—¿Pagas tú? —le pregunta Sandra a Ángel.
—¿Qué?
—Que si me las regalas.
—Pero si es que...
—Es broma... —dice en voz baja mientras busca su monedero en el bolso.
—Menos mal, porque pagar por eso... Si quieres, luego te compro un helado.
La joven periodista sonríe irónica al tiempo que bucea entre sus pertenencias. Pero el monedero no aparece. Se empieza a poner nerviosa. Y entonces lo recuerda: ¡se lo ha dejado en el despacho de su padre! ¡Qué despiste! ¿Y ahora?
Sonríe traviesa. Sandra se aproxima hasta Ángel como si le tuera a besar, aunque lo que hace es hablarle.
—Cariño —susurra melosa.
—Dime —responde inquieto. Sabe que algo pasa.
—Al final, sí que vas a tener que pagar tú. No he traído dinero —le dice la chica al oído.
—¿Cómo que no has traído dinero?
—Me he dejado el monedero en la redacción, encima de la mesa del despacho de mi padre.
—¿Es otra broma?
—No, esta vez va en serio. Lo siento.
Ángel resopla. Busca en su cartera y descubre que no tiene dinero suficiente. Tendrá que pagar con la tarjeta de crédito. Saca la VISA y se la entrega al hombre.
—¡Qué bonito...! Incluso no gustándote las sandalias, se las regalas a tu novia —comenta la joven rubia, que está junto a ellos.
—No es exactamente eso. Lo que pasa es que...
—Sí. Ya no quedan hombres así. Es un cielo, ¿verdad? —interrumpe Sandra.
Se abalanza sobre Ángel y le propina un gran beso en los labios. El chico no reacciona y esboza una sonrisa tonta cuando el beso termina. Con esa misma expresión, entre la incredulidad y la sorpresa, firma el recibo de la tarjeta y coge la bolsa con las sandalias dentro.
—Que paséis un buen día y ojalá todas las parejas fueran como la vuestra —termina diciendo la chica rubia, acompañándoles hasta la puerta de la tienda.
—Gracias. Ya volveremos otro día —indica Sandra, despidiéndose.
Ángel también le dice adiós y abandonan la zapatería.
Los dos caminan entre las personas que han salido a la calle a disfrutar de un domingo de verano.
—Perdona —se disculpa Sandra.
—¿Por qué me pides perdón?
—Por el beso. No sé si ha sido una buena idea.
—Ha sido inesperado. Pero no tienes que pedirme perdón por besarme.
—No sé.
—Eres mi pareja, ¿no?
—Presunta pareja. Estamos en periodo de pruebas. No tengo derecho a besos en la boca.
Ángel sonríe.
Continúan andando en silencio por el centro de la ciudad, sin ir cogidos de la mano, pero cerca, muy cerca, el uno del otro.
—Me ha gustado que me besaras —comenta el periodista—. Lo echaba de menos.
—¿Sí?
—Sí.
Sandra también sonríe. Agarra su brazo, envolviéndolo con sus manos, y apoya la cabeza en su hombro.
Continúan paseando, viendo tiendas, comentando escaparates, mirándose continuamente.
—Estoy muy bien ahora —reconoce la chica.
—Yo también.
—Creo que deberíamos sellar este momento con algo especial.
—¿Algo especial? ¿Como qué?
En ese instante, pasan por delante de una tienda de tatuajes.
—¿Qué te parece si nos hacemos uno?
Ángel mira hacia el establecimiento que Sandra le está señalando.
—¡No!
—¿No? ¿Por qué?
—Porque no. Además, son muy caros y tú no tienes dinero.
—Excusas.
—No son excusas, es la verdad. ¿Por qué no me propones algo más barato? ¿No te apetece un gofre?
La periodista protesta en voz baja. Pero enseguida se le ocurre otra cosa cuando mira al otro lado de la calle.
—Ya sé qué vamos a hacer.
—Tampoco quiero un piercing.
—No es eso, tonto. Vamos a entrar ahí.
Justo enfrente hay una peluquería unisex. Sandra la está señalando con el dedo.
—¿Quieres que nos cortemos el pelo ahora?
—Sí. ¿No decías que lo llevabas muy largo?
—Sí, aunque sé que a ti te gusta así.
—Es verdad. Pero es un buen momento para que te lo cortes. Y yo me haré algo especial también.
—Pero esa peluquería...
—¿Qué le pasa?
—No sé. No he entrado nunca. Y yo siempre voy a la misma, que ya me conocen y saben lo que me gusta.
—¡No seas plasta! —exclama Sandra apretando su brazo con fuerza—. Así cambias un poco. A veces eres demasiado clásico.
—Solo a veces.
—Es un buen día para hacer algo para recordar. ¿Quién sabe si es la última vez que salimos juntos?
Ángel la mira muy serio al escuchar aquello.
—No tenemos que hacer algo distinto solo porque pueda pasar algo así.
La chica suelta su brazo y lo mira a los ojos.
—No quiero que me dejes, Ángel. No quiero que quieras a Paula. Quiero que me quieras a mí.
—Pero...
—Sí, ya sé lo que dijimos: hoy solo Sandras y Ángeles, nada de Paulas. Pero es que me da mucho miedo que me abandones. No es justo.
El joven periodista se acerca hasta ella. Le acaricia la cara y luego el pelo. Sonríe y le da un beso en la frente.
—Ya hablaremos de eso. Ahora, solo tú y yo.
—Vale. Pero no es justo —repite, aunque ahora más tranquila.
Y se abrazan en medio de la calle.
—¿Mejor? —pregunta Ángel cuando se separan.
—Sí. Gracias —responde sonriente—. Pero ¿por qué no nos hacemos un tatuaje?
Los dos se miran una vez más, directamente a los ojos.
—Anda, entremos en la peluquería.
Un día de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
—Me duele todo.
—Creo que tengo maratones hasta en la planta de los pies —se queja Alex, apartándose la máscara de protección.
Han estado durante una hora jugando al
paintball
. Como ellos solo eran tres, se han acoplado a un grupito de siete chicos con los que han compartido partida. Cinco contra cinco.
—Tú, en la planta de los pies, lo que tienes son cosquillas —bromea Irene, que también se deshace de las protecciones.
—Ha sido doloroso —comenta, sonriendo, Katia—. Pero muy divertido.
—Sí, pero tu equipo era mejor. A mí me han puesto con este y con dos chicas más, que no se enteraban mucho de cómo iba esto. El único que sabía jugar y que ha intentado apoderarse de la bandera era el chaval de la perilla.
—¡Qué quieres! Yo no tengo culpa de no haber venido nunca. Además, ¿no lo he hecho tan mal, no?
Irene tose y Katia mira para otro lado. La cantante se baja un poco el pantalón y descubre una gran mancha morada que se está formando en su cadera.
—¡Esta me la has hecho tú! —exclama, dirigiéndose a Álex.
—¿Sí?
—¡Sí! Es que no se puede disparar desde tan cerca porque pasan estas cosas.
—Perdóname —se disculpa avergonzado—. No sabía que estas pistolas disparaban tan fuerte.
—No se les llama pistolas, se les dice «marcadoras» —le rectifica su hermanastra.
—Bueno, pues marcadoras.
—No pasa nada. Es solo un pequeño cardenal.
De verdad, lo siento.
Katia sonríe y se termina de quitar el mono que ha utilizado para no mancharse de pintura. Irene y Alex también acaban de desvestirse y entregan la ropa y las protecciones que han usado para la partida de
paintball
a los que les han alquilado el terreno. Se despiden de ellos y del grupo de chicos con los que han jugado, y caminan hasta el coche.
—Tenemos que repetir —comenta la chica del pelo rosa, que ha sido la que mejor se lo ha pasado.
—Sí, pero un día en el que haga menos calor. He perdido tres kilos bajo el mono —señala el escritor.
—Eso es cierto. Esto equivale por lo menos a tres días de
footing
mañanero.
—Pues, a partir de ahora, lo que hará sobre todo será calor. Así que hasta octubre...
—Octubre queda tan lejos... —señala Alex.
—Sí, muy lejos —dice Irene, abriendo la puerta del coche de Katia—. Me pregunto qué estará haciendo cada uno de nosotros para entonces.
Los tres entran en el Audi rosa. Alex sube en la parte de atrás.
—¿Queréis que ponga
Amor sin edad
? —pregunta Katia, mientras arranca.
—¿La tienes aquí?
—Sí. Se la pedí a la discográfica y me la pasaron.
—¡Yo quiero oírla! —exclama Irene, dando palmadas en la guantera.
La cantante la busca y, cuando da con ella, pulsa el
play
.
Hace más de dos meses, un día de abril, en un lugar de la ciudad.
Después de muchas discusiones durante esa semana, Mauricio Torres se despidió a sí mismo. Dimitió. Ya no era su representante. En el fondo, tenía toda la razón: Katia había sido una ¡responsable. Se lo advirtió. Si no iba a aquel bolo tan importante, sería la última vez que contaría con él. Ella, por el contrario, decidió acudir a la fiesta de Paula y no hacerle caso. Después desconectó el móvil durante tres días. No tenía ganas de hablar con nadie después de lo que le pasó con Ángel, y no pensó en las consecuencias. Imaginó que aquella vez sería como las otras. Pediría perdón, se darían un abrazo y arreglarían el problema. Pero no fue así. Y el hombre de confianza de la cantante puso fin a su relación profesional.
—Mi último consejo, hazme caso si quieres o no, es que no dejes escapar la historia de ese chico escritor. He mirado en Internet y su libro va a tener mucho éxito. Deberías ponerte en contacto con él y buscar la manera de trabajar juntos.
Fue su alegato final. Y si él lo decía, debía de ser por algo.
El destino quiso que Katia conociera a Álex en persona y, de improviso, precisamente en el cumpleaños de la novia de Ángel. Una coincidencia de esas inexplicables que se dan en la vida. Era un tipo muy interesante: atractivo, inteligente y con una sonrisa blanquísima. El hombre perfecto o casi. Además, tenía un cierto aire misterioso y bohemio muy seductor.
Allí, encima de la mesa del salón, está la carta que le envió. Muy osado por su parte, pero original. En ella le explica su sueño de ser escritor y le pregunta si habría alguna posibilidad de que colaborara con él para ayudarle a promocionar su historia, titulada Tras la pared. No pone su teléfono, pero sí una cuenta de MSN y correo electrónico, y una dirección de Internet donde leer los primeros capítulos de su novela.
¿Por qué no? Tampoco tiene nada mejor que hacer. Y el muchacho es guapo.
Katia enciende el ordenador y lo agrega al Messenger. Espera unos minutos, sin éxito; no aparece nadie. Aquel chico no debe de estar conectado a Internet en esos momentos. Mientras espera, entra en la página en la que Alex decía en su carta que estaban los primeros capítulos de la historia:
www.footlog.com/tras_la_pared
. No está demasiada familiarizada con las redes sociales y no imagina lo que va a encontrar allí. Su sorpresa es enorme cuando la web setermina de cargar. Bajo el capítulo subido, ¡cincuenta comentarios de personas que lo felicitaban! Decenas de chicas y chicos animan Alex y le escriben para decirle lo enganchados que están a su novela. Pasa a otra página y otros cincuenta. Así, en todas.
Asombrada, lee algunos:
«Marina: Hola! Me la he leído desde el primer capítulo, ¡¡y está muy bien!! :) La verdad es que escribes genial... Espero que sigas escribiendo, ^^ ¡¡un besazo!!»
«Mar: Hala! Y otra vez con la intriga de saber qué puede pasar en aquel Waterhouse. Bueno, que creo que ya te he comentado como cuatro veces en diez minutos y no quiero ser pesada... Que tengas mañana (sí, porque las horas que son...) un buen día!»
«Cris: Me encanta
Tras la pared
. Eres un fantástico escritor y llegarás muy lejos. Cuando enciendo mi ordenador, lo primero que hago es mirar a ver si has actualizado. Siempre nos dejas con la intriga. Muchos besos y ánimo.»
Página tras página, los comentarios se van sucediendo. Todos positivos. Todos halagadores. ¡Increíble!
De repente, a Katia le entra una gran curiosidad por conocer más de aquel escritor del que hablan tan bien en la Red.
Leyendo, descubre una curiosidad que le llama mucho la atención. Nadie sabe quién es exactamente. Es un misterio para todos sus seguidores, que reclaman fotos, datos, incluso alguna le pide quedar para conocerle. Ella, en cambio, ya lo ha visto en persona, sabe cómo es físicamente, cómo habla, y su impresión es inmejorable. Al contrario que el resto, lo que desconocía era todo lo que ese chico movía en Internet.
Se empieza a impacientar. ¿Cuándo se conectará al MSN? La respuesta llega enseguida. Está a punto de anochecer y llueve cuando Alex agrega a Katia a su Messenger.
—¿Hola? —escribe el escritor.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? Nos conocimos hace unos días en la fiesta de Paula —responde la cantante, directamente, sin preliminares.
Es el dato perfecto para que la identifique como la verdadera Katia. Siempre ha escuchado que Internet está lleno de impostores y de gente que se hace pasar por otra.
—¿Eres Katia de verdad?
—Sí, la misma.
En el nick tiene escrito su nombre y la frase «Ilusionas mi corazón», título de su single más conocido. Y en la ventanita, una foto suya en un concierto.
—¿Seguro que eres tú?
—¿Y tú seguro que eres Alex, el escritor?
—Claro.
—Pues yo también soy yo.
La chica coge el portátil y se lo lleva al sillón. Se sienta sobre sus piernas y se coloca el ordenador en el regazo. Quiere estar lo más cómoda posible para hablar con él. Pinta bien la conversación.
—Vale. Te creo.
—Por supuesto que tienes que creerme. ¿Cómo iba a tener tu MSN si no?
—Podría ser cualquiera que hubiera investigado un poco y se hiciera pasar por ti.
—Podría, pero no. ¿Quieres que te describa para que estés seguro?
—Sorpréndeme.
—Eres bastante alto. Más de 1.80. El pelo lo tienes larguito y castaño. Tus ojos son grandes y marrones. ¿Sigo?
—Sigue.
—Mmm... No esperaba que me pidieras que siguiera.
—Jajaja.
Esa risa, ¿es irónica? ¿O simplemente se ríe porque le ha hecho gracia?
—¿De qué te ríes?
—De nada. Estoy contento de que te hayas puesto en contacto conmigo.
—Entonces, ¿me crees?
—Sí, desde el principio.
Qué tonto. Pero la ha hecho sonreír.
—Bueno. Te he agregado porque no tengo tu móvil. Y quería hablar del tema de tu carta.