S.E.C.R.E.T (2 page)

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Authors: L. Marie Adeline

Tags: #Erótico

BOOK: S.E.C.R.E.T
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—Estaba muy bien, gracias —añadió el hombre, buscando la billetera.

—Esto déjamelo a mí. Tú pagas siempre. —La mujer se inclinó hacia un lado, sacó la cartera del bolso y extrajo una tarjeta de crédito. La pulsera tintineaba cuando ella se movía—. Aquí tienes, cariño.

¿Era de mi edad y me llamaba «cariño», como si yo fuese una niña pequeña? Transmitía tanta confianza que no pude más que disculparla. Cuando cogí la tarjeta, me pareció ver un destello de piedad en sus ojos. ¿Se estaría fijando en mi blusa marrón de trabajo, la que siempre me ponía porque era del mismo color que las manchas de comida? De pronto tomé conciencia de mi aspecto y me di cuenta de que no me había maquillado. ¡Dios, y mis zapatos eran marrones y planos! Y no llevaba medias, sino calcetines, por increíble que pueda parecer. ¿Qué me había pasado? ¿Cuándo me había convertido en una prematura señora mayor sin gracia ni atractivo?

Sentí que me ardían las mejillas mientras me alejaba con la tarjeta en el bolsillo del delantal. Fui directamente al baño y me eché agua fría en la cara. Me alisé el delantal y me miré al espejo. Vestía de marrón porque era lo más práctico. No podía ponerme vestidos porque era camarera. En cuanto a la coleta, tenía que llevar el pelo recogido. Eran las normas. Pero tal vez habría podido peinármelo con más cuidado, en lugar de atármelo de cualquier manera con una goma, como si fuera un manojo de espárragos. Mis zapatos eran el calzado de una mujer que no pensaba demasiado en sus pies, aunque a mí me habían dicho más de una vez que los tenía muy bonitos. En cuanto a las manos, no me había hecho la manicura desde la víspera de mi boda. Todo eso era derrochar el dinero, pero, aun así, ¿cómo había podido llegar a ese punto? No podía engañarme más: me había abandonado.
Cinco años
estaba tumbado contra la puerta del baño, con la lengua fuera. Volví a la mesa con la tarjeta, evitando cruzar la mirada con ninguno de los dos.

—¿Hace mucho que trabajas aquí? —me preguntó el hombre mientras ella garabateaba su firma.

—Cuatro años, más o menos.

—Lo haces muy bien.

—Gracias. —Sentí calor en las mejillas.

—Volveremos a vernos la semana que viene —dijo la mujer—. Este viejo lugar me encanta.

—Ha conocido tiempos mejores.

—Es perfecto para nosotros —añadió, haciendo un guiño a su hombre, mientras me devolvía el recibo firmado.

Miré su firma, esperando encontrar algo florido y extravagante. «Pauline Davis» me pareció un nombre gris y corriente, y en ese momento me resultó tranquilizador.

Los seguí con la vista mientras salían caminando entre las mesas hacia el exterior, donde se besaron y se alejaron por caminos opuestos. Cuando la mujer pasó junto al escaparate, miró hacia dentro y me saludó con la mano. Debí de parecerle una auténtica cretina, ahí de pie, sin poder quitarle la vista de encima. A través del cristal polvoriento, le devolví humildemente el saludo.

Un gesto de la anciana que estaba sentada a la mesa contigua me hizo salir de aquella especie de trance.

—A esa señora se le ha caído algo —dijo, señalando debajo de la mesa.

Me agaché y recogí una libreta pequeña de color burdeos. Parecía gastada. La encuadernación tenía la suavidad de la piel. En la portada destacaban las iniciales P. D. repujadas en oro, el mismo que bordeaba las hojas. La abrí con cuidado por la primera página, buscando la dirección o el teléfono de Pauline, y accidentalmente vislumbré una muestra de su contenido: «… su boca sobre mi piel… nunca me había sentido tan viva… me atravesó como un hierro candente… me invadía en oleadas, como un remolino… me hizo inclinar sobre la…».

Cerré el diario de golpe.

—Quizá todavía pueda alcanzarla —dijo la señora que me había avisado mientras masticaba un croissant con parsimonia. Noté que le faltaba uno de los dientes de delante.

—Creo que no —respondí—. Creo que… la guardaré. Esa señora viene a menudo.

La anciana se encogió de hombros y arrancó otro trozo de croissant. Me guardé la libreta en el bolsillo del delantal mientras sentía que un estremecimiento me recorría la espalda. Durante el resto de mi turno, hasta que llegó Tracina con su insoportable manía de mascar chicle y los rizos escapándosele de la coleta, sentí que la libreta estaba viva en mi bolsillo. Por primera vez en mucho tiempo, el anochecer en Nueva Orleans me pareció menos solitario.

En el camino de vuelta a casa, conté los años. Hacía seis desde que Scott y yo nos mudamos de Detroit a Nueva Orleans para empezar de nuevo. En Nueva Orleans la vivienda era más barata y, además, él acababa de perder su empleo en la industria del automóvil. Los dos creíamos que un nuevo comienzo, en una ciudad diferente que intentaba salir adelante después de un huracán, sería un marco adecuado para un matrimonio que esperaba hacer lo mismo.

Encontramos una casita azul preciosa en Dauphine Street, en Marigny, donde vivía mucha gente joven. Yo tuve bastante suerte y conseguí empleo de ayudante de un veterinario en un refugio de animales, en Metairie. Pero Scott perdió varios trabajos seguidos en los pozos petrolíferos, y después tiró por la ventana dos años de sobriedad cuando convirtió una noche de copas en dos semanas de borrachera. Cuando me pegó por segunda vez en dos años, supe que todo había terminado. De pronto comprendí lo mucho que le había costado reprimirse desde la primera vez que me había dado un puñetazo estando borracho. Me mudé a unas pocas calles de distancia, a un apartamento de un dormitorio: el primero y el único que visité.

Una noche, varios meses después, Scott me llamó y me propuso que nos encontráramos en el café Rose. Quería disculparse por su conducta, y yo acepté. Me dijo que había dejado de beber y que esa vez era la definitiva. Pero sus justificaciones me sonaron vacías y su actitud me pareció áspera y defensiva. Al final de la cena, me esforcé por contener las lágrimas mientras él se ponía en pie y volvía a disculparse.

—Lo digo de verdad. Ya sé que no parezco arrepentido, Cassie, pero pienso cada día en lo que te hice, y me siento fatal. No sé qué hacer para ayudarte a que lo superes —dijo, antes de salir del local en tromba.

Por supuesto, dejó la cuenta sin pagar.

Al salir, vi que buscaban una camarera para el turno del mediodía. Yo llevaba mucho tiempo queriendo dejar mi empleo en la clínica veterinaria. Allí me ocupaba de los gatos y, por la tarde, sacaba a pasear a los perros, pero como nadie adoptaba a las mascotas rescatadas después del
Katrina
, mi trabajo consistía básicamente en rasurar las patas flacas de unos animales sanísimos antes de sacrificarlos. Empecé a detestar levantarme cada día para ir al trabajo. Detestaba ver esos ojos tristes y cansados. Esa misma noche rellené una solicitud en el restaurante.

También fue la noche en que se inundó la carretera cerca de Parlange; la misma noche en que Scott se metió con el coche en el río False y se ahogó.

No me quedó claro si había sido un accidente o un suicidio, pero afortunadamente nuestra compañía de seguros no se lo planteó. Después de todo, era cierto que estaba sobrio. Y, como los remaches de las barandas estaban oxidados, el condado me concedió una jugosa indemnización. Pero ¿qué estaba haciendo Scott ahí fuera aquella noche? Habría sido muy propio de él montar una salida de escena espectacular para hacerme sentir culpable. No me alegró que muriera, pero tampoco me entristeció. Y en ese limbo sin sentimientos me había quedado desde entonces.

Dos días después de regresar en avión de su funeral en Ann Arbor (donde tuve que sentarme sola porque su familia me culpaba de su muerte), recibí una llamada de Will. Al principio, su voz me asustó un poco, porque su timbre se parecía bastante al de Scott, aunque sin arrastrar las sílabas como los borrachos.

—¿Cassie Robichaud?

—Soy yo. ¿Con quién hablo?

—Me llamo Will Foret. Soy el dueño del café Rose. Dejaste un currículum la semana pasada. Buscamos a alguien que pueda empezar en seguida, para el turno del desayuno y el almuerzo. Ya sé que no tienes mucha experiencia, pero el otro día me diste buenas vibraciones y…

«¿Buenas vibraciones?»

—¿Nos hemos visto alguna vez?

—Sí, cuando presentaste la solicitud.

—Ah, sí, claro. Perdón, ya lo recuerdo. Podría pasarme por ahí el jueves.

—El jueves está bien. ¿Qué te parece a las diez y media? Te enseñaré lo que hay que hacer.

Cuarenta y ocho horas después le estaba estrechando la mano a Will, sin acabar de creerme que hubiese podido verlo y después olvidarme de él. Así de absorta había estado en aquella ocasión. Más adelante llegamos a tomarlo a broma («¡Ah, sí, aquella vez que te dejé tan impresionada que no me recordabas en absoluto!»), pero estaba tan aturdida después de discutir con Scott que habría podido hablar con Brad Pitt sin enterarme. Así pues, cuando volví a ver a Will me impresionó lo guapísimo que era y lo poco que se lo creía.

No me prometió que fuera a ganar mucho dinero, porque el café estaba un poco al norte de los lugares más de moda y cerraba relativamente pronto. Dijo que tenía pensado ampliar el local y abrir la planta alta, pero añadió que eso sería dentro de unos años.

—La mayoría de la gente del barrio viene a comer o a ver a los amigos: Tim y la gente del taller de bicicletas de Mike, un montón de músicos… A veces te los encuentras durmiendo en la puerta porque han pasado la noche sentados en los peldaños, tocando. Hay muchos personajes del barrio que vienen y se quedan durante horas. Pero todos toman mucho café.

—Parece agradable.

Mi preparación para el trabajo consistió en un recorrido poco entusiasta por el establecimiento, en el que Will me enseñó el lavavajillas y el molinillo de café, mientras mascullaba instrucciones sobre su uso, y me mostró dónde guardaban los artículos de limpieza.

—La normativa municipal dice que el pelo hay que llevarlo recogido. Aparte de eso, no soy muy exigente. No tenemos uniforme, pero a la hora del almuerzo hay mucho movimiento, así que te recomiendo algo cómodo.

—Es lo que siempre me pongo —respondí.

—Tengo pensado reformar el local —dijo, al ver que me fijaba en una baldosa rota y en las aspas alabeadas de uno de los ventiladores del techo.

El local estaba un poco destartalado, pero era acogedor, y quedaba a tan sólo diez minutos andando de mi apartamento de la esquina de Chartres y Mandeville. Will me contó que el nombre del café Rose era un homenaje a Rose Nicaud, antigua esclava que vendía su propia mezcla de café recorriendo con un carromato las calles de Nueva Orleans. Estaba lejanamente emparentado con ella por parte de madre, me dijo.

—Deberías ver las fotos de nuestras reuniones familiares. Son como esas fotografías de las Naciones Unidas. Hay gente de todos los colores. Bueno, ¿qué me dices? ¿Quieres el trabajo?

Asentí con entusiasmo y Will volvió a estrecharme la mano.

Después de eso, mi vida se redujo a unas pocas manzanas esenciales del barrio de Marigny. Algunas veces iba a Tremé a escuchar a Angela Rejean, una amiga de Tracina que trabajaba en La Maison. O recorría los anticuarios y las tiendas de segunda mano de Magazine Street. Pero casi nunca iba mucho más allá, y ya nunca más volví a visitar el museo de arte ni el zoo del parque Audubon. De hecho, puede que parezca extraño, pero habría podido pasar el resto de mi vida en la ciudad sin volver a ver el agua.

A veces lloraba por Scott. De hecho, nunca había estado con ningún otro hombre; él había sido el primero y el único. Se me saltaban las lágrimas en los momentos más inesperados, en medio de un trayecto en autobús o mientras me cepillaba los dientes. Cuando me despertaba de una siesta larga en el dormitorio, a oscuras, siempre me ponía a llorar. Pero no lloraba sólo por Scott, sino también por haber perdido casi quince años de mi vida escuchando sus constantes quejas e insultos. Y eso se me había quedado dentro. No sabía cómo acallar esa vocecita crítica que en ausencia de Scott seguía señalando mis defectos y subrayando mis errores. «¿Por qué no te has apuntado todavía a un gimnasio?» «Nadie quiere a una mujer de treinta y cinco años.» «Lo único que haces es ver la tele.» «Podrías ser mucho más guapa si solamente te esforzaras un poco.»
Cinco años
.

Me concentré en el trabajo. El ritmo frenético me sentaba bien. Éramos los únicos en toda la calle que servíamos desayunos. Nada fuera de lo corriente: huevos en todas sus variantes, salchichas, tostadas, fruta, yogur, pastas y croissants. El almuerzo nunca era demasiado complicado: sopas, sándwiches y, a veces, un plato fuerte como bullabesa, estofado de lentejas o
jambalaya
, cuando Dell llegaba temprano y tenía ganas de cocinar algo. Era mejor cocinera que camarera, pero no soportaba estar todo el día en la cocina.

Yo trabajaba solamente cuatro días a la semana, de nueve a cuatro. A veces me quedaba unas horas más, charlando y comiendo con Will. Cuando a Tracina se le hacía tarde, yo empezaba a atender sus mesas. Nunca me quejaba y procuraba estar siempre ocupada.

Habría podido ganar más dinero por la tarde, pero prefería el turno de la mañana. Me encantaba quitar con la manguera, a primera hora, la suciedad que la noche había dejado en la acera. Me gustaba ver las mesas del patio moteadas por la luz del sol. Disfrutaba colocando los pasteles en el escaparate mientras se hacía el café y la sopa hervía a fuego lento. Me encantaba disponer de mucho tiempo para hacer las cuentas, con todo el dinero desparramado sobre una de las mesas desniveladas, junto a los grandes ventanales de la fachada. Pero el regreso a casa siempre tenía algo de solitario.

Mi vida empezó a adquirir así un ritmo regular y constante: trabajaba, volvía a casa, leía y dormía. Trabajaba, volvía a casa, leía y dormía. Trabajaba, iba al cine, volvía a casa, leía y dormía. No habría hecho falta un esfuerzo sobrehumano para escapar de esa cadencia, pero me sentía incapaz de cambiar.

Pensaba que, al cabo de un tiempo, automáticamente, empezaría a vivir de nuevo e incluso saldría con algún hombre. Creía que un día la rutina desaparecería como por arte de magia, por sí sola, y que volvería a incorporarme al mundo, como quien enciende un interruptor. En algún momento consideré la posibilidad de estudiar, acabar la carrera… Pero estaba demasiado entumecida para empezar de nuevo. Iba encaminada a toda velocidad y sin frenos hacia la edad madura, con
Dixie
, una gorda gata tricolor que había recogido de la calle y que envejecía a mi lado.

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