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Authors: Kerstin Gier

Rubí (19 page)

BOOK: Rubí
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Con «ella» se refería a mí, pero tardé varios segundos en similar la ofensa. Mi primer impulso fue replicarse algo del estilo «A mí tampoco me van los tipos creídos» o «Vaya, qué alivio. De hecho, ya tengo novio. Uno con buenos modales». Pero al final me limité a cerrar la boca.

Muy bien. Yo no era su tipo. ¿Y qué? Pues nada.

La verdad es que me importaba un pimiento.

De los
Anales de los Vigilantes
.

4 de agosto de 1953

Hoy hemos recibido una excitante visita al futuro. El undécimo en el Círculo de los Doce, Gideon de Villiers, elapsará en adelante cada noche tres horas en nuestra casa.

Le hemos preparado un lugar para dormir en el despacho de sir Walter.

Allí se está fresco y tranquilo y el joven estará a resguardo de miradas curiosas y preguntas tontas. Durante su visita de hoy pasaron por casualidad un montón de oficiales de servicio. Y solo por casualidad todos tenían algunas preguntas que hacerle sobre el futuro.

El joven recomendó la compra de acciones de Apple, sea eso lo que fuere.

Robert Peel, Círculo Interior

10

—Manto: terciopelo veneciano forrado con tafetán de seda; vestido: lindo estampado alemán, orlas de encaje de Devonshire y corpiño de brocado de seda recamado.

Madame Rossini extendió con cuidado las prendas sobre la mesa. Después de la comida, mistress Jenkins había vuelto a llevarme al cuarto de costura. Allí me encontraba más a gusto que en el austero comedor. En la pequeña habitación había telas maravillosas por todas partes, y madame Rossini, con su cuello de tortuga, tal vez era la única persona de la que ni siquiera mi madre podía desconfiar.

—Todo en azul uniforme con ornamentos en crema, un elegante conjunto de tarde —continuó—. Y los correspondientes zapatos de brocado de seda a juego. Mucho más cómodos de lo que parecen. Por suerte, tú y el palo de gallinero calzan el mismo número. —Apartó mi uniforme de la escuela cogiéndolo con la punta de los dedos—. Uf, qué horror, cualquier chica, por bonita que sea, tiene que parecer un espantapájaros con esta cosa. Si al menos se pudiera acortar la falda a la moda. ¡Y ese espantoso color amarillo orín! ¡Quien haya ideado semejante disfraz debe de odiar a muerte a las escolares!

—¿Puedo conservar la ropa interior?

—Solo las braguitas —respondió madame Rossini. (Ella pronunciaba una especia de braquitáss que sonaba muy simpático)—. No encaja con la época, pero no creo que nadie mire bajo la falda. Y si lo hace, le das un buen puntapié que le haga ver las estrellas. No lo parece, pero las puntas de estos zapatos están reforzadas con hierro. ¿Has ido al lavado? Es importante que vayas, porque una vez que te hayas puesto el vestido será difícil…

—Sí, ya me lo ha preguntado tres veces, madame Rossini.

—Solo quiero asegurarme de que todo vaya bien.

Yo no paraba de sorprenderme por la forma en que se preocupaban por mí allí y la atención que prestaban a los pequeños detalles. Después de comer, mistress Jenkins incluso me había dado un neceser sin estrenas para que pudiera lavarme los dientes y la cara.

De entrada me había imaginado que el corsé me cortaría la respiración y me presionaría el estómago repleto de asado de ternera, pero en realidad era sorprendente cómodo.

—Y yo que pensaba que las mujeres caían desvanecidas una tras otra cuando se embutían en estas cosas…

—Bueno, de hecho a veces pasaba. Primero porque lo ataban demasiado fuerte. Y luego porque el ambiente podía cortarse con un cuchillo, porque nadie se lavaba y solo se perfumaban —dijo madame Rossini, y sacudió la cabeza solo de imaginarlo—. En las pelucas vivían chinches y pulgas, y he leído en algún sitio que a veces incluso había ratones que construían allí sus nidos. Así eran las cosas: coexistían la moda más hermosa que imaginarse uno pueda con un sentido de la higiene nulo. Por otro lado, tú no llevas un corsé como esas pobres criaturas, tú llevas una creación especial à la madame Rossini, cómoda como una segunda piel.

—Ah, vaya.

Me sentí terriblemente excitada al meterme en la ropa interior con el miriñaque.

—Me parece como si tuviera que andar cargando con una enorme jaula para pájaros.

—No, para nada en absoluto —me aseguró madame Rossini, mientras me pasaba el vestido con cuidado por encima de la cabeza—. Este miriñaque es minúsculo en comparación con los que se llevaban en Versalles en la misma época. Cuatro metros y medio de perímetro, sin exagerar. Y, además, el tuyo no es de barbas de ballena, sino de fibra de carbono de alta tecnología súper ligera. De todas maneras, nadie lo va a notar.

En torno a mí ondeaba una tela azul claro con zarcillos floreados color crema que también hubiera podido quedar muy bonita como tapicería de un sofá. Pero tenía que admitir que el vestido, a pesar de su longitud y de su monstruoso perímetro, era muy cómodo y realmente me iba como un guante.

—Hechizadora —dijo madame Rossini, y me empujó ante el espejo.

—¡Oh! —exclamé sorprendida.

¿Quién hubiera dicho que una funda de sofá podía tener un aspecto tan maravilloso? Y yo con ella. Qué delicada se veía mi cintura, y qué azules mis ojos. Solo el escote hacía pensar en el de una cantante de ópera a punto de reventar.

—Habrá que añadir un poco de encaje —dijo madame Rossini, que me había seguido la mirada—. Al fin y al cabo, es un vestido de tarde. Pero por la noche una debe enseñar lo que tiene. ¡Espero que tengamos el placer de hacerte también un vestido de baile! Ahora nos ocuparemos de tu pelo.

—¿Llevaré una peluca?

—No —dijo madame Rossini—. Eres una jovencita y será a pleno día. Bastará con que te crepes bien el pelo y lleves un sombrero. (Casi se atraganta al decir sombgego.) No hace falta que hagamos nada con tu piel, es puro alabastro. Y esa bonita peca en forma de media luna en la sien puede pasar perfectamente por un lunar pintado. Très chic.

Madame Rossini me colocó unos rulos calientes en el pelo, y a continuación fijó hábilmente en la coronilla la parte delantera con horquillas y dejó que el resto de mi cabello cayera en amplios rizos sobre los hombros. Me miré en el espejo y me quedé maravillada de mi aspecto.

Recordé el baile de disfraces del último año que había organizado Cynthia. A falta de una idea mejor, había ido disfrazada de parada de autobús, y al final había tenido que hacer un gran esfuerzo para no empezar a repartir golpes con el cartel porque todo el mundo me preguntaba por el recorrido.

¡Ah, si entonces hubiera conocido a madame Rossini! ¡Hubiera sido la estrella de la fiesta!

Encantada, giré una vez más sobre mí misma frente al espejo, pero la alegría se acabó cuando madame Rossini volvió a colocarse a mi espalda y me puso el
sombgego
. Era un enorme armatoste de paja con plumas y cintas azules que, en mi opinión, estropeaba todo él conjunto. Traté de convencerla de que prescindiera de él, pero se mostró inflexible.

—¿Sin sombrero? ¡No, sería totalmente impropio! ¡Esto no es ningún concurso de belleza,
ma chérie
! Lo que importa aquí es la autenticidad.

Busqué mi móvil en la chaqueta del uniforme.

—¿Puedo al menos hacerme una foto sin sombrero?

Madame Rossini se echó a reír.

—¡
Bien sûr
, querida!

Me coloqué en pose y madame Rossini me hizo al menos treinta fotografías desde todos los ángulos, algunas con sombrero. Por fin Leslie tendría algo con lo que reír un rato.

—Muy bien. Y ahora iré arriba a informar de que ya estás lista para el viaje. ¡Espera aquí y no manosees más el sombrero! Está perfecto.

—Sí, madame Rossini —repuse muy modosa, y, apenas hubo salido de la habitación, tecleé a toda prisa el número de móvil de Leslie y le envié por SMS una de las fotos con sombrero.

Llamó catorce segundos más tarde. Gracias a Dios, en la habitación de costura de madame Rossini había muy buena cobertura.

—Estoy sentada en el autobús —me chilló en la oreja—, pero ya he sacado la libreta de apuntes. ¡Aunque tendrías que hablar bien alto, porque a mi lado tengo a dos indios duros de oído charlando, y por desgracias no en el lenguaje de los sordomudos!

Le solté de corrido todo lo que había pasado y traté de explicarle a toda prisa dónde estaba y lo que había dicho mamá. Aunque mezclaba continuamente unas cosas con otras, parecía que Leslie podía seguirme, porque de vez en cuando decía «!Alucinante!» o «!Sobre todo, ve con cuidado!». Cuando le hablé de Gideon (quiso que lo describiera con todo detalle), dijo:

—Tampoco es que me parezcan tan terribles los cabellos largos. En realidad, pueden quedar de lo más sexies. Recuerda
Destino de caballero
. Pero fíjate bien en las orejas.

—De todos modos, no importa. Es un presumido y un creído. Además, está enamorado de Charlotte. ¿Has apuntado «piedra filosofal»?

—Sí. Lo he anotado todo. En cuanto llegue a casa, correré a conectarme a internet. El conde de Saint Germain. ¿Por qué me suena tanto ese nombre? ¿Puede ser que lo conozca de una película? No, ese era el conde de Montecristo.

—¿Y qué pasará si de verdad puede leer los pensamientos?

—Entonces no tienes nada más que pensar en algo inocente. O, sencillamente, cuentas desde mil hacía atrás. Pero de ocho en ocho. Así es imposible pensar en nada más.

—Pueden venir en cualquier momento. Si les oigo, colgaré directamente. Ah, se me olvidaba, mira si puedes encontrar algo sobre un niño llamado Robert White, que se ahogó hace dieciocho años en una piscina.

—Anotado —dijo Leslie—. De verdad que todo es alucinante. Hubiéramos tenido que conseguirte una navaja automática o un spray de pimienta… Oye, ¿por qué no te llevas al menos el móvil?

Caminé a pasitos cortos hasta la puerta embutida en mi vestido, y asomé la cabeza con cuidado.

—¿Al pasado? ¿Crees que podré llamarte desde allí?

—¡Vaya, tienes razón! Pero puedes hacer fotos que nos ayuden.

Ah, y me encantaría tener una de ese tal Gideon. Si es posible, con orejas. Es increíble lo que las orejas pueden decir de una persona. Sobre todo, los lóbulos.

Oí unos pasos y cerré la puerta sin hacer ruido.

—Tengo que cortar. Hasta luego.

—Sobre todo, ve con cuidado —tuvo tiempo de decir Leslie antes de que cerrara el teléfono y lo deslizara en mi escote. El pequeño hueco entre mis pechos tenía el tamaño justo para esconder un móvil. ¿Qué debían guardar antes las damas ahí? ¿Frasquitos de veneno, un diminuto revólver, cartas de amor?

Lo primero que me pasó por la cabeza cuando Gideon entró en la habitación fue: ¿Por qué él no tiene que llevar sombrero? Lo segundo fue: ¿cómo puede uno estar tan guapo vestido con una chaqueta de muaré roja, unos pantalones de color verde oscuro que terminan bajo las rodillas y leotardos de seda a rayas? Y si pensé algo más, debió de ser, a lo sumo, algo como: «Espero que no se me vea en la cara lo que estoy pensando».

Los ojos verdes me rozaron fugazmente.

—Elegante sombrero.

—Precioso —señaló mister George, que había entrado detrás de él en el cuarto de costura—. Madame Rossini, ha hecho con usted un trabajo magnífico.

—Sí, lo sé —repuso madame Rossini.

La modista se había quedado en el pasillo. La habitación no era bastante grande para todos porque mi falda ya ocupaba la mitad del espacio libre.

Gideon se había recogido los rizos en la nuca con una cinta, y eso me dio la oportunidad de devolverle la pelota.

—¡Qué bonita cinta de terciopelo! —dije con toda la sorna de que fui capaz—. ¡Nuestra profesora de geografía lleva una exactamente igual!

En lugar de mirarme con mala cara, Gideon sonrió irónicamente.

—Bueno, la cinta aún puede pasar. Deberías verme con peluca.

«Bien mirado, ya lo había hecho», pensé.

—Monsieur Gideon, le había preparado los pantalones de media pierna amarillo limón, no los oscuros.

La modista había pronunciado algo que había sonado como
midiapigná
. Cuando madame Rossini se indignaba, aún se le marcaba más el acento.

Gideon se volvió hacia la modista.

—¿Pantalones amarillos con una chaqueta roja, leotardos de Pipip Calzas largas y un manto marrón con botones dorados? Me pareció demasiado chillón, la verdad.

—¡El vestuario del hombre del rococó es chillón! —Madame Rossini le miró severamente—. Y aquí la experta soy yo, no usted.

—Sí, madame Rossini —dijo Gideon cortésmente—. La próxima vez le haré caso.

Miré sus orejas. No se abrían ni un poquito y no llamaban la atención en ningún sentido. Me sentí casi aliviada al comprobarlo, aunque, naturalmente, tanto daba.

—¿Dónde están los guantes amarillos de gamuza?

—Oh, pensé que si no me ponía los pantalones, también sería mejor que dejara los guantes.

—¡Oh, si, claro! —Madame Rossini chasqueó la lengua—. Con todo mis respetos, joven, aquí no se trata del gusto por la moda sino de mantener la autenticidad. Aparte de eso, me he preocupado de que todos los colores elegidos armonicen bien con su cara, muchacho desagradecido.

Refunfuñando, nos dejó pasar.

—Muchísimas gracias, madame Rossini —dije.

—¡No hay por qué darlas, mi pequeño cuello de cisne! ¡Ha sido un placer! Tú al menos sabes apreciar mi trabajo.

Sonreí. Me gustaba eso de ser un pequeño cuello de cisne.

Mister George me guiñó un ojo.

—Si quiere hacer el favor de seguirme, miss Gwendolyn.

—Primero te vendaremos los ojos —dijo Gideon, y alargó el brazo para sacarme el sombrero.

Mister George me dirigió una sonrisa a modo de disculpa.

—El doctor White ha insistido.

—¡Pero eso le destrozará el peinado! —Madame Rossini apartó los dedos de Gideon—.
¡Tiens!
¿Quieres arrancarle los cabellos al mismo tiempo? ¿No ha oído hablar de los alfileres de sombrero? ¡Así! —Le alargó el sombrero y el alfiler a mister George—. ¡Cójalo con cuidado, hágame el favor!

Gideon me vendó los ojos con un paño negro. Cuando su mano me rozó la mejilla, instintivamente contuve el aliento, pero por desgracia no pude evitar sonrojarme, aunque por suerte él no pudo verlo porque estaba detrás de mí.

—¡Au! —grité; me había cogido unos cuantos cabellos en el nudo.

—Perdón. ¿Ves algo?

—No. —Ante mis ojos todo era oscuridad—. ¿Por qué no puedo ver adónde vamos?

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