Chis y Garabís son dos islas del océano Atlético. En Chis gobierna el rey Manolo, y en Garabís, el rey Agapito. Entre chisinos y garabisinos siempre ha reinado la paz y la tranquilidad. Pero un día la nube de los jueves hace de las suyas y deja de llover en Garabís. Y ya sabéis que, cuando esto pasa, el pasto se seca, las vacas tienen hambre, el río apenas lleva agua... En fin, ¡todo un desastre!
Con este divertido libro el primero que ha escrito, PALOMA BORDONS quedó finalista en el premio El Barco de Vapor 1986.
Paloma Bordons
Chis y Garabís
El Barco de Vapor - Serie Naranja - 45
ePUB v1.0
Rayul23.09.12
Título original:
Chis y Garabís
Paloma Bordons, 1987.
Ilustraciones: Ana López Escrivá
Editor original: Rayul (v1.0)
ePub base v2.0
A José Luis, María Teresa y Álvaro
(según orden de aparición en escena)
En algún punto o, mejor dicho, en dos puntos del inmenso océano Atlético, no lejos de las penínsulas de Oste y Moste, se encuentran las minúsculas islas de Chis y Garabís, donde transcurre esta historia.
La forma más fácil de llegar a Chis y Garabís, y la única que conozco, es por casualidad. Por casualidad llegué yo un día. Pero otro día me marché, también por casualidad, y ya no he sabido regresar.
Durante el tiempo que estuve entre los chisinos y los garabisinos, me contaron esta historia. Tal como me la contaron os la cuento, y os ruego que si alguno de vosotros sabe de un medio de llegar a Chis y Garabís que no sea por casualidad —mejor si es barato—, me lo diga. Me gustaría mucho volver, y además olvidé allí mi cepillo de dientes.
EMPEZARÉ la historia hablándoos de la isla de Chis.
Por aquel entonces, en Chis reinaba el rey Manolo. Manolo vivía con su esposa la reina Andrea y su hijo Nicolás en un palacio tan pequeño que casi no se podía llamar palacio. En Chis todo era muy pequeño por falta de sitio.
En palacio servía un único criado, Blas. Bueno, servir no es la palabra exacta, porque no servía para nada más que para dormir. La verdad es que estaba allí porque a la reina Andrea le parecía bochornoso que pudiera existir un palacio sin un solo sirviente.
La tierra de Chis era excelente; nunca vi una tierra tan fértil. El clima de Chis tampoco estaba mal: seis días a la semana lucía el sol, y los jueves llovía. Desde que se inventaron los jueves, ni un solo jueves había dejado de llover en Chis.
Supongo que por ese clima y ese suelo, los huertos de Chis, aunque muy pequeños, eran los mejores del mundo. Crecían unas ciruelas tan enormes, que con una sola se atiborraba hasta el más glotón; las cebollas eran de tal calibre, que al picar una lloraba todo el pueblo; los melones había que transportarlos en carretilla... ¡Aquello era una exageración!
Chis era tan pequeña como grandes eran sus frutos. Para que os hagáis una idea de lo minúscula que era la isla, os diré que, cuando el rey dormía con la ventana abierta y se ponía a roncar —lo cual sucedía a menudo—, nadie en el pueblo podía pegar ojo. Por lo menos hasta que la reina Andrea no tomaba cartas en el asunto.
—¡Manolo! —le decía sacudiéndolo—. ¡Nos vas a dejar a todos sordos!
Entonces el rey Manolo gruñía un poquito, daba media vuelta, dejaba de roncar y seguía durmiendo como un bendito.
UN DÍA, el rey Manolo, que además de rey era muy razonable, decidió que era demasiada responsabilidad reinar él solo, aunque fuese en una isla tan pequeña, y quiso formar un parlamento. Así los súbditos podrían decidir sobre sus propios asuntos. Como eran tan pocos, todos los adultos de Chis fueron elegidos parlamentarios, e incluso sobró un escaño, porque Fermín dijo que la política era un asco y renunció a su puesto.
Todos los problemas de Chis se solían resolver con la misma facilidad que el de los ronquidos del rey Manolo. Así pues, la vida en Chis transcurría feliz y apacible, al menos hasta que comenzaron los acontecimientos que relataré en mi historia.
A UN TIRO DE PIEDRA de la isla de Chis estaba la isla de Garabís. Garabís también tenía su rey, el rey Agapito, unos pocos súbditos y su lluvia los jueves. En Garabís, en cambio, no había huertos, sino un espeso bosque, un río lleno de peces y un prado increíblemente verde con un montón de vacas, muy hermosotas ellas. Los habitantes de Garabís vivían de la madera, de la pesca y de las vacas, e intercambiaban sus productos con los de Chis.
Lo que más diferenciaba a Chis de Garabís eran sus reyes. El rey Agapito vivía en un palacio grande y señorial. No roncaba, porque pensaba que roncar es indigno de un rey. Le gustaba dar órdenes, que le hicieran reverencias y salir al balcón de palacio todos los sábados a las doce en punto para que le aclamaran sus súbditos.
A los habitantes de Garabís les daba un poco de pena el rey Agapito.
—¡Vaya aburrimiento tener que reinar todo el día! —comentaba uno.
—¡Y encima, aguantar a la reina! —decía otro—. ¡Pobre Agapito!
E iban todos los sábados a aplaudirle un rato, para compensarle un poco de la desgracia de ser rey.
El rey Agapito estaba casado con la reina Matilde. La quería con locura. Creo que era el rey más enamorado del mundo. Los vecinos de Garabís, que eran muy aficionados a poner motes, le llamaban Agapito Sesosorbido.
La reina Matilde tenía mucho genio y era terriblemente caprichosa.
—Agapito —decía la reina—, quiero una fiesta con fuegos artificiales.
Agapito buscaba a los mejores pirotécnicos y la reina tenía su fiesta.
—Agapito, quiero un abrigo de oso polar.
—Pero mujer, si aquí no hay osos polares...
La reina Matilde miraba a su marido con ojos furibundos y el rey Agapito mandaba al Polo una expedición, que volvía con el abrigo de la reina.
—Agapito, quiero que dos más dos sean cinco.
El rey mandaba publicar un decreto por el cual, desde aquel día, en Garabís, dos más dos eran cinco.
—Agapito, quiero un helado de cardos borriqueros —dijo un día la reina.
El rey Agapito mandó llamar a los mejores cocineros y magos. Al ver que ninguno conseguía un helado de cardos aceptable, puso él mismo manos a la obra. Y como dicen que el amor todo lo puede, consiguió un helado para chuparse los dedos.
—Agapito, quiero un loro que hable en ruso.
—Agapito, quiero un vestido de ala de mariposa.
—Agapito...
El rey Agapito siempre lograba complacerla. Como los caprichos de la reina Matilde eran tan caros, el rey Agapito cobraba a sus súbditos impuestos cada vez más altos, y aun así estaba endeudado hasta las orejas.
HASTA QUE, UN DÍA, la reina Matilde dijo;
—Agapito, el jueves que viene es mi cumpleaños y no quiero que llueva.
—¡Pero Matildita! —exclamó el rey Agapito, angustiado—. ¡Desde que el mundo es mundo, en Garabís siempre ha llovido los jueves!
—Pues tú verás lo que haces —repuso la reina Matilde—. Pienso dar una fiesta en el jardín, y si llueve se me quitará la permanente.
El rey Agapito mandó llamar a astrólogos, astrónomos, meteorólogos, magos, niños prodigio, bomberos...
—Veremos lo que se puede hacer —dijeron todos.
Y llegó el jueves. La reina salió al jardín y le cayó encima un chaparrón. Se murió del berrinche.
Ese fue el último jueves que llovió en Garabís. Y tampoco volvió a llover ningún otro día de la semana. La nube gris de todos los jueves llegaba puntualmente a Chis y dejaba caer una buena lluvia, pero no se dignaba acercarse a Garabís, y enseguida se marchaba por donde había venido. Estaba muy ofendida.
DESDE AQUEL JUEVES, el rey Agapito pasó de ser el rey más enamorado del mundo a ser el rey más triste del mundo, con el nombre de Agapito Caralarga. Y también el más gordo: para ahogar su tristeza, el rey comía sin parar. La comida y su hija Marieta eran sus únicas ilusiones.
Marieta tenía tanto carácter como su madre, y era casi tan caprichosa como ella, quizá porque su padre nunca le había dicho «no» a nada desde que la princesita aprendió a pedir.
«¿Y si le llevo la contraria y le pasa como a su madre, mi buena Matilde?», pensaba angustiado el rey Agapito. Y rezaba por que a la princesa Marieta no se le ocurriera hacer peticiones muy descabelladas.
Afortunadamente, Marieta, además de ser la princesa más consentida del mundo, era bastante realista, y sus caprichos resultaban pan comido para el rey Agapito, que ya era todo un experto en caprichos.
—No quiero lentejas —decía Marieta mirando su plato con cara de asco.
Y no comía lentejas.
—Quiero un día al revés —exigía Marieta con voz chillona.
Y al día siguiente todo el mundo en Garabís se levantaba al ponerse el sol y se acostaba al amanecer.
Estos caprichos servían para entretener a la princesa Marieta, que de otro modo se hubiera aburrido muchísimo, porque su padre no quería que jugara con los niños de su edad.
—Una princesita no debe mezclarse con niños cualquiera —decía el rey Agapito.
Y como todos los niños en Garabís eran niños cualquiera, Marieta se pasaba el día sola o haciendo barrabasadas entre las personas mayores.
Marieta no iba a la escuela con los demás niños. Tenía un profesor particular, don Benito, el mismo que tuvo su padre de niño. Don Benito era viejo, viejísimo. Durante las clases, cuando se hartaba de las impertinencias de Marieta, se echaba una siestecita. Entre cabezada y cabezada explicaba a Marieta lo que aún recordaba de ciencias naturales, de historia y de matemáticas, que no era mucho.
A todo esto, ya llevaba muchos jueves sin llover en Garabís y las cosas empezaban a ponerse feas. El pasto estaba seco, las vacas tenían hambre y el río apenas traía agua.
Un día se presentó ante el rey Agapito un emisario del vecino reino de Oste.
—Vengo a cobrar vuestra deuda. Nos debes noventa mil flings.
El fling era la moneda que usaban en Chis y Garabís.
—¿Noventa mil? —exclamó aterrado el rey Agapito.
—Sesenta mil que os prestamos más treinta mil de intereses —explicó el emisario.
Como veis, en Oste eran algo usureros.
—No tengo dinero —musitó el rey Agapito y agachó la cabeza compungido, de tal forma que su corona rodó por el suelo y se abolló.
—Tendremos que talar tu bosque a cambio —repuso el emisario de Oste—. No podemos esperar un día más.
El emisario mandó llamar a sus hombres y talaron todos los árboles del bosque de Garabís.
OTRO DÍA llegó un emisario de Moste.
—Vengo a cobrar vuestra deuda de sesenta mil flings.
—¿Sesenta mil flings? —exclamó el rey.
—Cuarenta mil más veinte...
—Sí, ya sé —dijo el rey Agapito con voz cansada—. Cuarenta mil más veinte mil de intereses.
—Eso.
Como veis, los del reino de Moste eran también bastante usureros.
—No tengo dinero —musitó el rey Agapito, tan cabizbajo que se le volvió a caer la corona y se abolló de nuevo.
—Entonces tendré que llevarme todas tus vacas.
El emisario llamó a sus hombres y se llevaron todas las vacas del reino.