—Por lo menos te he demostrado que me sé tirar de cabeza.
Es preciosa. Inmensamente bonita. Sus labios están sensualmente mojados y sus ojos brillan cuando le miran.
«Estúpido corazón, ¿por qué está latiendo tan deprisa?» Sensación de ahogo, de nude» en el estómago. Esa sensación que hacía tanto tiempo que no experimentaba.
—Desde que te conozco me has demostrado muchas cosas —dice muy serio, impresionado por sus propios sentimientos.
Paula lo mira extrañada. ¿Está hablando en serio o es otro de sus sarcasmos? No parece que esté bromeando.
—Venga, no exageres —comenta algo incómoda por la presencia tan cercana del francés.
—No exagero.
—Yo no he hecho nada, Alan.
—No pienso lo mismo.
Sus ojos verdes penetran en ella, intimidándola. No sabe a qué se está refiriendo exactamente, pero tampoco está segura de querer averiguarlo.
—Dejémoslo. Que tú y yo no estemos de acuerdo es lo normal. No hay que perder las buenas costumbres.
—¿Has hablado ya con Ángel? —le pregunta de repente, sorprendiéndola.
—Pues... —duda en qué responder. ¿A qué viene aquello?—. Sí. Anoche le llamé.
—¿Os vais a ver?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Seguramente, mañana.
—¿Lo quieres?
—Eso ya me lo preguntaste ayer en la habitación. Y te respondí que no.
—Ya. Pero ahora ya has hablado con él. Es distinto.
—Sigo pensando lo mismo.
Alan sonríe. No quería hacerlo, pero se le ha escapado una sonrisa de alivio. Se da cuenta y, rápidamente, vuelve a ponerse serio.
—Y sobre mí, ¿qué piensas?
—También sigo pensando lo mismo.
—Mmm. ¿Y cómo puedo ganar puntos?
—Alan...
En ese instante, aparecen Miriam y Armando de la mano. Paula los observa inquieta. Está claro que no han hablado sobre lo de anoche.
—Dime qué puedo hacer para conseguir que me des una oportunidad.
—¿Qué?
—¿No me has escuchado?
—Perdona, estaba pensando en otra cosa.
La pareja llega hasta la piscina. Miriam tiene los ojos hinchados, sin duda por la resaca de anoche. Armando, por su parte, no muestra en su rostro ningún indicio de su infidelidad con Cristina. Incluso está sonriente. ¿Cómo puede estar tan tranquilo después de lo que ha hecho? Paula no lo entiende. Sin duda, aquel chico no es tan bueno como todas pensaban. Le da la impresión de que Cris ha caído en una trampa y que Miriam solo es un pasatiempo. ¡Han sido muy ingenuas! ¿Qué puede hacer?
—¡Hola, chicos! ¿Ya estáis en el agua? Sois como patos —exclama la mayor de las Sugus alegremente.
Paula nada hasta el horde de la piscina, donde se han sentado sobre sus toallas los recién llegados.
Alan, en cambio, lo hace hacia el otro lado. No está muy contento. Le ha molestado que ella no le hiciera caso. Por primera vez, hablaba desde el corazón, sin dobles sentidos, sin ironías. ¿Para qué? Para que Paula ni siquiera escuchara lo que le había dicho.
¿Merece la pena seguir intentándolo?
Una mañana de abril, en un lugar de París.
Ha estado lloviendo durante todo el trayecto, primero en el tren desde Disney hasta París, y luego mientras viajaban en autobús, en el camino hasta el aeropuerto. El Charles de Gaulle está completamente repleto de viajeros y acompañantes. En apenas dos horas, Paula y su familia regresan a España.
—Vamos a facturar las maletas. ¿Te quedas por aquí o vienes con nosotros? —le pregunta Mercedes a su hija mayor.
—Prefiero quedarme y dar una vuelta. Aún tengo que comprarles algún detalle a las chicas.
—Vale, pero que no sean muy caros —le advierte su madre—. ¿Y tú, Érica? ¿Te quedas con tu hermana?
—¡No! ¡No! Yo quiero ir con vosotros —protesta la pequeña, que está subida en el carrito de las maletas, abrazada a su nueva mascota, un peluche del enanito Mudito.
Su madre suspira y acepta. Cualquier cosa por evitar una rabieta de la niña.
—Ahora venimos. No te alejes mucho, a ver si te vas a perder y nos vamos a ir sin ti —le dice a Paula su padre.
—A veces creo que os olvidáis de que ya tengo diecisiete años.
—Es que los has cumplido hace poco. Perdónanos —comenta Mercedes, que le da un beso.
Los tres se alejan con las maletas por un largo pasillo y dejan sola a la chica en el vestíbulo del aeropuerto.
Paula comienza a caminar pensativa, mirando los escaparates de las tiendas. Qué semana tan extraña y difícil ha sido aquella en Francia. Ahora mismo, Ángel debe de estar llegando a casa. Cuando ella regrese, lo llamará e intentará arreglar las cosas. No sabe lo que siente. Está muy confusa. Y lo que ha sucedido en esos días lo ha complicado todo más. ¡Si hasta ha perdido la virginidad! Lo recuerda y no se lo cree. Ayer fue un día de locos, propio de una película de enredos, de esas en las que siempre se dice que los guionistas exageran con tramas imposibles. Pero la realidad siempre supera a la ficción. Está más que comprobado.
Una tienda de regalos le llama la atención. Tiene cosas bonitas: pulseras, collares, brazaletes. Y no parece muy cara. Entra.
Un chico negro, que es el dependiente, le dice algo en francés que no consigue entender. Paula le sonríe y continúa observando. Encuentra una cadenita para el tobillo que podría gustarle a Cris. Es de piedrecitas de colores y cuesta cuatro euros. Sí, es perfecta. La coge y sigue mirando. Ya tiene el detalle para una de las Sugus.
El muchacho se le acerca y le vuelve a hablar en un francés muy cerrado. La chica se encoge de hombros. ¡No entiende nada!
—Te está diciendo que esa cadena quedará perfecta en uno de tus preciosos tobillos —le aclara alguien en un perfecto español.
Esa voz...
—¡Alan! ¿Qué haces aquí?
—Venía a despedirme.
—¿Qué?
—No pensarías que te ibas a ir de mi país sin verme una última vez...
El chico sonríe. Lleva un esparadrapo en la ceja izquierda bastante aparatoso.
—No tenías que venir hasta aquí. Con que te hubieras despedido en el hotel, bastaba.
—¿Bromeas? Eso no sería una despedida seria. Mejor como en una comedia romántica, en la que el chico guapo, apuesto e inteligente, va hasta el aeropuerto en busca de su amada.
Paula arquea una ceja. No tiene arreglo.
—¿Cómo me has encontrado? ¿Nos has seguido?
—He puesto un chip en tu bolso para localizarte.
—¡Qué dices! —exclama sorprendida.
—Un GPS para personas. ¿No lo tenéis en España?
—Pues...
No sabe qué decir. ¿Habla en serio?
—Es broma. He venido en coche. Sabía a qué hora salía vuestro vuelo e imaginaba que andarías por el vestíbulo. Acerté y, voilà!, te he encontrado. No es tan sofisticado como lo del chip, pero sí ha resultado efectivo.
—Tú nunca vas a cambiar, ¿verdad?
—Mientras me vaya bien..., no.
—Conmigo no te ha ido bien.
—No pienso lo mismo.
—¿Ah, no?
—No. Creo que regresas a España enamorada.
—¿De ti?
—Claro. ¿De quién si no?
¡Pero de qué va! ¿Ríe o llora? O un poco de cada.
—Mira, Alan, es la última vez que nos vemos. ¿Por qué no terminamos bien?
—No creo que sea la última vez que nos veamos.
—¿No? ¿Vas a colarte en el avión? —pregunta irónica.
El francés hace que piensa y finalmente sonríe.
—No. En el tuyo, al menos, no. Pero en junio iré a España. Y nuestros caminos se cruzarán de nuevo. Recuerda, sé dónde vives.
Paula se queda perpleja. Sin embargo, la idea de volver a verle no le desagrada tanto, aunque tampoco le entusiasma. ¡Aquel chico la va a terminar volviendo loca!
—Estás muy mal de la cabeza... —dice Paula con una sonrisa.
—Precisamente, de ahí estoy perfecto —contesta él—. Pero en una cosa sí que estoy de acuerdo contigo.
—¿Ah, sí? ¿En qué?
—En que tu estancia en París debemos terminarla bien.
Y, sin que Paula se lo espere, Alan acerca su rostro al suyo y la besa en la boca.
¡Qué está haciendo! La chica ni siquiera cierra los ojos al sentir sus labios, pero tampoco se resiste.
Un beso de casi cinco segundos.
Cuando terminan, extiende su brazo derecho y le pega con la palma de la mano en la cara. El francés sonríe.
—Pues al final sí que ha terminado siendo una despedida de película —concluye divertido.
—Eres..., eres..., eres...
—Shhh. No digas nada —le interrumpe Alan.
Le da un beso en la mejilla y sale de la tienda gritando.
—¡Nos volveremos a ver, Paula! ¡Que tengas un buen viaje!
Y, con el regusto extraño de ese beso con sabor a final de película de serie B, Paula comprendió que su historia con aquel chico tan peculiar no había hecho más que comenzar.
Esa mañana de finales de junio, en un lugar alejado de la ciudad.
—No te preocupes, no es nada.
Mario se pone de pie. Tiene las rodillas inflamadas y el resto de las piernas muy magulladas. También hay sangre en sus codos y le duele la espalda.
Diana ha bajado la rampa muy asustada hasta donde está él. Aunque ha tenido muchísimo cuidado para que no le pase lo mismo que al chico, se ha resbalado en un par de ocasiones. Afortunadamente para ella, no ha perdido totalmente el equilibrio.
—¿Que no es nada? ¡Si estás sangrando por todas partes! ¡Y mira cómo tienes las rodillas!
—Son solo rasguños —indica el chico, que camina con enormes dificultades.
Parece que uno de sus tobillos también está afectado.
—¡Pero si hasta estás cojo!
—No estoy cojo, es solo momentáneo, por el golpe. No es grave.
—Tienes que ir al médico.
—Eso me suena.
—No seas capullo. Esto es mucho peor que lo que me ha pasado a mí.
—¿Tú crees?
Diana no responde. Siente cómo su cuerpo está cada vez más débil. Le tiemblan las piernas y se ha mareado tres o cuatro veces en los últimos diez minutos. Tienen que salir de allí inmediatamente. Pero ¿cómo? Coge su móvil y lo examina. Sigue sin cobertura. Da un grito y amaga con estrellarlo contra el suelo.
—¡Estoy harta! ¡Quiero irme a casa!
—Gritando no vamos a conseguir nada —señala Mario, mirando detenidamente el estado de uno de sus brazos—. Tenemos que volver a intentar subir.
—¿Qué?
—No nos queda otro remedio. Si no subimos, tendremos que andar hasta quién sabe dónde. Y no creo que ni tú ni yo estemos en condiciones de hacer muchos kilómetros.
—Yo estoy bien. Eres tú el que...
—Tú tampoco estás bien. No hace falta que me mientas. He visto que te tambaleabas al caminar unas cuantas veces. Es normal, llevas muchas horas sin comer.
La chica lo observa sorprendida. Se ha dado cuenta de lo que le pasa.
—No hablemos de eso ahora, por favor —le ruega Diana.
—No voy a hablar de eso, tranquila.
Resopla. Aquello es una auténtica pesadilla. Y todo por su culpa.
—Entonces, ¿crees que lo único que podemos hacer es subir por ahí?
—Sí. No hay más remedio.
—Pues vamos.
Los dos se miran a los ojos y sonríen. Unidos de nuevo. Cómplices. Como antes. O mejor que antes. Porque Diana empieza a tener claras las cosas. Pero eso ya lo hablarán cuando salgan de allí.
—Ahora lo haremos distinto. Irás tú delante y yo te seguiré —dice Mario, dándole la mano.
—¿Yo?
—Sí. Quizá, antes me caí por ir demasiado deprisa. Tú incluso has bajado sola y no te has caído. Es mejor que vayamos a tu ritmo, aunque tardemos más.
—Uff. No sé si...
—No temas. Si te caes, yo estaré detrás para sujetarte.
—¿Y si te caes tú?
—Ya me he caído. ¿Y ha pasado algo?
Diana lo mira de arriba abajo. Y sonríe.
—¿Quieres que conteste a eso?
—Mejor no —responde el chico, quejándose de una de las rodillas—. Venga, subamos ya.
Temblorosa, Diana empieza a caminar por la rampa. Sujeta con tuerza la mano de Mario. No tira de él, simplemente le guía. Sus zapatillas comienzan a resbalar.
—¿Vas bien? —le pregunta, con la voz quebrada.
—Sí, perfectamente —miente. Le duele todo el cuerpo, pero no es hora de quejarse—. ¿Y tú?
—Yo, no.
A cada paso, siente más miedo. Si se cae, arrastrará a Mario hasta abajo, porque está segura de que este no la soltará.
—¿Has pensado en lo nuestro?
—¿Qué?
—En lo de ser novios de nuevo.
—¡Pero tú...! ¿Crees que este es un buen momento para eso?
—El mejor.
En ese instante, Diana resbala y se ve obligada a inclinarse, poniendo una rodilla en el suelo. Mario no la suelta, a pesar de que ha tenido que retroceder y clavar con fuerza sus pies en el suelo. El peso de su cuerpo recae sobre sus rodillas. El dolor es muy intenso.
—¡Aguanta!
—¡Me caigo!
—¡No, no te caes! ¡Solo tienes que levantarte!
—¡No puedo levantarme! ¡Si lo intento, me resbalaré!
—¡Pues o te levantas o nos vamos los dos al suelo!
Las rodillas de Mario están a punto de ceder también. Le duelen. Le duelen muchísimo. Pero tiene que soportarlo como sea.
—¡Voy a intentarlo!
—Vale. ¡Ánimo! ¡Confío en ti!
La chica se muerde los labios. Toma aire y lo expulsa de golpe. No puede meter más veces la pata. Necesita acertar. Por los dos.
Decidida, hace fuerza con la pierna derecha arrastrando su pie por el suelo arenoso. Es un segundo eterno. Está muerta de miedo, pero no duda y, utilizando a Mario de palanca, consigue ponerse en pie de nuevo. El joven, que le sirve de ancla, grita de dolor del tremendo esfuerzo para que Diana no se caiga.
Finalmente también él mantiene el equilibrio.
—¡Madre mía! ¿Estás bien?
—Sí —susurra.
No se han ido hacia abajo de milagro. Los dos están sudando y temblorosos. Pero han conseguido salvar la caída.
—¿Seguimos? —pregunta Diana, muy preocupada por el chico. Sabe que está sufriendo muchísimo.
—Vale.
La pareja continúa subiendo la rampa de arena. Despacio. De la mano. Débiles. En silencio, concentrados para que no haya más sobresaltos. Solo quieren llegar arriba. No les importa lo que habrá después.
—Estamos llegando —murmura Diana, muy cansada y casi sin fuerzas.
—Shhh. No hables. Terminemos con esto.