La habitación olía mucho a rosas, y Rogan vio que tanto las cortinas como las sábanas tenían rosas bordadas. El camisón de la chica también estaba adornado con rosas. Ella le sonrió.
—Me llamo Rosalie. Me gusta todo lo que lleve rosas: el perfume, la ropa...
Parecía una niña orgullosa de su afición a las rosas, como si eso la convirtiera en alguien especial. A Rogan le pareció gracioso. Se sentó en la cama y le hizo señas para que se acercara. Rosalie obedeció y se le quedó de pie entre las piernas. Rogan percibió su delicado perfume, y pudo verle los pechos de rosados pezones y los largos muslos blancos cuando ella se despojó lentamente del camisón; luego la chica lo ciñó con brazos y piernas, su tacto como de pétalos, al tiempo que le ofrecía una boca de labios gruesos trémula de pasión.
A Rogan le gustó tanto la chica, que lo organizó todo para que se trasladara a vivir a su hotel durante una semana. Esto supuso complejos acuerdos financieros con el propietario, pero a Rogan no le importó. Ella estaba encantada, lo cual a él le proporcionó una satisfacción casi paternal.
Rosalie se puso aún más contenta cuando supo que se hospedaba en el hotel más lujoso del Hamburgo de posguerra, el famosísimo Vier Jahrezeiten, con un servicio a la altura del antiguo Kaiser Alemania.
Rogan la trató como si fuera una princesa. Le dio dinero para que se comprara ropa, la llevó al teatro y a buenos restaurantes. Rosalie era muy cariñosa, pero había en ella una extraña vacuidad que lo desconcertaba. Trataba a Rogan como si fuera una mascota; lo acariciaba como habría acariciado un abrigo de pieles, de modo impersonal, ronroneando con la misma clase de placer. Un día volvió inesperadamente de sus compras y encontró a Rogan limpiando su Walther P–38: que Rogan estuviera en posesión de semejante arma le resultaba del todo indiferente. Le traía sin cuidado, y no le hizo ninguna pregunta. Aunque Rogan sintió alivio por ello, sabía que la postura de la chica no era normal.
La experiencia le había enseñado que, después de uno de sus ataques, necesitaba descansar una semana entera. Su próximo objetivo era Berlín y, pasados unos días, empezó a meditar sobre la conveniencia de llevar consigo a Rosalie a la ciudad dividida. Finalmente, decidió no hacerlo. Las cosas podían torcerse, y ella saldría malparada sin tener ninguna culpa. La última noche, Rogan le dijo que se marchaba temprano al día siguiente y le dio todo el dinero que llevaba en la cartera. Con aquella extraña vacuidad suya, Rosalie tomó el dinero y lo arrojó a la cama. No demostró ninguna clase de sentimiento aparte de un hambre animal, algo puramente físico. Como era la última noche que pasaban juntos, ella quería hacer el amor todo el tiempo que fuera posible. Empezó a quitarse la ropa y, mientras lo hacía, preguntó como si tal cosa:
—¿Para qué vas a Berlín?
Rogan le miró los hombros, tersos:
—Negocios —contestó.
—El otro día estuve revolviendo en esos sobres especiales, los siete. Quería saber más cosas de ti. —Rosalie se quitó las medias—. La noche que nos conocimos asesinaste a Karl Pfann: el sobre con su fotografía lleva el número dos. El que contiene la foto de Albert Moltke es el número uno, de modo que fui a la biblioteca y eché un vistazo a la prensa de Viena. Moltke apareció muerto hace un mes. Según tu pasaporte, estuviste en Austria por esas fechas. Los sobres tres y cuatro llevan los nombres de Eric y Hans Freisling, residentes en Berlín. Así que mañana, cuando te marches, vas a ir a Berlín para matarlos. Y tu plan es asesinar también a los otros tres, los números cinco, seis y siete. ¿Me equivoco?
Rosalie dijo todo esto con toda naturalidad, como si los planes de Rogan no tuvieran nada de extraordinario.
Desnuda, se sentó en el borde de la cama, esperando a que él le hiciera el amor. Hubo un momento en que Rogan pensó en matarla, pero enseguida descartó la idea; y luego se dio cuenta de que no sería preciso. Ella jamás lo delataría. Detectaba en su mirada aquella curiosa vacuidad, como si la chica fuera incapaz de distinguir entre el bien y el mal.
Rogan se arrodilló en la cama delante de ella e inclinó la cabeza entre sus pechos. Luego le tomó una mano, caliente y seca: no tenía miedo. Le acompañó la mano hasta la parte posterior del cráneo e hizo que pasara los dedos por la placa de plata. Quedaba oculta bajo el pelo, y parte de ella, cubierta por una fina membrana de piel muerta y callosa. Pero Rogan supo que Rosalie notaría el metal.
—Esto me lo hicieron esos siete hombres —dijo—. Gracias a esta placa estoy vivo, aunque nunca tendré nietos. Nunca seré un viejo que pueda sentarse tranquilamente al sol.
Los dedos de Rosalie palparon la nuca, no retrocedieron al contacto con el metal ni con la carne callosa.
—Si me necesitas, aquí estaré —comentó.
Él percibió su olor a rosas y pensó, aun a sabiendas de que aquello era puro sentimentalismo, que las rosas eran para las bodas y no para los funerales.
—No —repuso—. Mañana me marcho. Tú olvídame. Y olvida que has visto esos sobres. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Rosalie—. Te olvidaré. —Por un momento, la abandonó aquella extraña vacuidad—. ¿Y tú? ¿Me olvidarás a mí?
—No —contestó Rogan.
Mike Rogan no olvidaba nada. A los cinco años de edad, explicó a su madre con todo lujo de detalles lo ocurrido cuando él sólo contaba dos años y había caído gravemente enfermo de neumonía. Le dijo cómo se llamaba el hospital, cosa que su madre ya no recordaba; también le describió al pediatra, un hombre de extraordinaria fealdad pero con mano de ángel para los niños. Aquel hombre incluso permitía que los pequeños jugaran con el quiste en forma de estrella que tenía en el mentón, para que así le perdieran el miedo. Michael Rogan recordaba haber intentado arrancarle el quiste al pediatra, y el gracioso «¡ay!» que éste soltó.
Su madre se quedó entre pasmada y asustada ante la excelente memoria de Michael; en cambio, el padre se puso loco de contento. Joseph Rogan era contable, trabajaba muchas horas y soñaba con que su hijo llegaría a censor jurado de cuentas antes de los veintiuno y se ganaría muy bien la vida. Ahí quedó la cosa, hasta que Michael Rogan volvió un día del parvulario con una nota del maestro, donde se citaba a los Rogan (padres e hijo) al día siguiente en el despacho del director para hablar sobre el futuro académico de Michael.
La entrevista fue breve y concisa. El centro no podía permitir que Michael diera clase con el resto de los niños. Su influencia era perjudicial. Ya sabía leer y escribir, y corregía a la maestra cuando ésta olvidaba mencionar algún pequeño detalle; debían mandarlo a un colegio especial, o dejar que probara suerte en cursos superiores. Los padres de Michael optaron por el colegio especial.
A los nueve años de edad, cuando los demás niños salían corriendo a la calle con guantes de béisbol o balones de fútbol americano, Michael Rogan salía de casa con una cartera de piel auténtica que llevaba grabadas en letras doradas sus iniciales y sus señas. Dentro de la cartera, iba el texto del tema que estudiara aquella semana en concreto. Pocas veces necesitaba más de una semana para dominar un tema que normalmente requería un curso entero. Leía los textos una sola vez y ya se los sabía de memoria. Como es lógico, en el vecindario lo consideraban un bicho raro.
Un día se vio rodeado por un grupo de chavales de su edad. Uno de ellos, rubio y rechoncho, le preguntó:
—¿Tú nunca juegas?
Rogan guardó silencio.
—Vamos a echar un partido —dijo el rubio—. Te dejo jugar en mi equipo.
—Vale —dijo Michael—. Me apunto.
Aquél fue un día glorioso para él. Descubrió que tenía buena coordinación física y que podía estar a la altura tanto jugando al fútbol como peleándose con otros chicos. Volvió a casa con la costosa cartera sucia de barro. También tenía un ojo morado y los labios hinchados y ensangrentados. Pero se sentía tan orgulloso y feliz que corrió a ver a su madre, gritando:
—¡Voy a jugar en un equipo de fútbol! ¡Me han elegido para jugar en un equipo de fútbol!
Alice Rogan miró aquella cara maltrecha y rompió a llorar.
Intentó ser razonable. Explicó a su hijo que tenía un cerebro muy valioso y que no debía exponerlo a ningún peligro.
—Tu mente es extraordinaria, Michael —le dijo—. Quizás algún día te sirva para ayudar a la humanidad. No puedes ser como los demás chicos. ¿Y si te haces daño en la cabeza, jugando o peleándote con alguien?
Michael trató de comprenderlo. Cuando su padre llegó aquella tarde, le dijo casi lo mismo. Así que Michael acabó renunciando por completo a la idea de ser un chico como los demás. Tenía un preciado tesoro que guardar. Si hubiera sido mayor, habría entendido que sus padres adoptaban una actitud presuntuosa y un tanto ridícula respecto a su don natural; sin embargo, aún no sabía discernir como un adulto.
Cuando tenía trece años, los demás chicos empezaron a mofarse de él, a provocarlo tirándole la cartera al suelo. Fiel a las instrucciones de sus padres, Michael evitó enfrentarse a ellos y sufrió la humillación. Pero su padre ya no estaba tan seguro de cómo educar a su hijo.
Un día, Joseph Rogan se presentó en casa con unos enormes y esponjosos guantes de boxeo y enseñó a su hijo el arte de la autodefensa. Joseph le dijo que diera la cara, que peleara si fuera necesario. «Lo importante es que te hagas un hombre —explicó—, no que seas un genio.»
Fue por esa época cuando Michael Rogan descubrió que era diferente a los demás chicos también en otra cosa. Sus padres le habían enseñado a vestir con pulcritud y adulta elegancia, dado que el chico pasaba la mayor parte del tiempo entre adultos. Un día, varios chicos rodearon a Rogan y le dijeron que iban a quitarle los pantalones y colgarlos de una farola, humillación rutinaria por la que había pasado la mayoría de los chavales.
Rogan se enfureció cuando le pusieron las manos encima. A uno de los chicos le hincó los dientes en una oreja y casi se la arrancó de cuajo. Al cabecilla lo agarró por la garganta y empezó a estrangularlo a pesar de las patadas y puñetazos que le daban los otros para que lo soltara. Por fin, unos vecinos acudieron a poner paz, y tanto tres de los chavales como el propio Rogan tuvieron que ser llevados al dispensario.
Pero nunca más volvieron a molestarle. Los chavales lo tenían marginado, por bicho raro y, ahora, también por violento.
Michael Rogan era lo bastante inteligente para darse cuenta de que su rabia no era normal, que brotaba de algo muy profundo. Y acabó comprendiendo la razón: él gozaba de los beneficios de su prodigiosa memoria, de sus poderes intelectuales, sin haber hecho nada por merecerlos, y eso hacía que se sintiera culpable. Habló de ello con su padre, que lo entendió y empezó a discurrir cómo podría Michael llevar una vida más normal. Desgraciadamente, Joseph Rogan murió de un ataque al corazón antes de poner nada en práctica.
A los quince años, Michael Rogan era un muchacho alto, fuerte y con buena coordinación. Estudiaba ya en niveles avanzados y, bajo la absorbente tutela de su madre, creía de veras que su cerebro era algo sagrado que había que preservar por el bien de la humanidad. Para entonces, se había licenciado ya en Humanidades y preparaba la licenciatura en Ciencias. Su madre lo trataba a cuerpo de rey. Aquel año Michael Rogan descubrió a las chicas.
En esto fue perfectamente normal. Pero, para desgracia suya, descubrió también que las chicas le tenían cierto miedo y lo trataban con juvenil crueldad. Era tan maduro intelectualmente que, incluso en este sentido, los de su edad lo consideraban un bicho raro. Eso hizo que Michael retomara sus estudios con furia renovada.
A los dieciocho, vio que era aceptado como un igual por los estudiantes de grados superiores en la escuela de la Ivy League, donde completaba sus estudios para sacarse el doctorado en matemáticas. También las chicas parecían sentirse atraídas por él. Corpulento para su edad, Michael tenía las espaldas anchas y podía pasar por un joven de veintidós o veintitrés años. Aprendió a disimular su nivel intelectual con el propósito de no intimidar a las chicas, y por fin logró acostarse con una.
Marian Hawkins, una chica rubia entregada a sus estudios pero también a fiestas que duraban toda la noche, fue la pareja sexual de Rogan durante un año. Él empezó a descuidar las clases, a ingerir grandes cantidades de cerveza, a cometer todas las estupideces propias de un chico normal de su edad. A su madre le preocupaba aquel repentino cambio de conducta en su hijo; sin embargo, Rogan no permitió que su inquietud le afectara en absoluto. Aunque jamás lo habría reconocido ante nadie, aborrecía a su madre.
Los japoneses atacaron Pearl Harbor el día en que Rogan se sacó el doctorado. Para entonces, se había cansado ya de Marian Hawkins y buscaba una salida airosa. Estaba harto de ejercitar la mente y harto también de su madre. Suspiraba por aventuras y emociones fuertes. Un día después del ataque, se puso a escribir una larga carta dirigida al jefe del Servicio de Inteligencia Militar, con un detallado curriculum adjunto. Menos de una semana después, recibió un telegrama de Washington donde le pedían que se personara para una entrevista.
Fue uno de los grandes momentos de su vida. Un capitán del Servicio de Inteligencia examinó con expresión aburrida la lista de proezas académicas que Rogan había enviado. No le parecía nada del otro mundo, y menos aún cuando supo que Rogan carecía de historial atlético.
El capitán Alexander guardó la carta y el curriculum dentro de una carpeta marrón y se la llevó al despacho interior. Cuando volvió al cabo de un rato, traía en la mano un papel de multicopista. Dejó el papel encima de la mesa y le dio unos golpecitos encima con el lápiz.
—Esta hoja contiene un mensaje en clave —dijo—. Se trata de un código antiguo que ya no utilizamos, pero quiero ver si logra descifrarlo. Que no le extrañe si lo encuentra demasiado difícil; después de todo, nadie le ha enseñado.
Le pasó la hoja a Rogan.
Rogan echó un vistazo. Parecía tratarse de una sustitución criptográfica de letras bastante típica y relativamente sencilla. Había estudiado criptografía y teoría de códigos cuando contaba sólo once años, para estimularse mentalmente. Cogió un lápiz y se puso manos a la obra. Al cabo de cinco minutos, leyó al capitán Alexander el mensaje desencriptado.
El capitán se metió en el otro despacho y regresó con una carpeta de la que sacó un papel con dos únicos párrafos escritos. Esta vez el código era más difícil, y la brevedad del texto complicaba aún más el trabajo de descifrarlo. Rogan tardó casi una hora en resolver el enigma. Luego el capitán miró su propuesta y, una vez más, desapareció en el otro despacho. Cuando volvió a salir, lo hizo acompañado de un coronel de pelo entrecano. Éste tomó asiento en un rincón de la estancia y se puso a observar detenidamente a Rogan.