La chica le hace caso y no vuelve a decir nada. Paso a paso, lentamente, se acercan al final. Hace muchísimo calor. El sol está sobre sus cabezas. Prácticamente, ya están en la cima de aquella peligrosa ladera. Un par de zancadas más. Un último esfuerzo. Ya está. ¡Por fin lo consiguió! Diana resopla cuando pone un pie en suelo firme. Allí ya no hay arena, no hay desnivel. Y, rebosante de felicidad, ayuda a Mario a terminar de subir tirando de su mano.
En ese instante, un pitido suena desde el bolsillo del chico. ¡Es su móvil!
Rápidamente, Mario lo coge y observa con una alegría inmensa que ya tiene cobertura. El mensaje a su hermana ha sido enviado.
Con lágrimas en los ojos, abraza a Diana. Y la besa. Un segundo. Dos, tres. Diez. Veinte. Los dos se desahogan, dejando atrás su agonía, esa que casi termina con ellos en aquel lugar en el que durante unas horas han estado a merced de la naturaleza.
—Te quiero —le dice ella, mirándole a los ojos.
Mario se sorprende mucho al oír aquellas palabras. Pero sonríe.
¿Eso significa que volvemos a estar juntos?
—¿Quieres?
—Sí. Me encantaría volver a ser tu novio —señala muy feliz—. Pero antes tenemos que llamar y pedir que nos busquen.
Diana sonríe y le da una palmadita en el hombro.
—No hace falta que llames. Mira.
El chico se gira hacia la dirección que le indica Diana y se queda boquiabierto. No se lo puede creer. Allí, a solo unos menos de distancia, se encuentra la casa de los tíos de Alan.
Esa mañana de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
No cree que ella todavía esté durmiendo. Es bastante tarde ya. A él le ha dado tiempo incluso a lavar la ropa y a tenderla. Eso, después de desayunar, ducharse y afeitarse. Pero no sabe qué planes tiene Sandra para ese domingo por la mañana. Ángel no quiere molestarla. Tampoco que piense que la llama porque Paula ha cancelado su cita. Pero la verdad es que está deseando escucharla.
Coge su móvil y se sienta en el sofá del salón, con las piernas cruzadas. Busca su número y lo marca.
Parece mentira, pero está nervioso. Y con cada bip que suena, sus nervios aumentan. Al séptimo, una voz femenina anuncia que la llamada no ha sido contestada. Un genio el que ordenó grabar ese mensaje.
Tal vez Sandra siga durmiendo. Es domingo y la semana ha sido bastante dura. Necesitará descansar. Además, él precisamente no se lo ha puesto fácil. Dentro de un rato la llamará otra vez.
Pero, sin tiempo a devolver el teléfono a su sitio, recibe una llamada desde un número de oculto. ¿Será ella?
Descuelga y responde.
—¿Sí?
—Hola, soy yo.
Efectivamente, es la voz de Sandra.
—Hola. ¿Desde dónde me llamas?
—Desde el periódico. Te ha salido como oculto, ¿no?
—Sí.
—Estoy llamándote desde uno de los teléfonos del despacho de mi padre.
—¿Y qué haces ahí? Librábamos hasta mañana.
Ya. Pero estaba nerviosa. Hasta he limpiado toda la casa. Vi no me quedaba nada más que hacer, así que me he venido a adelantar trabajo.
El periodista descruza las piernas, se inclina y apoya los codos en las rodillas.
—¿Estabas nerviosa?
—Sí. No sé qué me pasa. Será del café.
—Sabes que no es de eso.
—Ya.
Los dos se callan, lo que permite a Ángel escuchar la música que suena de fondo al otro lado de la línea.
—¿Es Arcade Fire lo que oyes?
—Sí. ¡Qué buen oído tienes...!
—
Wake up
, ¿no?
—Sí.
—Eso significa que además de nerviosa, estás triste, ¿verdad?
Sandra suspira y lo admite.
—Sí, un poco. ¿Se me nota?
—Es que, siempre que pones esa canción, es porque estás triste.
La chica no dice nada. Aunque ha dado en el clavo: está triste. Durante toda la noche y a lo largo de lo que va de mañana, no ha podido quitarse de la cabeza que Ángel iba a verse con l'aula. Aunque apoyó la idea, y no se arrepiente de ello, es imposible olvidarse de que su novio va a pasar el día con otra que no es ella; otra de la que, además, estuvo enamorado y por la que quizá aún siga sintiendo algo.
—Y tú, ¿qué haces? ¿Preparándote para la cita? —pregunta, desganada, aunque con cierta curiosidad.
—No. Al final, no hay cita.
Sandra se retuerce en el sillón de su padre y se echa hacia delante, pulsando el
pause
en el reproductor de música del ordenador.
¿Ha oído bien?
—¿Cómo que no hay cita?
—Porque a Paula le ha surgido algo, que no me ha podido contar, y no vamos a quedar hoy.
De pronto, una alegría extraordinaria inunda a la joven periodista.
—¿Te ha dicho qué es?
—No. Solo que no tiene que ver con su familia ni con ella misma.
—¡Qué extraño...!
—Está con sus amigas de fin de semana. Seguramente tendra relación con alguna de ellas.
—Ah. Espero que no pase nada malo.
—No creo. Tampoco la he visto muy preocupada.
«Cosas de crías», piensa Sandra. Aunque no lo dice en voz alta, porque seguro que a Ángel le molestaría que las llamara así. Pero es que, con dieciséis o diecisiete años, los problemas no son como con veinticinco. Hay un par de escalones de diferencia. Los adolescentes no saben lo que les espera. Solo se preocupan de si combinan bien los colores, si aquel sale con aquella o de si van a suspender alguna asignatura sobre algo de lo que nunca más volverán a oír. La vida es mucho más sencilla, aunque no lo aprecien. Y los problemas, por tanto, también.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Mañana la llamaré para ver si podemos quedar de nuevo.
—¿Mañana? Tienes mucho trabajo.
—Lo sé. Por eso no sé si podremos quedar o habrá que esperar.
Es curioso. No parece demasiado afectado. ¿Le estará ocultando algo? Desde el viernes, cuando se encontró con Paula, Ángel ha sido otro, hasta el punto de cuestionarse sus sentimientos. Sin embargo, ahora que debería estar mal por la anulación de la cita, se le aprecia más tranquilo, relajado. Sandra no lo entiende.
—Seguirá nuestro dilema.
—¿Qué dilema?
—Si me quieres a mí o la quieres a ella.
—Lo dices como si fuera elegir entre un helado de fresa o de vainilla.
Sandra suelta una carcajada.
—Ya sé que tú prefieres el de fresa.
—Sí. Pero el perfume de Paula es de vainilla.
—Lo sé. Lo olí el otro día cuando nos encontramos con ella. Me gustó. ¿Quieres que lo empiece a usar yo?
—No. El tuyo me gusta mucho.
Buena respuesta. Acertada. Para una chica su perfume es algo muy importante. Lo ha puesto a prueba y la ha pasado bien.
—Con lo que me cuesta, más vale que te guste. Me dejo el sueldo en oler bien para ti.
—Pídele a tu padre un aumento.
—Claro. Todos pensáis que, porque el director del periódico es mi padre, puedo hacer lo que quiera.
—¿Y no es verdad eso?
Sí, es verdad —dice riendo—. Pero los temas de dinero... En eso mi padre no tiene preferencia ni por su propia hija.
—A mí me paga bien.
—Porque tú te has convertido en uno de sus favoritos.
Me verá como un buen futuro yerno.
—Quizá si supiera que nos acostamos juntos, no te vería tan bueno.
Ángel es ahora el que suelta la carcajada. Le encanta. Tiene una agilidad mental y un ingenio para conversar inigualable. Le apetece muchísimo verla.
—Oye, Sandra, ¿vas a estar toda la mañana en la redacción?
—No tengo nada mejor que hacer. ¿Por qué?
—Podríamos quedar. Yo tampoco tengo planes.
—¡Ah! No tienes planes... ahora. ¿Qué soy?, ¿el segundo plato?
—¡No, no! No te lo tomes así... Es que tengo muchas ganas de verte.
Sandra permanece en silencio. Ángel, expectante. No quería molestarla, pero parece que lo ha hecho. Sin embargo...
—¡Tranquilo, hombre!, que era broma. Claro que quiero quedar. ¿Me paso por ti? ¿O vienes tú por mí?
El periodista resopla aliviado. Pensaba que se había enfadado. Y no sin motivos.
—Tú eres la que tiene coche.
—Y tú el que me quieres cambiar por otra.
—¿Me lo vas a recordar mucho?
—Mmm... Las veces que pueda.
—¡Qué cruel eres...!
—Cruel tú, que me quieres cambiar por otra.
Ángel sonríe. No puede con ella.
—¿Otra vez?
—Otra vez.
—Bueno, pues voy yo hasta el periódico, y luego...
—No seas tonto. Voy yo a recogerte en mi coche. Te estaba haciendo sufrir un poco. En media hora estoy ahí.
—¡Qué mala!
—Ponte guapo que estamos en domingo. —Hace una pausa—. Pero ¡qué tonterías digo!, ¡si tú siempre estás guapo!
—No me hagas ahora la pelota.
—Es la verdad. Tengo el novio..., el presunto novio... más guapo del mundo.
—¿Presunto novio?
—Sí. Ahora mismo eres presunto novio, hasta que se demuestre si lo eres o no —comenta la chica, hablando muy deprisa—. Y bueno, te dejo ya. Me paso por ti en un rato. ¡Estate listo!
Sandra reproduce el sonido de un beso y cuelga.
Ángel se pone de pie y camina hasta su habitación. Lleva una sonrisa en la boca. Una gran sonrisa.
¿Por qué no piensa en Paula y en el plantón que le ha dado? No lo comprende. No está molesto ni enfadado. Ni triste.
Solo se siente bien, porque va a volver a ver a su presunta novia.
Esa mañana de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
A pesar de la conversación con Paula, no está más tranquilli. Desahogarse, en esa ocasión, no ha sido un remedio. Cris se siente fatal por lo que ha hecho y no hay forma de que esté mejor. ¿Y Armando, cómo se encontrará? El también tiene su parte de culpa y de responsabilidad. ¡Miriam es su novia!
No le apetece salir de la habitación, pero si se queda allí dentro, el resto preguntará por ella. Debe dar la cara.
Atraviesa el largo pasillo que hay desde su dormitorio a la escalera y baja por esta. Temblorosa, indecisa. Incapaz de pensar en otra cosa.
Tiene mucho miedo a la reacción de la mayor de las Sugus. Si se ha enterado ya, estará esperándola con el cuchillo afilado. Aunque pensándolo bien, si ya lo supiese, posiblemente habría subido a buscarla.
Llega al salón y cruza hasta el jardín. Allí los ve juntos, al lado de la piscina. Miriam y Armando están tumbados en el césped solite unas toallas. Parecen tranquilos, sobre todo el chico. Más de lo que debería. ¿No se siente culpable de haber engañado a su novia?
Cristina está a punto de echar a correr para regresar a su cuarto y permanecer allí todo lo que queda de mañana. Pero con eso no lograría nada, solamente prolongar la agonía. Resopla, intenta armarse de valor y camina hasta donde está la pareja.
—¡Hola, Cris! —grita Miriam cuando la ve llegar, quitándose las gafas de sol.
—Hola.
La Sugus de limón la saluda tímidamente con la mano y sonríe. Confirmado: Armando no le ha revelado nada a su novia. El joven ni siquiera la mira. Continúa con sus gafas puestas y no dice nada. Toma el sol, sin que parezca que le afecte la situación.
—Ya me ha contado este lo bien que lo pasasteis anoche sin mí —suelta Miriam.
Cris se pone muy tensa cuando oye aquello. En cambio, él no mueve ni un músculo.
—¿Sí? ¿Qué te ha dicho? —pregunta nerviosa. No puede ser que le haya revelado la verdad y no le haya afectado nada.
—Que os bañasteis en la piscina hasta muy tarde. ¡Ya os vale!
—Bueno...
—Al final, vais a conseguir que me ponga celosa —dice la chica, bromeando.
Y, deslizándose desde su toalla a la de Armando, se tiende sobre él y le da un larguísimo beso en los labios. Cristina los contempla. Pero esta vez no se muere de la envidia, ni querría estar en el lugar de su amiga. Ahora se siente muy culpable y confusa.
Un par de minutos más tarde, Miriam regresa a su toalla. Se sienta y mira a Cris.
—¿Estás bien? Tienes mala cara.
«Es que te he traicionado, liándome con tu novio y no te lo voy a contar. ¿Es ese un buen motivo para tener mala cara?»—¿Sí? Pues no sé. Yo me he visto bien cuando me he mirado en el espejo —miente. Le han salido unas ojeras tremendas de no dormir.
—A mí me parece que está muy guapa —interviene Armando, colocando sus gafas de sol en la frente y observando a Cris de arriba abajo.
—Será cosa mía, entonces. ¡Y tú no mires tanto! —grita Miriam, que le golpea repetidamente en su abdomen con la palma de la mano.
Paula, que estaba dentro de la piscina cuando Cristina llegó, sale del agua y acude junto a ellos. Su primera mirada es hacia su amiga, a la que intenta preguntar si Miriam no sabe nada aún. Cris la entiende y, con un gesto, disimulando, se lo confirma: todavía no se ha enterado.
—¿De qué habláis? —pregunta Paula mientras se seca con su toalla.
—De lo buena que está la mosquita muerta —le aclara Miriam—. A mi chico le encanta. ¿Tú sabías que anoche se bañaron juntos en la piscina?
Paula abre muchísimo los ojos, sorprendida. ¿Está pasando una prueba? Mira a Cristina y esta mueve lentamente la cabeza de un lado a otro.
—No, no lo sabía. Yo me fui a dormir pronto. Por cierto, ¿qué lai tu resaca? —le pregunta intentando cambiar de tema para echarle una mano a su amiga.
—Me duele la cabeza todavía. No sé qué me pasó. Tampoco bebí tanto...
—Te bebiste hasta el agua de los floreros —señala Armando, que ha vuelto a tumbarse ocultándose bajo sus gafas de sol.
—¡Capullo! Eso no es verdad. Me sentaría algo mal.
—Por supuesto que te sentó algo mal: tanto alcohol.
—¡Que no bebí tanto!
Alan, que también se incorpora al grupo procedente del interior de la casa, ha oído la última parte de la conversación.
—Sí que bebiste muchísimo —apunta nada más sentarse en el césped junto a Cristina.
—Otro igual.
—De hecho dejamos de jugar por tu culpa —indica el francés con tono acusador.
—¡Hey! A mí no me provoques.... Yo no tengo culpa de que tengas un mal día.
—¿Que yo tengo un mal día? Si tú supieras algunas cosas, sí que tendrías un mal día.
Cris, Paula y Armando, que arroja las gafas al césped y se incorpora como un resorte, centran toda su atención en Alan. ¿El también sabe lo que ha pasado?
—¿Qué tengo yo que saber?