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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (18 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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—Todas las pruebas de las que tomamos posesión estarán perfectamente inventariadas.

El tono de Hardwick transmitía la parte no expresada del mensaje: «No le damos una lista de cosas que deseamos llevarnos. Le damos una lista de las cosas que nos estamos llevando».

Smale, que obviamente era capaz de percibir mensajes implícitos como aquél, sonrió. Se volvió hacia Gurney y preguntó con su voz cansina.

—Dígame, ¿es usted el mismísimo Dave Gurney?

—Soy el único que tuvieron mis padres.

—Bueno, bueno, bueno. ¡Un detective de leyenda! Es un placer conocerle.

Gurney, a quien de manera inevitable esta clase de reconocimiento le resultaba incómoda, no dijo nada.

Caddy Mellery rompió el silencio.

—Debo pedir disculpas, pero tengo una migraña terrible y he de acostarme.

—La comprendo —dijo Hardwick—, pero necesito su ayuda con unos pocos detalles.

Smale miró a su cliente con preocupación.

—¿No podría esperar una hora o dos? La señora Mellery está sufriendo.

—Mis preguntas no la ocuparán más de dos o tres minutos. Créame, preferiría no entrometerme, pero un retraso crearía problemas.

—¿Caddy?

—No pasa nada, Carl. Ahora o después no cambia nada. —Cerró los ojos—. Le escucho.

—Lamento hacerle pensar en estas cosas —dijo Hardwick, ¿le importa que me siente aquí? —Señaló el sillón de orejas que estaba más cerca del lado del sofá que ocupaba Caddy.

—Adelante. —Aún tenía los ojos cerrados.

Hardwick se sentó en el borde del cojín. Interrogar a los allegados de la víctima era una labor incómoda para cualquier policía. Sin embargo, él no parecía demasiado molesto por la tarea.

—Quiero repasar algo que me ha contado esta madrugada para asegurarme de que no estoy confundido. Ha dicho que el teléfono sonó poco después de la una de la mañana, que usted y su marido estaban durmiendo en ese momento.

—Sí.

—¿Y sabe la hora porque…?

—Miré el reloj. Me pregunté quién podía llamarnos a esa hora.

—¿Y su marido contestó?

—Sí.

—¿Qué dijo?

—Dijo «hola, hola, hola», tres o cuatro veces. Luego colgó.

—¿Le dijo si el que llamaba había dicho algo?

—No.

—¿Y al cabo de unos minutos, oyó un grito animal en el bosque?

—Un chillido.

—¿Un chillido?

—Sí.

—¿Qué diferencia hay entre chillar y gritar?

—Gritar… —Se detuvo y se mordió con fuerza el labio inferior.

—¿Señora Mellery?

—¿Va a haber muchas más preguntas así? —preguntó Smale.

—Sólo he de saber lo que oyó.

—Gritar es más humano. Gritar es lo que hago cuando… —Parpadeó como para quitarse una mota del ojo antes de continuar—. Era una especie de animal. Pero no fue en el bosque. Sonó más cerca de la casa.

—¿Cuánto tiempo se prolongó ese grito…, chillido?

—Un minuto o dos, no estoy segura. Paró después de que Mark bajó.

—¿Dijo lo que iba a hacer?

—Dijo que iba a ver qué era. Nada más. Sólo… —Paró de hablar y empezó a respirar lenta y profundamente.

—Lo siento, señora Mellery. Ya casi he terminado. Sólo quería ver de qué se trataba, nada más.

—¿Oyó algo más?

Caddy Mellery se tapó la boca, agarrándose las mejillas y la mandíbula en un aparente esfuerzo por controlarse. Aparecieron manchas rojas y blancas, vio sus uñas debido a la fuerza de su agarre.

Cuando habló, las palabras sonaron en sordina a causa de la mano.

—Estaba medio dormida, pero sí oí algo, algo como un aplauso, como si alguien hubiera aplaudido. Nada más. —Continuó sosteniéndose la cara como si la presión fuera su único alivio.

—Gracias —dijo Hardwick, levantándose del sillón de orejas—. Reduciremos al mínimo nuestras intrusiones. Por ahora, lo único que he de hacer es examinar ese escritorio.

Caddy Mellery levantó la cabeza y abrió los ojos. Su mano cayó sobre el regazo. Dejó ver las marcas lívidas de sus dedos en las mejillas.

—Detective —dijo con voz frágil pero decidida—, puede llevarse todo lo que sea relevante, pero, por favor, respete nuestra intimidad. La prensa es irresponsable. El legado de mi marido es de suma importancia.

21

Prioridades

—Si nos empantanamos en esta poesía estaremos dando vueltas a una farola hasta el año que viene —dijo Hardwick.

Pronunció la palabra «poesía» como si fuera la peor clase de lodo.

Los mensajes del asesino estaban dispuestos en una gran mesa en medio de la sala de reuniones del instituto, ocupado por el equipo DIC. Aquélla era su ubicación sobre el terreno para la fase inicial intensiva de la investigación.

Estaba la carta inicial en dos partes de X. Arybdis en la que hacía la inexplicable predicción de que el número en el que pensaría Mellery sería el seiscientos cincuenta y ocho y en la cual solicitaba 289,87 dólares para cubrir los gastos que le había conllevado localizarlo. Estaban los tres poemas cada vez más amenazadores que habían ido llegando por correo. (El tercero era el que el propio Mellery había guardado en una bolsita de plástico, como le había dicho a Gurney, para preservar cualquier huella dactilar.) También estaban dispuestos en secuencia el cheque devuelto de 289,87 dólares junto con la nota de Gregory Dermott que indicaba que no existía ningún X. Arybdis en esa dirección; el poema que el asesino había dictado por teléfono al asistente de Mellery; una cinta de casete de la conversación telefónica que el asesino había mantenido con Mellery esa misma tarde, durante la cual éste mencionaba el número diecinueve; la carta hallada en el buzón del instituto en la que se predecía que Mellery elegiría el diecinueve, y el poema final hallado junto al cadáver. Eran un buen número de pruebas.

—¿Sabes algo de la bolsa de plástico? —preguntó Hardwick—. Sonó tan poco entusiasta respecto a ella como había sonado antes con la poesía.

—En ese momento, Mellery estaba muy asustado dijo Gurney. Me dijo que estaba tratando de conservar posibles huellas dactilares.

Hardwick negó con la cabeza.

—¡Esa mierda de CSI! El plástico parece mejor que el papel. Pero si guardas pruebas en bolsas de plástico, se pudren, porque atrapan la humedad. Capullos.

Un policía uniformado con una placa de la Policía de Peony en la gorra y expresión agobiada apareció en la puerta.

—¿Sí? —dijo Hardwick, desafiando al visitante a regalarle otro problema.

—El equipo técnico necesita acceso. ¿Está bien?

Hardwick asintió, pero su atención había vuelto a la colección de amenazas en forma de poema extendida sobre la mesa.

—Bonita caligrafía —dijo, arrugando el rostro en una mueca de desagrado—. ¿Qué te parece, Dave? ¿Crees que quizá tengamos una monja homicida entre manos?

Al cabo de medio minuto, los técnicos aparecieron en la sala de reuniones con sus bolsas de pruebas, un portátil y una impresora de código de barras para hacerse cargo de todos los elementos temporalmente dispuestos sobre la mesa y etiquetarlos. Hardwick solicitó que se hicieran fotocopias de cada uno de los elementos antes de que los enviaran al laboratorio de Albany para llevar a cabo una inspección de huellas y análisis de caligrafía, papel y tinta, con especial atención a la nota dejada sobre el cadáver.

Gurney se mantuvo en un discreto segundo plano, observando a Hardwick en acción en su papel de supervisor de la escena del crimen. La forma en que un caso se resolvía al cabo de meses, o incluso años, dependía de lo bien que el tipo al mando de la escena hacía su trabajo en las primeras horas del proceso. En opinión de Gurney, Hardwick estaba realizando un excelente trabajo. Lo observó debatiendo sobre la documentación de las imágenes y localizaciones del fotógrafo para asegurarse de que todas las zonas relevantes de la propiedad se habían cubierto, incluidas partes clave del perímetro, entradas y salidas, todas las huellas de pisadas e indicios físicos visibles (silla plegable, colillas, botella rota), el cuerpo mismo in situ y la nieve empapada de sangre que lo rodeaba. Hardwick también pidió al fotógrafo que encargara fotos aéreas del conjunto de la propiedad y de su entorno; no era una parte normal del proceso, pero, dadas las circunstancias, particularmente el conjunto de huellas que no conducían a ninguna parte, tenía sentido.

Además, Hardwick departió con los dos detectives más jóvenes para cerciorarse de que habían llevado a cabo los interrogatorios que les había asignado. Se reunió con el jefe técnico para revisar la lista de recolección de pruebas, luego dispuso que uno de sus detectives se encargara de que llevaran un perro a la escena a la mañana siguiente, lo cual para Gurney era una señal de que el problema de las pisadas estaba muy presente en la mente de Hardwick. Por último, examinó el registro de entrada y salida de la escena del crimen realizado por el agente apostado en la puerta principal para asegurarse de que no había personal inapropiado en el interior del perímetro. Tras observar que Hardwick asimilaba y evaluaba, priorizaba y dirigía, Gurney concluyó que todavía era tan competente bajo presión como lo había sido durante su anterior colaboración. Podía ser un cabrón con barba de tres días, pero no cabía duda de que era eficiente.

A las cuatro y cuarto, Hardwick le soltó:

—Ha sido un día largo, y ni siquiera cobras. ¿Por qué no te vas a tu casa de campo?

Luego, como si de una reacción tardía se tratara, como si una idea le hubiera tendido una emboscada, —dijo: Me refiero a que no te estamos pagando. ¿Te estaban pagando los Mellery? Mierda, apuesto a que sí. El talento famoso no sale barato.

—No tengo licencia. No podría cobrar ni aunque quisiera. Además, trabajar como detective privado es la última cosa que quiero hacer en este mundo.

Hardwick lo fulminó con una mirada de incredulidad.

—De hecho, ahora mismo creo que aceptaré tu sugerencia y terminaré por hoy.

—¿Crees que podrías pasarte por la central regional mañana a mediodía?

—¿Cuál es el plan?

—Dos cosas. Primero, necesitamos una declaración: tu historia con la víctima, la parte de hace mucho y la actual. Ya sabes de qué va. Segundo, me gustaría que vinieras a una reunión, una orientación para que todo el mundo esté en la misma frecuencia. Informes preliminares sobre la causa de la muerte, interrogatorios a testigos, sangre, huellas, arma homicida, etcétera. Teorías iniciales, prioridades, pasos que seguir. Un tipo como tú podría ser de gran ayuda para ponernos en la pista correcta e impedir que desperdiciemos dinero del contribuyente. Sería un crimen que no compartieras tu supersabiduría de la gran metrópoli con pringados como nosotros. Mañana a mediodía. Estaría bien que pudieras traer tu declaración.

Parecía que tenía que comportarse como un listillo. Definía su lugar en el mundo: listillo Hardwick, Unidad de Delitos Graves, Departamento de Investigación Criminal, Policía del Estado de Nueva York. Sin embargo, Gurney sentía que debajo de todas las tonterías, Hardwick de verdad quería su ayuda para un caso que estaba volviéndose más extraño de hora en hora.

* * *

Gurney condujo la mayor parte del camino de vuelta a casa ajeno a su entorno. Hasta que llegó a la parte alta del valle, más allá de la tienda de Abelard en Dillweed, no fue consciente de que las nubes que se habían formado por la mañana se habían disuelto, y en su lugar el sol que brillaba en su ocaso iluminaba la ladera oeste de las colinas. Los campos de maíz nevados que bordeaban el río serpenteante estaban bañados en una gama tan rica de tonos pastel que sus ojos se ensancharon al contemplar la vista. Después, con sorprendente velocidad, el sol de coral descendió por debajo de la cumbre opuesta, y el brillo quedó extinguido. Una vez más, los árboles sin hojas eran negros, la nieve de un blanco imperturbable.

Al frenar al acercarse a la salida, se fijó en un cuervo que estaba en el arcén. El cuervo se había posado en algo elevado unos centímetros del nivel del asfalto. Al situarse a la altura del ave, Gurney la miró más de cerca. El cuervo estaba encima de una zarigüeya muerta. Extrañamente, si se tenía en cuenta la habitual cautela de los cuervos, ni se alejó volando ni mostró ninguna señal de inquietud al ver el coche que pasaba. El ave inmóvil tenía un aspecto expectante, y daba al extraño retablo una cualidad onírica.

Gurney giró por el camino y redujo la marcha al enfilar el lento y serpenteante ascenso: su mente estaba ocupada por la imagen del cuervo negro posado sobre la zarigüeya muerta en el crepúsculo mortecino, vigilante, a la expectativa.

Estaba a tres kilómetros, cinco minutos, de la intersección con su propiedad. Cuando llegó al estrecho sendero de la granja que conducía del granero a la casa, la atmósfera se había tornado más gris y fría. Un espectral remolino de nieve avanzó hasta casi alcanzar el bosque oscuro antes de disolverse.

Aparcó más cerca de la casa de lo habitual, se subió el cuello para protegerse del frío y se apresuró a entrar por la puerta de atrás. En cuanto entró en la cocina, fue consciente de que el peculiar silencio señalaba la ausencia de Madeleine. Era como si ella llevara a su alrededor el tenue zumbido de una corriente eléctrica, una energía que llenaba un espacio cuando estaba presente y dejaba un vacío palpable cuando no lo estaba.

Había otra cosa más en el aire, además, el residuo emocional de esa mañana, la presencia oscura de la caja procedente del sótano, la caja que todavía permanecía sobre la mesita de café en el extremo oscuro de la sala, con su delicada cinta blanca.

Fue al cuarto de baño que había junto a la despensa y después directamente al estudio. Comprobó los mensajes de teléfono. Sólo había uno. La voz era la de Sonya, satinada, como un chelo: «Hola David. Tengo un cliente que está cautivado por tu obra. Le dije que estabas completando otra pieza, y me gustaría poder decirle cuándo estará disponible. Cautivado no es un término demasiado fuerte, y el dinero no parece que importe. Llámame lo antes que puedas. Hemos de pensar esto juntos. Gracias, David».

Estaba empezando a reproducir el mensaje cuando oyó que la puerta de atrás se abría y se cerraba. Apretó el botón de stop en la máquina para impedir que la voz de Sonya se reprodujera y preguntó:

—¿Eres tú?

No hubo respuesta, lo cual le molestó.

—Madeleine —dijo, más alto de lo que necesitaba.

Oyó una voz que le respondía, pero era demasiado baja para entender lo que decía. Era una voz que, en sus momentos hostiles, había calificado de «pasiva agresivamente baja». Su primera inclinación fue la de quedarse en el escritorio, pero le pareció infantil, así que fue a la cocina.

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