La sala de urgencias del hospital de los juzgados estaba en el sótano del edificio. Tenía su propia entrada particular: una puerta pequeña que daba al enorme patio cubierto. Con un estremecimiento, Rosalie recordó que, en aquel mismo patio, un Rogan malherido había sido arrojado a una pila de cadáveres.
Se percibía un gran ajetreo en la sala de urgencias. Esposas de criminales sentenciados a largas condenas de prisión que se desmayaban al conocer la sentencia, estafadores entrados en años que sufrían infartos durante el proceso. El trabajo de Rosalie era más de tipo administrativo que sanitario. Tenía que tomar nota de cada uno de los ingresos en un enorme libro azul. El joven doctor que estaba de servicio no tardó en percatarse de su belleza y la invitó a cenar. Ella rechazó la invitación con una sonrisa educada. Varios de los elegantes abogados que acompañaban a sus clientes enfermos a la sala le preguntaron si estaría interesada en trabajar para ellos. Rosalie les sonreía, respondiendo que no con cortesía.
En todo el Palacio de Justicia, Klaus von Osteen era el único hombre que le interesaba. Cuando él presidía un juicio, Rosalie procuraba asistir sin importarle que tuviera que saltarse la hora del almuerzo y comer mucho más tarde.
Von Osteen no era como ella se lo había imaginado. Moderadamente feo, su voz sonaba agradable y melosa. Trataba a los acusados con la máxima cortesía y un deje de genuina compasión. Rosalie oyó cómo condenaba a un hombre culpable de un crimen especialmente violento y sádico sin deleitarse en la habitual rectitud del magistrado que imparte justicia. Von Osteen lo había hecho de forma que el reo no perdiera su dignidad.
Un día lo sorprendió a unos metros de ella en una calle cercana a los juzgados, y lo siguió mientras Von Osteen arrastraba su cojera. Tenía una pierna más corta que la otra. Iba acompañado de un agente que parecía vigilarlo de cerca. Pero era Von Osteen el que parecía preocupado. Pese a ello, se mostraba extremadamente cortés con las personas que lo saludaban por la calle, así como con el chófer de su coche oficial.
Rosalie se percató del gran magnetismo de Von Osteen. El respeto que le mostraban los otros jueces, los empleados del edificio y los abogados daba fe de su tremenda personalidad. Y cuando una mujer cargada de paquetes tropezó casualmente con él en la calle, Von Osteen la ayudó a recogerlos, aunque haciendo una mueca de dolor. Había sido un gesto de auténtica cortesía. Costaba creer que ése fuera el hombre a quien Rogan tanto odiaba.
Rosalie averiguó cuanto pudo sobre Von Osteen a fin de tener la información a punto para cuando Rogan regresara. Así, descubrió que la mujer del magistrado, además de aristócrata, era todo un referente en la vida social muniquesa. Ella era mucho más joven que Von Osteen. No tenían hijos. También supo que Von Osteen poseía mayor poder de decisión en la política municipal que el mismísimo burgomaestre. Y contaba con el respaldo de los funcionarios del Departamento de Estado norteamericano, quienes lo tenían por un verdadero demócrata, antinazi y anticomunista por igual.
No obstante, a Rosalie le bastaba saber que Rogan odiaba a aquel hombre para que las supuestas virtudes de Von Osteen perdieran todo su valor. En una libreta, fue anotando las costumbres de Von Osteen con objeto de facilitarle a Rogan su tarea.
Y cada noche, a las diez, iba a esperar la llegada del vuelo procedente de Budapest, convencida de que Rogan regresaría.
El último día de su estancia en Budapest, Rogan se levantó y lo primero que hizo fue destruir los dossiers que había recopilado sobre el séptimo hombre. Luego revisó sus pertenencias para ver si había algo que quisiera conservar. Nada, salvo el pasaporte.
Hizo el equipaje y se dirigió a la estación de ferrocarril. Una vez allí, dejó las bolsas en una consigna automática y abandonó la estación. Mientras atravesaba uno de los muchos puentes de la ciudad, dejó caer la llave de la consigna al río. Después se dirigió al consulado.
Vrostk había reunido todo lo necesario y Rogan revisó las cosas una por una: el taladro de mano y otras pequeñas herramientas de joyería, los cables finos, el temporizador, el explosivo líquido y varios componentes electrónicos de diminuto tamaño. Rogan sonrió y exclamó:
—¡Estupendo!
Vrostk se vanaglorió de ello:
—Tengo una organización sumamente competente. No ha sido fácil conseguir todas estas cosas en tan poco tiempo.
—Para demostrarle mi agradecimiento —dijo Rogan-le invito a un almuerzo en el Café Black Violin. Luego volveremos aquí y yo me iré a trabajar con todo esto. ¡Ah!, y le diré lo que pienso hacer.
Una vez en el bar, pidieron café y brioches. Luego, para evidente sorpresa de Vrostk, Rogan pidió el juego de ajedrez. La camarera se lo llevó a la mesa y Rogan dispuso las piezas, quedándose él con las blancas.
—No tengo tiempo para tonterías —dijo Vrostk, muy molesto—. El deber me espera en la oficina.
—Juegue —dijo Rogan, y hubo algo en su voz que hizo callar de golpe a Vrostk.
Éste esperó a que Rogan hiciera el primer movimiento y luego adelantó un peón negro. La partida duró poco. Vrostk ganó fácilmente a Rogan, y las piezas fueron devueltas al cofre para que la camarera se las llevara. Rogan, le dio una generosa propina. Salieron de allí, y él mismo paró un taxi para que los llevara al consulado. Ahora tenía prisa, cada momento era valioso.
Una vez en la oficina, Rogan se sentó a la mesa donde se encontraba todo el material que había pedido.
Vrostk estaba que trinaba, presa de la ira a flor de piel de un hombre de miras estrechas.
—¿A qué viene toda esta pantomima? —preguntó—. Exijo una explicación.
Rogan metió la mano derecha en el bolsillo correspondiente de la chaqueta y la sacó con el puño cerrado. Estiró el brazo hacia Vrostk y luego abrió la mano. En la palma tenía el rey blanco.
Rogan estuvo trabajando en la mesa durante casi tres horas. Practicó un pequeño agujero en la base del rey y luego extrajo toda la base. Con extremo cuidado, vació el interior de la pieza y lo rellenó de explosivo líquido, con los cables correspondientes y los diminutos componentes electrónicos. Terminado esto, colocó de nuevo la base y procedió a ocultar todas las rayadas con esmalte y un paño de pulir. Sopesó la pieza en la palma de su mano para ver si se notaba demasiado el peso extra. Notó una pequeña diferencia, pero dedujo que era así porque él esperaba encontrarla. El «trabajo» pasaría inadvertido.
—Esta noche, a las ocho en punto —dijo a Vrostk—, el artefacto explotará en las narices de Pajerski. Lo he arreglado para que nadie más resulte herido. Lleva el explosivo justo para cargarse a quien tenga la pieza en la mano. Y Pajerski siempre se rasca la barbilla con el rey blanco. Eso y el mecanismo de relojería harán detonar el explosivo. Si veo que otra persona coge la pieza, desactivaré la bomba. De todos modos, he observado bien a Pajerski y sé que será él quien tenga la pieza en la mano a esa hora en concreto. Bien, Vrostk, que sus clandestinos me recojan en la esquina dos manzanas más allá del Black Violin. Cuento con su organización para salir del país.
—¿Piensa quedarse en la cafetería hasta que Pajerski muera? —preguntó Vrostk—. ¡Eso es de locos! ¿Por qué no se larga antes?
—Quiero asegurarme de que no muere nadie más —dijo Rogan—. Y también quiero que Pajerski sepa quién lo mata y por qué, y eso no puedo hacerlo si me marcho de allí.
Vrostk se encogió de hombros.
—Allá usted. Y eso de que mi gente lo recoja a dos manzanas del local me parece demasiado peligroso para ellos. Habrá una limusina negra Mercedes esperándolo aquí abajo, en la puerta del consulado, con bandera del cuerpo diplomático. ¿A qué hora quiere que pasen a recogerlo?
Rogan puso mala cara.
—Puede que rectifique el temporizador, o incluso puede que explote antes de hora si Pajerski se rasca demasiado la barbilla. Es mejor que el coche esté ya preparado a las siete y media; dígales que me esperen sobre las ocho y diez. Iré a pie y me subiré al coche, sin más. Supongo que ellos me conocen de vista, ya se habrá encargado usted de eso...
Vrostk sonrió.
—Desde luego. Bien, supongo que ahora toca ir a comer al Black Violin y echar una partida de ajedrez para que pueda devolver a su sitio ese rey blanco.
—¡Caramba! —dijo Rogan—. Cada día es usted más listo.
Jugaron la segunda partida mientras tomaban café después de la comida, y esta vez Rogan ganó con facilidad. Al salir del local, el rey-bomba blanco volvía a descansar en el cofre con el resto de las piezas.
Aquella tarde, Rogan salió de su pequeño hotel a las seis en punto con la Walther bajo el brazo enfundada en su sobaquera. En el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba el silenciador. Fue caminando tranquilamente hasta el Black Violin y se sentó como otras veces a una mesa del rincón. Abrió un periódico, pidió una botella de Tokay y dijo a la camarera que más tarde pediría la cena.
Llevaba media botella, cuando Wenta Pajerski irrumpió ruidosamente en la cafetería. Rogan consultó la hora. El gigante húngaro no fallaba: las siete en punto. Pajerski pellizcó a la camarera rubia, habló a grito pelado con los amigos que ya lo esperaban, tomó una primera copa. Era el momento de pedir el juego de ajedrez; pero no lo hizo, sino que pidió otra copa. Rogan se puso tenso. ¿Iba a ser ésa la primera vez que Wenta Pajerski se saltara la partida habitual? Parecía que se le hubiera pasado por alto. Pero entonces, sin venir a cuento, la camarera llevó el juego a la mesa de Pajerski y aguardó ansiosa el pellizco que la recompensaría por ser tan precavida.
Por un momento, Rogan pensó que el húngaro iba a decir que no; pero, finalmente, aquella verrugosa cara de cerdo se quebró en un despliegue de carnosa jovialidad. Tan fuerte fue el pellizco que propinó a la rubia, que a la chica se le escapó un chillido de dolor.
Rogan llamó a la camarera y pidió lápiz y papel. Miró el reloj. Eran las siete y media. En el basto papel de libreta escribió estas palabras: «Haré que tus gritos de placer se conviertan en gritos de dolor.
Rosenmontag,
1945, Palacio de Justicia de Munich.»
Esperó hasta las 19.55 y luego llamó a la camarera y le pasó la nota, diciendo:
—Lleve esta nota al señor Pajerski, vuelva aquí enseguida y le daré esto otro. —Mostró un billete de banco que valía más de lo que la chica ganaba en una semana; no quería que estuviese cerca de Pajerski cuando el rey blanco explotara.
Pajerski se rascaba la barbilla con la pieza en cuestión cuando la chica le entregó el papel. Leyó la nota despacio, traduciendo audiblemente del inglés, moviendo los labios. Luego sus ojos giraron hacia Rogan. Éste le devolvió la mirada, sin apenas sonreír. Su reloj marcaba las 19.59. Y cuando él empezó a verse reflejado en los ojos de Pajerski, el rey blanco estalló.
La explosión fue ensordecedora. Pajerski tenía la pieza en la mano derecha, bajo el mentón, y mirando a Rogan directamente a los ojos. En un instante, aquellos ojos desaparecieron con la deflagración y Rogan sólo vio dos cuencas vacías y sanguinolentas, al tiempo que fragmentos de carne y hueso salían despedidos en todas direcciones. La cabeza de Pajerski, su carne hecha trizas, se derrumbó sobre los pliegues de piel que todavía sujetaban el cuello al tronco.
Rogan se levantó rápidamente y salió del local por la puerta de la cocina. En medio del griterío y los empujones, nadie reparó en él.
Caminó una manzana hasta la calle principal y paró un taxi.
—Al aeropuerto —dijo al conductor, y luego, para asegurarse, agregó—: Vaya por la calle del consulado americano.
Se oían ya las sirenas de los coches de policía camino del Café Black Violin. Pocos minutos después, el taxi enfilaba la avenida del consulado.
—No corra demasiado —dijo al taxista, reclinándose en el asiento para no ser visible desde el exterior.
La limusina Mercedes brillaba por su ausencia; es más: no había un solo vehículo en la calle, lo cual de por sí resultaba insólito. En cambio, sí que había una profusión de viandantes, o bien esperando cruzar en las esquinas o bien mirando escaparates. Y la gran mayoría eran hombres, por lo demás fornidos. Sólo les faltaba llevar escrito en la frente «Policía Secreta», pensó Rogan.
—Acelere —ordenó al taxista.
Justo entonces notó en el pecho una sensación de frío físico, como si su cuerpo hubiera sido tocado por la muerte. Notó que el frío se le extendía por las extremidades. Pero él no tiritaba ni sentía la menor molestia física; simplemente, era como si su cuerpo se hubiera convertido en receptor de la muerte, en su anfitrión.
No tuvo problemas para embarcar. El visado estaba en orden y no advirtió señales de una desacostumbrada actividad policial. El corazón le latía muy deprisa cuando subió a bordo del aparato, aunque tampoco se produjo la menor complicación. El avión despegó, remontó el vuelo y recuperó la horizontal rumbo a la frontera alemana y a Munich.
Aquella tarde Rosalie terminó su trabajo de auxiliar en el hospital del Palacio de Justicia muniqués a las seis en punto. El joven doctor insistió en que cenaran juntos, y ella, temerosa de perder su empleo, aceptó. El médico hizo lo posible por alargar la cena pidiendo una larga lista de platos. Cuando terminaron, eran ya las nueve de la noche. Rosalie miró la hora y dijo, mientras empezaba a recoger su abrigo y sus guantes:
—Lo siento, pero debo marcharme. Tengo un compromiso importante a las diez.
El médico se quedó con un palmo de narices. A Rosalie no se le ocurrió ni por un momento que pudiera saltarse su cita con el vuelo de Budapest y hacer compañía al joven el resto de la noche. Si dejaba de ir al aeropuerto una sola noche, sería como dar a Rogan por muerto. Salió del restaurante y paró un taxi. Eran casi las diez cuando llegaron al aeropuerto, y Rosalie atravesó corriendo la terminal hacia la puerta de llegadas. Los pasajeros del vuelo procedente de Budapest ya estaban saliendo. Se detuvo jadeante, encendió un cigarrillo como tenía costumbre de hacer y, cuando vio a Rogan, casi se le parte el corazón.
Parecía terriblemente enfermo. Tenía los ojos muy hundidos, los músculos de la cara agarrotados, y sus movimientos eran de una rigidez espantosa. Él aún no la había visto, y Rosalie se dirigió hacia él, llamándolo por su nombre y con lágrimas en los ojos.
Rogan oyó el taconeo sobre el piso de mármol, oyó la voz de Rosalie que lo llamaba. Iba a escapar, pero se desdijo a tiempo de recibirla cuando ella se arrojó en sus brazos. Y ya la estaba besando, besando su cara y sus preciosos ojos llorosos, mientras Rosalie susurraba: