—Señor Bond, ¡qué amable ha sido usted al realizar tan largo viaje! —dirigió una fugaz mirada a Pearlman—. Bien hecho, John. Estaba seguro de que no me fallaría —y dirigiéndose de nuevo a Bond añadió—. Bienvenido a Ten Pines. Como sabe, mi nombre es Valentine. Y mis fieles me llaman padre Valentine. Bienvenido,
desde el principio hasta el fin
.
Conforme pronunciaba estas últimas palabras, un sonido terrible llenó el ámbito del vestíbulo. Procedía de algún lugar interno de aquel extraño edificio y era el grito angustioso de un ser humano sometido a gran sufrimiento. Bond se estremeció al reconocer aquel alarido que parecía elevarse y disminuir, aunque sin perder nunca su intensidad.
Era muy probable que procediese de Harriett Horner.
Valentine torció la cabeza.
—¡Ah! —exclamó con una voz tan suave como antes, casi acariciadora—. Un poco de música nocturna para darle a usted la bienvenida.
James Bond dio un paso hacia adelante. El grito había alcanzado ahora un tono penetrante, expresando un terror primitivo y brutal. Bond intentó dar otro paso, pero aunque nadie hizo ademán alguno para impedirlo, hubo de detenerse como si se sintiera paralizado.
Vio cómo Valentine, ahora reclinado contra la puerta, esbozaba una sonrisa. Por unos segundos, mirando su delgada cara rebosante de salud, Bond volvió a verla sobrepuesta a la fotografía de Vladimir Scorpius, igual que cuando examinaba el expediente.
Le miró las orejas… Eran las orejas de Scorpius, así como el pelo ya escaso en algunos lugares pero inmaculadamente peinado. La línea de la mandíbula en otros tiempos gruesa y ahora con la piel tirante sobre la escasa carne…, era la mandíbula de Scorpius. Los pómulos… los pómulos de Scorpius, y finalmente los ojos «negros como la noche», como había dicho el viejo Basil Shrivenham; los ojos de Scorpius, negros como la noche, ahora le mantenían inmóvil.
Las pupilas relampaguearon como si estuvieran dotadas de un fuego interior, tras de los iris, y un gusano se moviera entre aquel fuego. Luego empezaron a ensancharse como si quisieran tragarle. Bond apartó la mirada al tiempo que una imagen distinta de Scorpius se formaba en algún lugar de lo más profundo y oscuro de su subconsciente: la imagen de Scorpius empalado en una daga por su propia mano, por la mano de James Bond aferrando una empuñadura en forma de serpiente. Esgrimía la daga y, un segundo antes de hundirla en la garganta de Scorpius, le miraba de nuevo y se aproximaba a él.
—¡Ah! —La sonrisa seguía fija en la cara de Scorpius, pero sus ojos habían perdido la brillantez, pareciendo como si en ellos se mostrase ahora una leve expresión de miedo que sólo duró unos momentos para desaparecer enseguida—. Vamos, señor James Bond —la voz seguía sonando tranquila, suave y tranquilizante—. Vamos a ver de dónde procede realmente ese ruido. Creo que va a quedar usted bastante impresionado.
—Lo dudo.
—¿Es ése el modo en que corresponde a mi hospitalidad? ¿Dudando? Señor Bond, creo que tiene mucho que aprender todavía. Venga conmigo —levantó una mano con los dedos separados… ¿Quizá el ademán de un príncipe medieval? Posiblemente. Luego hizo un leve movimiento como de invitación—. Venga. Vayamos todos al Salón de los Rezos.
«¿De modo que ésta es la auténtica maldad?» —pensó Bond. Era innegable que Scorpius poseía un poder, igual al que ostentan muchas grandes figuras públicas y que con frecuencia ni ellas mismas reconocen. Scorpius tenía la propiedad maléfica de estar dotado de un temperamento muy fuerte, combinado con una fuerza hipnótica de gran intensidad. Probablemente ahora la manejaba de manera puramente refleja. Aquel poder podía ser limitado en sí mismo, pero resultaba inapreciable para dirigirse a quienes deseaban creer en él. Ahora bien, enfrentado a un hombre o una mujer dotado de suficiente inteligencia, Scorpius se veía obligado a apelar a otros métodos, como, por ejemplo, el uso de drogas hipnóticas y cosas por el estilo. Pero su voluntad y su fuerza mental combinadas le hacían un peligroso adversario.
Si Scorpius hubiera operado utilizando solamente los burdos recursos de la fuerza física o de la voluntad para provocar pánico y miedo a quienes estaban cercanos a él, no habría resultado enemigo difícil. Pero Bond reconocía que la tarea que le aguardaba era mayor de la que había imaginado. Porque no sólo se enfrentaba a la fuerza muscular, a la astucia y a la habilidad para manejar a otras personas, sino también a la fuerza mental.
Por un segundo, mientras permanecían allí de pie dispuestos a seguir la invitación de aquel hombre, le pareció hallarse en presencia de la maldad total, del enemigo por antonomasia; de alguien que, utilizando la palabra, los hechos o valiéndose de algún razonamiento retorcido, era capaz de convencer a otros mortales de que actos deshonestos y horribles se convertían en prácticas bondadosas, caritativas y justas. En el mundo dominado por Scorpius, la moralidad era vuelta del revés. El bien se transformaba en mal y lo erróneo en correcto, mientras lo bueno y lo justo quedaban convertidos en lo malvado y lo falso.
Todo ello se hacia patente por el solo hecho de seguir a aquel hombre a lo que él llamaba Salón de los Rezos. La intuición de Bond dijo a éste que el recinto en cuestión era un lugar en el que ninguna persona en sus cabales debía meterse. Sin embargo, aún así, todos obedecían la voz del jefe.
Luego de atravesar la puerta por la que Scorpius había aparecido poco antes en su condición de padre Valentine, se encontraron en una gran habitación rodeada de estanterias llenas de libros. Había un escritorio sencillo bajo una ventana en el extremo más lejano; pero no obstante las hileras de libros encuadernados en piel en las enormes librerías, el recinto estaba impregnado de cierto aire de austeridad. Tampoco allí había cuadros en las paredes ni alfombras en el suelo.
—¡Adelante! —invitó Scorpius conforme atravesaban la estancia en dirección a una puerta entre dos librerías, a la derecha. Recorrieron luego un corredor igualmente desnudo, hasta llegar a un par de puertas dobles que hicieron recordar a Bond las entradas a palco o a anfiteatro en un teatro o cine.
No estaba equivocado porque, en efecto, las puertas daban paso a un vasto local para espectáculos, a una habitación enorme en forma de media luna, con el suelo escalonado, sobre el que había hileras de asientos. Al fondo había un estrado. No se veía ventana alguna y la velada claridad procedía de luces indirectas ocultas en el techo. Al igual que en un teatro o en un cine, las filas de asientos estaban divididas por tres pasillos que bajaban hasta el estrado. Éste consistía en una plataforma sobre la que se hallaba una sencilla mesa de madera.
Había reunidos en aquel lugar unos sesenta o setenta hombres y mujeres cuya atención se centraba en el estrado, fuertemente iluminado por dos focos que acentuaban la desnudez del ambiente. Ante la mesa había una silla de madera de gran tamaño y con el respaldo muy alto. Dos jóvenes revestidos como acólitos y cuyas casulllas escarlata aportaban la única nota de color a la escena, se habían situado a ambos lados de la silla con la cara vuelta hacia su ocupante. Ésta era Harriett Horner, quien en el momento de entrar Scorpius y el grupo profirió otro de sus penetrantes aullidos.
Estaba atada a la silla con correas de cuero que le sujetaban los brazos, las piernas y la cintura, y al tiempo que gritaba, hacia esfuerzos por liberarse de sus ataduras como alguien que está sufriendo una tortura horrible, sujeta a una trampa de la que no podía escapar.
Bond profirió una interjección en voz baja y Scorpius se volvió hacia él.
—Tenga cuidado Bond. Va a ver cosas que nunca habría creído posibles. La señorita Horner está siendo sometida a la prueba por la que tienen que pasar la mayoría de los neófitos antes de unirse a nuestra santa sociedad.
—¡Querrá decir impía sociedad! —replicó Bond con acritud—. Esta joven no ha venido aquí por su voluntad.
—¿Y qué me dice de usted mismo, James Bond? Me parece que tampoco usted ha hecho este viaje por decisión propia.
Bond evitó la mirada del otro.
—He venido a verle y a hablar con usted porque quiero poner fin al terror que inflige en los demás.
—¿De veras? ¡Qué interesante! Ya averiguaremos por qué ha acudido usted realmente a los Humildes.
Hizo otro ademán y uno de los jóvenes que indudablemente formaba parte de su grupo de guardaespaldas se adelantó sosteniendo una larga sotana blanca similar a la que lleva el papa. Una vez se hubo puesto y abotonado por completo aquella prenda, Scorpius se ciñó a la cintura una amplia faja de seda blanca y, tomando un solideo asimismo blanco que le ofrecía otro de los guardianes, empezó a descender por el pasillo central hacia el estrado.
Conforme caminaba se empezó a escuchar un sordo murmullo, mientras los asistentes se arrodillaban ante sus asientos y el murmullo se hacía cada vez más fuerte hasta convertirse en un cántico.
—Padre Valentine, te saludamos desde el principio hasta el fin. Padre Valentine, te saludamos, te saludamos, te saludamos. Desde el principio hasta el fin alabamos a nuestro padre Valentine, que nos otorga el paraíso, posee el poder del bien y es el creador de un nuevo mundo eterno.
Y así continuaron repitiendo la cantinela incansablemente hasta que Scorpius alcanzó el estrado.
Los dos acólitos se habían arrodillado con el rostro radiante, como presas de un éxtasis que parecía derivarse de la simple presencia de Scorpius. Bond se sentía asqueado al presenciar aquella manifestación profana de pura y simple iniquidad.
Harriett había cesado de gritar y Bond pudo ver cómo Scorpius le colocaba las manos sobre la cabeza. Luego levantó su cara y empezó a hablarle:
—¿Has mirado hacia el fondo del oscuro pozo, hermana? —le preguntó.
—He mirado al fondo del oscuro pozo —respondió Harriett con voz fuerte, aunque en un tono poco natural.
Bond se dijo que aquello no era una simple manifestación de hipnosis. Aunque Scorpius fuera autor de tal reacción, sus extraordinarios poderes no le parecieron suficientes como para convertir a Harriett en un muñeco parlante. Entre los dos empezaron ahora a entonar una especie de espeluznante letanía.
—Has mirado al fondo del oscuro pozo que es el mundo tal como ahora lo conocemos, hermana. ¿Y qué has visto en él?
—Horrores y corrupción. Hombres, mujeres y niños degradados por su propia locura y por su apego a las riquezas materiales.
—¿No es terrible ver a la gente destruirse a sí misma, en un mundo falso y detestable que insensatamente considera como un paraíso?
—He visto a aquellos a quienes conozco afanándose dolorosamente bajo tales terribles creencias. No pueden ser perdonados. Me asustan y aterrorizan.
—¿Te aterrorizan hasta el punto de que has gritado presa de angustia por ellos?
—Estos gritos son mis plegarias. Confío en que vean la verdad.
—¿Verán la verdad y la aceptarán?
—No, hasta que un nuevo orden quede establecido por el fuego y por la muerte. Sólo entonces lo entenderán todo.
La voz, no obstante sonar como la de un robot, se hizo más convulsa y fue aumentando de tono de un modo irreal.
—Ten calma, hermana Harriett. Ten calma. Has visto la verdad. Y aún verás y entenderás muchas más cosas. Pero ahora ten calma —se volvió para enfrentarse a los reunidos—. Tengo noticias para vosotros hermanos y hermanas. Nuestro hermano cuyo nombre de muerte es Philip ha alcanzado la paz eterna y la recompensa del paraíso. Ha destruido a dos hombres importantes que caminaban por la senda oscura de sus creencias malvadas. Ha acercado el paraíso todavía más a nosotros. Su acción tuvo lugar en Inglaterra sólo hace cosa de una hora. Sin embargo nos ha hecho avanzar muchos años hacia el edén en el que todos los hombres serán iguales sobre la tierra; en el que los beneficios que ésta produce serán compartidos por todos; en la que encontraremos la paz espiritual y respiraremos un aire puro y libre de tinieblas. Alabemos a Philip, nuestro hermano, uno de los Humildes que ya ha encontrado su paraíso. Te saludamos, Philip, desde el principio hasta el fin.
Como un lamento de intensidad creciente, los reunidos empezaron a cantar:
Te saludamos, Philip, desde el principio hasta el fin
.
Y cuando se hizo de nuevo el silencio, sólo se escuchó en la sala la voz narcotizada de Harriett elevándose y descendiendo sin control alguno, lanzando al aire sus salutaciones a aquel Philip desconocido «desde el principio hasta el fin».
Scorpius dio instrucciones en voz baja a uno de sus acólitos y ambos se acercaron aún más a los lados de la silla. Harriett parecía como desplomada hacia delante, retenida sólo por las ligaduras que los dos jóvenes con las sotanas rojas empezaron ahora a soltar, tras de lo cual ayudaron a la muchacha a ponerse en pie y la condujeron hasta detrás de la mesa. Scorpius se volvió hacia los reunidos una vez más, levantando la mano derecha con los dedos índice y medio extendidos en una irreverente imitación de la bendición papal.
—Os invito a los placeres que vuestros cuerpos y vuestras almas necesiten esta noche —entonó—. Pronto llegarán noticias de otras victorias y la tarea final dará comienzo. Esperamos que otros muchos creyentes acudan a este lugar y se unan a nuestra santa sociedad. Habrá más bodas y numerosos nacimientos que ayuden a poner en acción a aquellos de vosotros que aún no pueden proseguir la ruta que lleva al paraíso. Tened paciencia porque vuestra hora llegará. Y ahora retiraos en paz.
Unos altavoces escondidos empezaron a difundir una música electrónica, lejana, pulsante y etérea, de la que aquella gente gustaba sobremanera y que estaba dotada además, de cierta cualidad hipnótica.
Conforme la música subía de tono, una leve niebla empezó a emerger ondulante de unos agujeros en la plataforma. Bond se dijo que la debía producir una máquina de fabricar hielo seco. Sin duda, el amigo Scorpius disponía de elementos muy buenos dotados de técnicas diversas, que trabajaban para él. Conforme reflexionaba sobre aquello, pudo ver cómo Scorpius iba quedando envuelto por la niebla, transmitiendo a los otros la impresión de un hombre que se eleva por los aires y que se va desintegrando lentamente ante los ojos de quienes le miraban.
La concurrencia empezó a desfilar. Muchas de aquellas personas tenían poco más de veinte años. Sólo unas cuantas parecían algo mayores, quizá alrededor de treinta, pero ninguna pareció fijarse en los tres guardaespaldas ni en Pearlman ni en Bond, quien de pronto distinguió una cara conocida entre los concurrentes. Era la misma de la fotografía que había visto con anterioridad por la mañana en Inglaterra. La cara de Ruth Pearlman. Los ojos de la joven miraban fijamente ante sí, pero, conforme se acercaba al grupo, su paso se hizo más lento como si caminara en un estado de sonambulismo y se encontrara a punto de despertar. Sus pupilas se movieron y miró de frente a su padre.