los otros dos. Es el más importante.

Rosalie apoyó su cabeza en la de él.

—Te acabarán matando —dijo.

Rogan la besó.

—Por eso quiero acabar primero con Von Osteen. Me importa menos que los otros se salven, pero él es diferente. —Le dio un empujoncito—. Vamos, haz el equipaje.

Tomaron un avión por la mañana y, una vez en Munich, se alojaron en una pensión donde Rogan contaba con pasar inadvertido. Sabía que Bailey y la policía alemana le seguirían los pasos hasta Munich, pero probablemente tardarían unos días en averiguar su paradero. Para entonces, confiaba él, su misión habría terminado y estaría fuera del país.

Alquiló un turismo Opel mientras Rosalie iba a la biblioteca para buscar información sobre Von Osteen en la hemeroteca y conseguir su dirección particular.

Cuando se reunieron por la noche, Rosalie traía un informe completo. Klaus von Osteen era actualmente el magistrado de mayor rango en la jurisdicción muniquesa. Había empezado como el hijo gandul de una famosa familia noble emparentada con la realeza británica. Aunque había sido oficial del ejército alemán durante la guerra, no existía constancia escrita de que hubiese pertenecido al partido nazi. Poco antes de terminar la guerra, había resultado herido de gravedad; lo cual, aparentemente, lo convirtió en un hombre nuevo a sus cuarenta y tres años de edad. Reintegrado a la vida civil, había estudiado Derecho y llegado a ser, con el tiempo, uno de los mejores abogados de Alemania. Después entró en la escena política como moderado y partidario de la entente americana en Europa. Von Osteen tenía un futuro prometedor; se hablaba incluso de que podía llegar a canciller de la República Federal. Contaba con el apoyo de los industriales alemanes y las autoridades norteamericanas y, gracias a sus grandes dotes de orador, ejercía una magnética influencia en la clase obrera.

Rogan sonrió siniestramente.

—Sí, eso encaja. Tenía una voz tremenda, te creías todo lo que decía. Pero el muy cabrón supo borrar sus huellas.

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