—Dices que la gata está gorda como si la culpa fuera suya —solía decirme Scott—. Pero ella no estaba así cuando llegó. Tú la hiciste engordar.
Scott no hacía caso de los constantes gemidos de
Dixie
pidiendo comida. Conmigo, en cambio, la gata insistía hasta que yo cedía y volvía a ceder, una y otra vez. Me faltaba carácter. Probablemente por eso aguanté tanto tiempo a Scott. Tardé bastante en darme cuenta de que su problema con la bebida no era culpa mía, y de que él nunca habría sido capaz de ponerle fin. Pero me quedó la sensación de que habría podido salvarlo si me hubiera empeñado a fondo.
Quizá si hubiésemos tenido un hijo, como él quería. Nunca le confesé que secretamente me sentí aliviada cuando supe que no podía quedarme embarazada. La opción del vientre de alquiler era inviable para nosotros, porque resultaba demasiado costosa, y por fortuna a Scott no le entusiasmaba la idea de la adopción. Yo nunca había querido ser madre, eso era indiscutible. Pero aún esperaba algo que le diera sentido a mi vida, algo que ocupara el espacio que el anhelo de la maternidad no había ocupado nunca.
Cuando llevaba unos meses trabajando en el café, mucho antes de que Tracina le robara el corazón a Will, mi jefe me insinuó que podía conseguir entradas para una de las actuaciones más esperadas del festival de jazz. Al principio pensé que iba a hablarme de una chica a la que pensaba invitar, pero al final resultó que quería ir conmigo. Sentí una punzada de pánico.
—Entonces… ¿me estás preguntando si quiero ir contigo?
—Eh…, sí. —Otra vez esa mirada. Por un segundo, creí notar en sus ojos un atisbo de orgullo herido—. ¡Primera fila, Cassie! ¡Anímate! Es una buena excusa para ponerte un vestido. Nunca te he visto con uno, ahora que lo pienso.
Me di cuenta de que tenía que acabar con eso. No podía salir con un hombre. No podía salir con él. Era mi jefe. No estaba dispuesta a perder un trabajo que me gustaba por salir con un hombre que, al final, en cuanto pasara un tiempo conmigo, se daría cuenta de que yo era muy aburrida. Además, Will estaba muy por encima del tipo de hombre al que yo podía aspirar. Me paralizaba el miedo de quedarme a solas con él fuera del contexto de nuestra relación de trabajo.
—No me has visto con un vestido porque no tengo ninguno —repuse.
No era cierto. Pero no podía imaginarme poniéndome un vestido. Will guardó silencio unos segundos mientras se limpiaba las manos en el delantal.
—No importa —dijo al final—. Hay mucha gente que quiere oír a esa banda.
—Mira, Will, creo que haber estado casada tantos años con una persona tan negativa me ha dejado imposibilitada… para salir con nadie —dije, hablando como uno de esos psicólogos que salen en los programas de madrugada de la radio.
—Ya veo. Es una forma amable de decir: «No es por ti. Es por mí.»
—¡Pero es verdad que es por mí! ¡Es verdad!
Le apoyé la mano en el antebrazo.
—Bueno, supongo que tendré que pedírselo a la próxima chica atractiva que contrate —bromeó.
Pero fue lo que hizo. Se lo pidió a la impresionante Tracina, de Texarkana, con su acento sureño y sus piernas perfectas. Tracina tenía un hermano menor autista, al que protegía ferozmente, y poseía más botas de cowboy de las que cualquier persona habría podido necesitar jamás. Will la contrató para el turno de noche y, aunque siempre fue un poco fría conmigo, nos llevábamos bien, dentro de lo que cabía. Además, el jefe parecía contento con ella. Darle las buenas noches a Will se volvió doblemente solitario, porque sabía que era probable que pasara la noche con ella y no en el piso de arriba del café. No es que yo estuviera celosa. ¿Cómo iba a estarlo? Tracina era justo el tipo de chica que Will necesitaba: divertida, lista y atractiva. Su piel color chocolate era perfecta. A veces llevaba el pelo suelto en un estilo afro salvaje que parecía una montaña de algodón de azúcar, y en otras ocasiones se lo recogía en unas trenzas fantásticas. Tracina era el centro de atención. Tracina estaba llena de vida. Tracina encajaba siempre allí donde estuviera. Yo no. Era así de sencillo.
Esa noche, con la libreta calentando aún el bolsillo de mi delantal, observé cómo Tracina se preparaba para recibir a los clientes que venían a cenar. Fue la primera vez que me di cuenta de que le tenía un poco de envidia. Pero no porque estuviera con Will. La envidiaba por su manera tan fácil y estética de moverse por la sala. Algunas mujeres tenían eso: la capacidad de insertarse directamente en la vida y de estar fabulosas hicieran lo que hiciesen. No eran espectadoras; eran el centro de la acción. Estaban vivas. Will le había preguntado si quería salir con él y ella le había contestado: «Encantada.» Nada de titubeos ni de equívocos. Sólo un franco y rotundo «sí».
Pensé en la libreta, en las palabras que había vislumbrado, en aquel hombre de la mesa y en cómo le acariciaba la muñeca a su acompañante y le besaba los dedos. Pensé en su manera de tocar la pulsera, en su urgencia. Me hubiese gustado que algún hombre sintiera eso por mí. Me imaginé agarrando un mechón de su pelo, con la espalda apoyada contra la pared de la cocina, mientras su mano me levantaba la falda. «Espera un segundo», me dije. El hombre que iba con Pauline tenía la cabeza rapada. Lo que yo estaba imaginando era el pelo de Will, la boca de Will…
—Te doy un centavo si me dices lo que estás pensando —dijo Will, interrumpiendo mi absurda fantasía.
—Lo que estoy pensando vale mucho más que un centavo —respondí, sintiendo que me ruborizaba.
¿Qué me había sucedido? Mi turno se había acabado. Ya era hora de irme.
—¿Te han dado muchas propinas?
—Sí, no ha estado mal. Pero ahora tengo que irme corriendo. Y una cosa, Will: aunque sea tu novia, tienes que decirle a Tracina que compruebe los azucareros antes de irse. Tienen que estar llenos para el desayuno.
—Sí, jefa —respondió él, cuadrándose como un militar. Después, cuando yo ya me iba hacia la puerta, añadió—: ¿Planes para esta noche?
«Ponerme al día con la tele, separar la basura para reciclar… ¿Qué otro plan voy a tener?»
—Sí, unos planes fantásticos —respondí.
—Deberías pasar la velada con un hombre y no con un gato. Eres una mujer encantadora, Cassie, y lo sabes.
—«¿Encantadora?» ¡Dime, por favor, que no has dicho que soy «encantadora», Will! Es lo que les dicen los hombres a las mujeres de más de treinta y cinco años que aún no están para el desguace pero ya van encaminadas al retiro sentimental: «Eres una mujer encantadora, pero…»
—Ningún pero. Deberías salir, Cassie —dijo él, señalando con la barbilla la puerta y el mundo que se abría al otro lado.
—Es precisamente lo que pienso hacer —repliqué, mientras me dirigía hacia la calle, donde un ciclista que pasó a toda velocidad estuvo a punto de tirarme al suelo.
—¡Cassie! ¡Cielo santo! —exclamó Will, viniendo hacia mí.
—¿Ves? Eso es lo que pasa cuando intento salir. Me aplastan —dije, tratando de tomármelo a broma, mientras mi corazón recuperaba su ritmo.
Él meneó la cabeza y yo me dispuse a bajar por Frenchmen Street. Me pareció que se quedaba mirando mientras me alejaba, pero la timidez me impidió volverme y comprobarlo.
¿Es posible sentirse realmente joven y a la vez muy vieja? Exhausta, recorrí las cuatro calles que me separaban de casa. Me encantaba contemplar las casitas de aspecto cansado de mi barrio, algunas apoyadas en las casas vecinas y otras cargadas con tantas capas de pintura, tantas rejas de hierro forjado y tantas contraventanas ornamentadas que parecían viejas coristas maquilladas y vestidas para la función. Mi apartamento se encontraba en el último piso de un bloque de tres plantas, en la esquina de Chartres con Mandeville. Estaba pintado de verde claro, con los arcos y las persianas verde oscuro. Yo vivía en el ático, pero lo hacía como una estudiante. En mi apartamento, de un solo dormitorio, había un sofá cama, unas estanterías hechas con cajones de supermercado que también servían de mesitas auxiliares y una creciente colección de saleros y pimenteros. El dormitorio estaba detrás de un amplio arco de escayola y había tres ventanas abuhardilladas que daban al sur. En realidad, la escalera era tan estrecha que me impedía subir cualquier mueble pesado o voluminoso. Todo tenía que ser portátil, plegable o desmontable. Mientras me acercaba al edificio, levanté la vista y me di cuenta de que algún día sería demasiado vieja para vivir en el último piso, sobre todo si seguía trabajando de pie. Algunas noches volvía tan cansada que apenas me quedaban fuerzas para subir la escalera.
Había empezado a notar que cuando mis vecinas envejecían no se marchaban del edificio, sino que se mudaban al piso de abajo. Las hermanas Delmonte habían tomado esa decisión unos meses antes, cuando Sally y Janette, otras dos hermanas, se trasladaron finalmente a una residencia de ancianos. Cuando su acogedor pisito de dos dormitorios quedó libre, ayudé a las Delmonte a trasladar su ropa y sus libros del segundo piso al primero. Anna y Bettina se llevaban diez años, y aunque Anna, con sesenta, habría podido seguir subiendo la escalera unos cuantos años más, Bettina impuso su criterio cuando cumplió los setenta. Fue Anna quien me contó que cuando reconvirtieron la antigua mansión familiar en un edificio de cinco apartamentos, allá por los años sesenta, la gente había empezado a llamarla «el hotel de las solteronas».
—Aquí siempre hemos sido todas mujeres —dijo—. No es que tú seas una solterona, cariño. Ya sé que a las mujeres de cierta edad que no están casadas les molesta mucho esa palabra. Tampoco es que tenga nada de malo ser una solterona, aunque lo fueras. Y, desde luego, ni por un momento he pensado que lo fueras.
—En realidad, soy viuda.
—Sí, pero eres una viuda joven. Todavía tienes mucho tiempo para volver a casarte y tener hijos. Bueno, al menos para volver a casarte —dijo Anna, arqueando una ceja.
Me metió en el bolsillo un billete de un dólar, por las molestias que me había tomado. Yo había dejado de oponerme hacía tiempo a ese tipo de gestos suyos, porque sabía que, en caso de rechazarlo, inevitablemente volvería a deslizar el billete por debajo de mi puerta unas horas después.
—Eres un tesoro, Cassie.
¿Me había convertido en una solterona? El año anterior había tenido una sola cita, con Vince, el mejor amigo del hermano pequeño de Will, un
hipster
alto y desgarbado que se quedó boquiabierto cuando le dije que tenía treinta y cuatro años. Después, para disimular el susto, me dijo que él sentía «debilidad» por las mujeres mayores, ¡y eso lo había soltado alguien que ya había cumplido los treinta! Tendría que haberle dado un bofetón en la cara de imbécil. Pero, en lugar de eso, cuando aún no había pasado una hora de nuestra cita, empecé a mirar el reloj. El tipo hablaba por los codos de la banda de pacotilla en la que estaba tocando, de lo mala que era la carta de vinos y de la cantidad de casas en ruinas que pensaba comprar en Nueva Orleans, porque estaba seguro de que el mercado iba a recuperarse en cualquier momento. Cuando me dejó delante del hotel de las solteronas consideré por un momento invitarlo a subir. Pensé en
Cinco años
acurrucado en el asiento trasero. «Tírate a este tipo, Cassie. ¿Qué te lo impide? ¿Qué es lo que siempre te lo impide?» Pero cuando lo sorprendí escupiendo el chicle por la ventana del coche, me di cuenta de que no habría podido quitarme la ropa delante de ese niño patilargo.
Así había terminado mi última cita, y en eso pensaba mientras me preparaba un baño y me despojaba de la ropa de camarera. Quería quitarme el olor del restaurante. En el otro extremo del pasillo vi la pequeña libreta, sobre la mesa, junto a la entrada. ¿Qué debía hacer con ella? Una parte de mí sabía que no debía leerla, pero la otra era incapaz de resistirse. Por eso, durante todo el turno había estado aplazando la decisión, diciéndome: «Cuando llegues a casa… Después de la cena… Después de darte un baño… Cuando estés en la cama… Por la mañana… ¿Nunca?»
Dixie
se paseaba alrededor de mis tobillos pidiendo comida, mientras la bañera se llenaba de agua y de burbujas. La luna flotaba sobre Chartres Street y el canto de las cigarras sofocaba el ruido del tráfico. Me miré al espejo e intenté verme con los ojos de alguien que me contemplara por primera vez. No es que mi cuerpo fuera horrible. Estaba bien, ni demasiado alto ni demasiado flaco. Tenía las manos secas y enrojecidas por el detergente, pero aparte de eso estaba en forma, probablemente porque me pasaba todo el santo día sirviendo mesas. Me gustaba mi trasero, agradablemente redondo, aunque es cierto lo que dicen de que a los treinta y tantos todo empieza a caerse. Me sujeté con las manos los pechos y los levanté un poco. Perfecto. Imaginé a Scott, no, a Scott no. A Will, no, tampoco. Will no era mío, sino de Tracina. Imaginé al tipo del restaurante. Imaginé que se me acercaba por detrás, me ponía la manos donde yo las tenía, me hacía inclinar hacia adelante y entonces… «Para ya, Cassie.»
No había vuelto a hacerme aquella estúpida depilación brasileña desde la muerte de Scott. Su aspecto siempre me había parecido un poco inquietante, como el de una niña pequeña o algo así. Dejé ir la mano hacia… ¿Hacia dónde? ¿Cómo llamarlo cuando una está sola? «Vagina» podía sonar demasiado clínico o excesivamente inmaduro, según los casos. «Conejito» era un término masculino y demasiado zoológico para mí. «¿Coño?» No. Demasiado crudo. Moví el dedo alrededor de «lo de allá abajo» y descubrí, para mi sorpresa, que estaba húmedo. Pero no pude reunir la energía ni la voluntad para hacer algo al respecto.
¿Me sentía sola? Sí, claro. Pero también estaba clausurando lentamente partes de mí misma, al parecer de forma definitiva, como una gran fábrica que fuera apagando las luces de sus distintos sectores, uno a uno. Tenía sólo treinta y cinco años y no había vivido ninguna experiencia sexual realmente grandiosa, alucinante, liberadora y sustancial, como las que parecía mencionar aquella libreta.
A veces me sentía como un montón de carne sobre una pila de huesos que no hacía más que entrar y salir de taxis y autobuses, deambular por un restaurante, dar de comer a la gente y limpiar la suciedad ajena. En casa, mi cuerpo no era más que un cojín caliente para que durmiera la gata. ¿Cómo había llegado hasta esa situación? ¿Cómo era posible que mi vida se hubiera convertido en eso? ¿Por qué era incapaz de recomponerla y salir al mundo, como me había aconsejado Will?