S.E.C.R.E.T (4 page)

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Authors: L. Marie Adeline

Tags: #Erótico

BOOK: S.E.C.R.E.T
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Miré otra vez en el espejo toda esa carne disponible y tierna, pero encerrada de algún modo en sí misma. Me metí en la bañera y me senté. Después, me deslicé hasta el fondo y dejé que mi cabeza se sumergiera unos segundos bajo la espuma. Debajo del agua podía oír los latidos de mi propio corazón, resonando como un eco lúgubre. «Así es como suena la soledad», pensé.

No bebía casi nunca, y mucho menos cuando estaba sola, pero la noche parecía exigir una copa de vino blanco frío y un albornoz abrigado. Tenía una caja de chablis en la nevera, que aunque llevaba un par de meses olvidada, tendría que acabarme algún día. Llené una copa grande hasta el borde y me senté en el rincón del sofá cama, con la gata y la libreta encima. Repasé con el dedo las iniciales P. D. de la portada. Dentro encontré una etiqueta con el nombre de «Pauline Davis» impreso, pero sin ninguna información de contacto. Después de esa página venía un índice escrito en letra cursiva, que enumeraba una serie de pasos, del uno al diez:

Paso uno:
aceptación

Paso dos:
coraje

Paso tres:
confianza

Paso cuatro:
generosidad

Paso cinco:
audacia

Paso seis:
seguridad

Paso siete:
curiosidad

Paso ocho:
arrojo

Paso nueve:
exuberancia

Paso diez:
la elección

¡Dios mío! ¿Qué tenía entre mis manos? ¿Qué era esa lista? Sentí calor y escalofríos al mismo tiempo, como si hubiera descubierto un secreto peligroso pero exquisito. Me levanté del sofá para cerrar los visillos de las ventanas.
¿Coraje
,
confianza
,
audacia
,
exuberancia?
Las palabras me habían asaltado y se estaban volviendo borrosas ante mis ojos. ¿Se habría propuesto Pauline seguir esos pasos? Y, de ser así, ¿hasta dónde habría llegado? Volví a sentarme, leí la lista una vez más y pasé al primer capítulo: «Notas para la fantasía del paso uno». No pude contenerme y empecé a leer:

Es difícil describir el miedo que pasé y lo mucho que me preocupaba acobardarme, cancelarlo y salir huyendo. Después de todo, es lo que suelo hacer cuando las cosas se vuelven abrumadoras, sobre todo cuando tienen que ver con el sexo. Pero me vino a la mente la palabra «aceptación» y me abrí a la idea de que debía aceptarlo, aceptar la ayuda de S.E.C.R.E.T. Cuando él entró sin hacer ruido en la habitación del hotel y cerró la puerta, supe que quería seguir adelante…

Sentí que me palpitaba el corazón, como si fuera yo la que estaba en el cuarto del hotel mientras ese desconocido abría la puerta…

¡Ese hombre! ¿Cómo decirlo? Matilda tenía razón. Era tan increíblemente atractivo… Se acercó a mí con movimientos lentos, como un gato, y yo retrocedí hasta sentir el contacto de la cama detrás de las rodillas. Entonces él me tumbó de espaldas con un suave empujón, me levantó la falda y me separó las piernas. Me tapé la cara con una almohada mientras él pronunciaba las únicas palabras que dijo en todo el día: «Eres preciosa.» Después me llevó a una especie de éxtasis que, en realidad, no puedo describir aquí, aunque lo intentaré…

Volví a cerrar la libreta. No estaba bien leer aquello. Era demasiado directo. No era asunto mío. Tenía que dejarlo.

Un paso más y pararía. Leería un paso más y luego cerraría la libreta definitivamente.

La abrí por la mitad, por un lugar al azar, dejando atrás muchas páginas que supuse rebosantes de descripciones eróticas.

¡Oh! Al principio fue rarísimo, no voy a mentir. Pero aun así me produjo una increíble sensación de plenitud. No hay otra manera de describirlo. Como si lo tuviera todo dentro. Como si no fuera posible ir más allá y luego hubiera descubierto que sí lo era. No me importaba estar gritando como una loca. Mientras tanto, él me lo hacía todo el tiempo con las manos. ¡Fue increíble! Gracias a Dios, la Mansión está insonorizada, o al menos eso me han dicho. Tiene que estarlo, porque de lo contrario todo el mundo sabría lo que pasa en cada una de sus habitaciones. Pero te diré que la mejor sensación me la dio el otro tipo, Olivier, el hombre que tenía debajo, mi adorable desconocido de pelo negro, con el brazo lleno de tatuajes, que me estaba chupando el…

Cerré la libreta de golpe. Ahora sí que tenía que parar. Era demasiado. ¿Dos hombres? ¿A la vez? Miré el encabezado de la página. Era el paso cinco:
audacia
. Me asombró sentir húmeda la entrepierna. Por lo general no leía literatura erótica y, en las contadas ocasiones en que había visto una película pornográfica, no me parecía excitante. Pero esto… Esto hablaba del deseo
.
Habría querido seguir leyendo hasta el final, pero no, no iba a hacerlo. Mantuve la libreta cerrada sobre el regazo.

Pauline no daba el tipo, con su pelo corto y su cara lavada. Pero ¿cuál era «el tipo»? ¿Hasta dónde había llegado yo con un hombre? ¿Qué era lo más arriesgado que había hecho? Una masturbación rápida entre risas, en un cine, con un chico del instituto con el que salí brevemente cuando Scott y yo nos tomamos un «descanso». Había practicado algunas felaciones. Quizá no demasiado bien y no siempre hasta el final. En lo referente al sexo, era más que inexperta.
Dixie
se había dado la vuelta panza arriba, en una postura que resultaba adecuadamente lasciva.

—Ay, gatita, es probable que tú te hayas divertido más en la calle que yo en el dormitorio, mucho más.

Tenía que apartar de mí la libreta. Leer un poco más habría sido violar irrevocablemente la intimidad de Pauline y desquiciarme por completo. Me levanté del sofá y, con un gesto casi colérico, guardé la libreta en lo más profundo del cajón de la mesa del teléfono, que estaba junto a la entrada. Al cabo de diez minutos, la puse en el bolsillo de una vieja chaqueta de esquí que había traído de Michigan y que seguía colgada en el fondo del armario. Aun así, la libreta me llamaba. Entonces la metí en el horno. ¿Y si se prendía fuego por accidente?

Decidí guardarla en el bolso, para que no se me olvidara llevarla al trabajo al día siguiente, por si Pauline volvía a buscarla. ¡Dios! ¿Y si pensaba que la había leído? Pero ¿cómo no iba a leerla? «Bueno, al menos no la he leído toda», pensé, mientras la sacaba del bolso y, finalmente, la metía en el maletero del coche.

Dos días después, cuando ya había pasado la hora más concurrida del almuerzo, la campanilla de la puerta anunció la llegada de Pauline. Se me encogió el estómago, como si viniera para llevarme a la cárcel. Esta vez no venía con su atractivo acompañante, sino con una mujer mayor, tal vez de unos cincuenta años, o quizá de sesenta muy bien llevados, guapa, de melena roja ondulada y que vestía una túnica color coral. Me pareció que las dos tenían una expresión un poco seria mientras se dirigían a una mesa vacía junto a la ventana. Me alisé la camiseta e intenté reunir fuerzas para acercarme a su mesa. «Intenta no mirarla fijamente. Procura parecer despreocupada y normal. Tú no sabes nada porque no has leído esa libreta.»

—Hola, ¿qué tal? ¿Querréis café para empezar? —pregunté con una sonrisa forzada, mientras sentía como si el corazón se me quisiera salir del pecho.

—Sí, por favor —dijo Pauline, evitando mirarme y volviéndose hacia la mujer pelirroja—. ¿Y tú?

—Un té verde. Y la carta, por favor —replicó, con la vista fija en Pauline.

Sentí una oleada de vergüenza. Sabían algo. Sabían que yo sabía algo.

—S-sí, sí, claro —tartamudeé, mientras me volvía.

—Espera. Quería preguntarte…

Sentí el corazón en la boca.

—Sí… —dije, dándome la vuelta, con las manos metidas en el bolsillo delantero y la cabeza hundida entre los hombros.

Era Pauline la que había hablado. Estaba tan nerviosa como yo. La expresión de su compañera, en cambio, destilaba serenidad. Noté que le hacía un leve gesto para animarla a continuar. También noté que la pelirroja lucía una de esas preciosas pulseras de oro, con el mismo acabado mate y los amuletos colgantes.

—Creo que el otro día me dejé algo aquí. Una libreta pequeña, más o menos del tamaño de esta servilleta. De color burdeos, con mis iniciales en la portada: P. D. ¿No la habréis encontrado?

La voz le temblaba. Parecía al borde de las lágrimas.

Mi mirada iba y venía de su cara al rostro sereno de su acompañante.

—Hum. No lo sé, pero se lo preguntaré a Dell —respondí en un tono excesivamente entusiasta—. Ahora vuelvo.

Me dirigí a la cocina andando muy envarada, abrí la puerta de un empujón y apoyé la espalda contra las frías baldosas de la pared. Se me fue todo el aire de los pulmones. Miré a la vieja Dell, que estaba limpiando la olla grande del especial con chile. Aunque se había rapado casi al cero el pelo entrecano, usaba siempre una redecilla en la cabeza y vestía una bata profesional de hostelería. De pronto, se me ocurrió una idea.

—¡Dell! Tienes que hacerme un favor.

—No
tengo
que hacerte ningún favor, Cassie —respondió, con un leve ceceo—. A ver si cuidas los modales.

—De acuerdo. Te lo explicaré rápidamente. Hay dos clientas ahí fuera. Una de ellas se dejó una cosa olvidada el otro día, una libreta pequeña, y no quiero que piense que la he leído. Porque, en realidad, sí que lo he hecho. Bueno, no toda. Sólo una parte. Tenía que leer un poco para saber de quién era, ¿no crees? Pero resultó que era un diario íntimo y me parece que he leído demasiado. Era personal. Tremendamente personal. Por eso no quiero que sepan que la tenía yo. ¿Podrías decirles que la has encontrado tú? ¡Por favor!

—Quieres que mienta.

—No, no, de eso me ocuparé yo. Yo mentiré.

—¡Ah, qué bien! A veces no entiendo a las jovencitas de hoy en día, con todos vuestros dramas y vuestras historias. ¿No puedes decir simplemente: «Encontré esto; aquí lo tenéis»?

—Esta vez no. No puedo.

Me quedé delante de Dell, con las manos unidas en un gesto de súplica.

—De acuerdo —dijo ella al final, apartándome como a una mosca—. Pero no esperes que yo diga nada. Jesús no me ha traído a este mundo para mentir.

—¡Te daría un beso!

—Pero no me lo darás.

Corrí a mi taquilla, recogí la libreta, que estaba sobre una pila de camisetas sucias; tenía que hacer la colada. Cuando llegué a la mesa, estaba sin aliento. Las caras de las dos mujeres se volvieron hacia mí a la vez, expectantes.

—¡Bueno! Se lo he preguntado a Dell. Es la otra camarera que trabaja en el turno de día. Allí está… —En ese momento, Dell, obediente, salió de la cocina y nos saludó con gesto cansado, para dar legitimidad a mi mentira—. Por lo visto ha encontrado esto —dije triunfalmente, mientras sacaba la libreta del bolsillo—. ¿Es lo que estabais…?

Antes de que pudiera terminar la frase, Pauline me arrebató la libreta de la mano y se la guardó en el bolso.

—Sí, es lo que buscaba. Muchísimas gracias —dijo con un suspiro. Después se volvió hacia la otra mujer—. ¿Sabes qué, Matilda? Creo que tengo que irme. Es una pena, pero no tengo tiempo de quedarme a comer. ¿No te importa?

—No, en absoluto. Llámame luego. Yo sí que estoy hambrienta —dijo Matilda, antes de ponerse de pie y despedirse de su amiga con un abrazo.

Por su gesto, noté que Pauline estaba irritada y aliviada al mismo tiempo. Había recuperado la libreta, pero sabía que algunos de sus secretos habían quedado al descubierto para alguien, en alguna parte, y no veía la hora de marcharse. Después de un rápido beso de despedida, se dirigió velozmente hacia la puerta.

Matilda volvió a arrellanarse en su silla, relajada como un gato tumbado al sol. Miré a mi alrededor. Eran las tres de la tarde y el local ya casi se había vaciado. Mi turno estaba a punto de terminar.

—Ahora mismo traigo el té —dije—. La carta está colgada ahí mismo, en la pared.

—Gracias, Cassie —replicó ella, mientras me alejaba.

Sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Sabía mi nombre. ¿Cómo podía saberlo? Tal vez porque yo firmaba las facturas. Y Pauline era una clienta habitual. Era por eso. Seguro.

El resto de mi turno transcurrió sin incidentes. Matilda tomó su té mientras miraba por la ventana. Pidió un sándwich vegetal con huevo y un plato de encurtidos, del que sólo comió la mitad. No hablamos mucho, aparte de las amabilidades que suelen intercambiar las camareras con sus clientes. Le llevé la cuenta y me dejó una buena propina.

Por eso me sorprendió que al día siguiente Matilda se presentara de nuevo, poco después de la hora más concurrida del almuerzo, pero esta vez sola. Me saludó con la mano y me señaló una mesa. Le hice un gesto afirmativo; las manos me temblaban un poco mientras iba hacia ella. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Aunque aquella mujer supiera que había mentido, ¿qué tenía de malo lo que había hecho? ¿Qué persona normal se habría resistido a leer una libreta con un contenido tan interesante?

—Hola, Cassie —dijo, con una sonrisa que me pareció sincera.

Esta vez me fijé en su cara. Tenía los ojos grandes y brillantes, de color castaño oscuro, y una piel perfecta. Llevaba muy poco maquillaje, lo que hacía que pareciera más joven de lo que era en realidad. Sospeché que probablemente estaría más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Tenía la cara en forma de corazón, con la barbilla en punta, y debo decir que era guapísima, como lo son a veces algunas mujeres de rasgos inusuales. Vestía de negro: pantalones ceñidos que revelaban que estaba muy en forma y una blusa de punto muy seductora. También llevaba la pulsera de oro con los amuletos, que resplandecía sobre la manga negra de la blusa.

—Hola de nuevo —dije, dejando la carta del restaurante sobre la mesa.

—Tomaré lo mismo que ayer.

—¿Té verde y sándwich vegetal con huevo?

—Exacto.

Le serví su té y su sándwich unos minutos después; un poco más tarde, cuando me lo pidió, volví a llenarle la tetera con agua caliente. Cuando ya había terminado y fui a recoger su plato, me invitó a sentarme con ella. Me quedé helada.

—Sólo un segundo —dijo, mientras separaba la silla que tenía enfrente.

—Estoy trabajando —respondí, sintiéndome un poco acorralada.

Por la ventana abierta entre la cocina y la sala, detrás de la barra, podía ver a Dell. ¿Y si esa mujer empezaba a hacerme preguntas sobre la libreta?

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