Authors: Kerstin Gier
Lo único criticable era el pelo largo que casi le llegaba hasta los hombros. Pero ni ese pensamiento estúpido daba resultado, pues su cabello era tan sano y brillante que instintivamente me pregunté qué se sentiría al tocarlo.
Daba pena ver toda esa perfección desperdiciada.
—Todo está preparado —advirtió mister George guiñándome un ojo—. La máquina del tiempo ya está lista para funcionar.
Robert, el chiquillo fantasma, me saludó tímidamente con la mano y yo le devolví el saludo.
—Bien, ya estamos todos los que tenemos que estar —informó mister De Villiers—. Por desgracia, Glenda y Charlotte han tenido que irse, pero me han encargado que les envíe a todos un cordial saludo de su parte.
—Sí, seguro —dijo el doctor White.
—¡Pobre muchacha! Dos días soportando esos falsos dolores deben de haber sido una experiencia nada agradable —se lamentó mister George, y en su cara redonda se dibujó una mueca de sincera compasión.
—Por no hablar de su madre —murmuró el doctor White, mientras hojeaba el archivador que había traído mistress Jekins—. Todo un castigo para la pobre niña.
—Mistress Jekins, ¿cómo lleva madame Rossini el vestuario de Gwendolyn?
—Pero si acaba de… Voy a preguntar.
Mistress Jenkins volvió a salir rápidamente por la puerta.
Mister George se frotó las manos, ansioso por entrar en acción.
—Bien, parece que ya podemos empezar.
—Pero no la pondrán en peligro, ¿Verdad? —dijo mamá volviéndose hacia mister George—. La mantendrán al margen de ese asunto.
—Desde luego que la mantendremos al margen —repuso Gideon.
—Haremos todo lo necesario para proteger a Gwendolyn —aseguró mister George.
—No podemos mantenerla al margen, Grace —dijo mister De Villiers—. Ella es parte de «ese asunto». Deberías haberlo tenido claro desde el principio, antes de empezar tu estúpido juego del escondite.
—Gracias a usted, la muchacha se encuentra totalmente falta de preparación y de conocimientos —dijo el doctor White—. Lo que naturalmente dificultará en gran medida nuestra misión, aunque supongo que ese era precisamente su propósito.
—Mi propósito era no poner a Gwendolyn en peligro —aseveró mamá.
—Ya he llegado muy lejos solo —añadió Gideon—. Y también puedo seguir solo hasta el final.
—Eso es justamente lo que esperaba oír —espetó mamá.
«También puedo seguir solo hasta el final» ¡Dios santo! Tuve que hacer un esfuerzo para que no se me escapara la risa. Parecía salido de una de esas disparatadas películas de acción en las que un musculitos de expresión melancólica y aire reconcentrado salva al mundo combatiendo, más solo que el uno, contra un ejército de ninjas, una flota de barcos enemigos o un pueblo repleto de bandidos armados hasta los dientes.
—Ya veremos para qué tareas puede ser apropiada —terció mister De Villiers.
—Tenemos su sangre —dijo Gideon—. No necesitamos nada más de ella. Por mí, puede venir aquí cada día y elapsar, y todos contentos.
¿Cómo? ¿«Elapsar»? Sonaba como uno de esos conceptos con los que mister Whitman acostumbraba a desconcertarnos en las clases de inglés. «En principio no es un mal planteamiento interpretativo, Gordon, pero la próxima vez recuerda que hay casos en los que la elipsión es, si no obligada, más que recomendable.» ¿O era «elisión»? Tanto daba, porque ni Gordon ni yo ni nadie en la clase habíamos entendido de qué hablaba. Con excepción de Charlotte, naturalmente.
Mister George se fijó en mi cara de desconcierto.
—Con el término «elapsar» nos referimos a una sangría controlada de tu cupo de salto temporal en la que te enviamos unas horas al pasado con el cronógrafo —explicó—. De este modo evitamos que se produzcan saltos incontrolados. —Y añadió volviéndose hacia los otros—: Estoy seguro de que, con el tiempo, Gwendolyn nos sorprenderá a todos con su potencial. Ella…
—¡Ella es una cría! —le interrumpió Gideon—. No tiene ni idea de nada.
Me puse roja de indignación. ¿Cómo era capaz de soltar semejante impertinencia, ese estúpido y engreído…jugador de polo? Y qué forma tan despectiva de mirarme…
—Eso no es verdad —repliqué.
¡Yo no era ninguna cría! Tenía dieciséis años y medio. Era tan vieja como Charlotte. A mi edad, María Antonieta hacía tiempo que se había casado. (No lo sabía por la clase de historia, sino por la película con Kirsten Dunst que Leslie y yo habíamos visto en DVD.) Y Juana de Arco tenía solo quince años cuando…
—Ah, ¿no? —La voz de Gideon rezumaba sarcasmo—. ¿Qué sabes de historia, por ejemplo?
—Lo suficiente —dije (¿No acababan de ponerme un sobresaliente en el examen?)
—¿De verdad? Muy bien. Veamos, ¿Quién reinó en Inglaterra después de Jorge I?
No tenía ni la más remota idea.
—¿Jorge II? —respondí al tuntún.
¡Bien! Parecía decepcionado. Debía de ser correcto.
—¿Y sabrías decirme qué casa real sustituyó a los Estuardo en 1702 y por qué?
Se acabó la suerte.
—Hummm… Aún no lo hemos dado—dije.
—En fin, está bien claro —añadió Gideon dirigiéndose a los demás—. No sabe nada de historia. Ni siquiera sabe expresarse adecuadamente. Dondequiera que saltemos, llamará la atención más que un perro verde. Además, no tiene ni idea de qué va esto. ¡No solo sería totalmente inútil, sino que supondría un peligro para toda la misión!
¿Qué? ¿Qué yo no podía hablar «adecuadamente»? Pues ahora mismo se me estaba ocurriendo unos cuantos insultos de lo más adecuados que me hubiera encantado gritarle.
—Creo que has expuesto tu opinión con suficiente claridad, Gideon —declaró el señor Villiers—. Ahora sería interesante saber qué tiene que decir el conde al respecto.
—No pueden hacerle eso —susurró mamá con un hilo de voz.
—Estoy seguro de que el conde se alegrará mucho de conocerte, Gwendolyn —continuó mister George sin prestar atención a sus reparos—. El rubí, el doce, el último en el Círculo. Será un momento solemne el de su encuentro.
—¡No! —gritó mamá.
Todos volvieron la vista hacia ella.
—¡Grace! —dijo mi abuela—. ¡No vuelvas a empezar!
—No —repitió mamá—. ¡Por favor! No hace falta que él la conozca. Debería bastarle con saber que completará el Círculo con su sangre.
—Que hubiera completado —dijo el doctor White, que seguía hojeando el archivador—, si después del robo no hubiéramos tenido que empezar desde el principio.
—Sea como sea, no quiero que Gwendolyn le conozca —dijo mamá—. Esta es mi condición. Gideon puede responsabilizarse solo de esto.
—Está claro que no está en tu mano decidir sobre el tema —dijo mister De Villiers.
—¡Condiciones! ¡Pone condiciones —exclamó el doctor White.
—¡Pero tiene razón! No le hará ningún servicio a nadie que arrastremos a la chica hasta allí —aseguró Gideon—. Le explicaré al conde lo que ha pasado, y estoy seguro de que coincidirá conmigo.
—En cualquier caso, querrá verla para poder hacerse una idea por sí mismo —dijo Falk de Villiers—. No es peligroso para ella. Ni siquiera tendrá que abandonar la casa.
—Mistress Shepherd, le aseguro que a Gwendolyn no le pasará nada —la tranquilizó mister George—. Su opinión sobre el conde se basa quizá en prejuicios que nos alegraría mucho ayudarla a disipar.
—Me temo que no van a poder conseguirlo.
—Seguro que querrás comunicarnos en qué informaciones te basas para sentir tal rechazo por el conde, un hombre al que no conoces, por cierto, mi querida Grace —la instó mister De Villiers.
Mamá apretó los labios.
—¡Te escuchamos! —dijo Mister de Villiers.
Mamá calló.
—Es… Solo una sensación —susurró finalmente.
Mister De Villiers torció la boca en una sonrisa cínica.
—Siento tener que decirlo, Grace, pero todo el rato tengo la impresión de que nos estás ocultando algo. Dime, ¿De qué tienes miedo en realidad?
—¿Quién es ese conde, si puede saberse, y por qué no debo conocerle? —pregunté.
—Porque tu madre tiene «una sensación» —me respondió el doctor White arreglándose la chaqueta—. Ese hombre hace doscientos años que está muerto, mistress Shepherd.
—Y así debe seguir —murmuró mamá.
—El conde de Saint Germain es el quinto de los doce viajeros del tiempo, Gwendolyn —explicó mister George—. Hace un momento viste su retrato en la Sala de Documentos. Él fue el primero que comprendió la función del cronógrafo y descifró los Antiguos Escritos. Y no solo descubrió cómo, con el cronógrafo, podía viajar a cualquier año y cualquier día que eligiera, sino que también desveló el secreto que se esconde tras el Secreto, el Secreto de los Doce. Con ayuda del cronógrafo, consiguió localizar a los cuatro viajeros del tiempo anteriores a él y les hizo partícipes de su descubrimiento. El conde buscó y encontró apoyo en las mentes más brillantes de su época: matemáticos, alquimistas, magos, filósofos, todos se sintieron fascinados por su causa. Juntos descifraron los Antiguos Escritos y calcularon las fechas de nacimiento de los siete viajeros del tiempo que aún debían nacer para completar el Círculo. En 1745, el conde fundó aquí, en Londres, la Sociedad de los Vigilantes, la Logia secreta del Conde de Saint Germain.
—El conde tiene que agradecer el descifrado de los Antiguos Escritos a personajes tan famosos como Raimundus Lullus, Agrippa von Nettesheim, John Colet, Henry Draper, Simon Forman, Samuel Hartlib, Kenelm Digby y John Wallis —informó mister De Villiers.
Ninguno de esos nombres me sonaba de nada.
—Ninguno de esos nombres le suena de nada —dijo Gideon burlonamente.
¡Demonios! ¿Es qué podía leer el pensamiento? Por si acaso podía hacerlo, le dirigí una mirada asesina y pensé con todas mis fuerzas: «!Estúpido fanfarrón!».
Apartó la mirada.
—Pero Isaac Newton murió en 1727. ¿Cómo podía ser miembro de los Vigilantes?
Yo misma me quedé maravillada de que se me hubiera ocurrido aquello. Leslie me lo había dicho el día anterior por teléfono, y por alguna misteriosa razón se me había quedado grabado en el cerebro. Al fin y al cabo, resulta que no era tan estúpida como afirmaba el tal Gideon ese.
—Exacto —repuso mister George sonriendo—. Esa es una de las ventajas que tiene un viajero del tiempo. Puede buscarse amigos también en el pasado.
—¿Y qué es eso del secreto que se esconde tras el secreto?
—El Secreto de los Doce se revelará cuando se haya registrado la sangre de los doce viajeros del tiempo en el cronógrafo —anunció solemnemente mister George—. Por eso debe cerrarse el Círculo.
Esta es la gran misión que debemos llevar a cabo.
—¡Pero si yo soy la última de los Doce! ¡Conmigo el Círculo debería estar completo!
—Sí, y lo estaría —repuso el doctor White—, si hace diecisiete años a tu prima Lucy no se le hubiera ocurrido la idea de robar el cronógrafo.
—Paul fue quien robó el cronógrafo —puntualizó lady Arista—. Lucy solo…
Mister De Villiers levantó una mano.
—Muy bien, muy bien, digamos sencillamente que lo robaron juntos. Dos chiquillos descarriados… De este modo se destruyeron cinco siglos de trabajo. La misión estuvo a punto de fracasar y el legado del conde de Saint Germain estuvo a punto de perderse definitivamente.
—¿El legado es el Secreto?
—Afortunadamente, entre estos muros se encontraba otro cronógrafo —dijo mister George—. No estaba previsto que entrara nunca en funcionamiento. Llegó a manos de los vigilantes en 1757, y era defectuoso. Había permanecido abandonado durante siglos y sus valiosas piedras preciosas habían sido robadas. En un esforzado trabajo de reconstrucción que se prolongó a lo largo de dos siglos, los Vigilantes consiguieron que el aparato…
El doctor White le interrumpió impaciente:
—Para abreviar un poco la historia: fue reparado y se vio que efectivamente podía funcionar, aunque solo pudimos verificarlo en la práctica cuando el undécimo viajero del tiempo, es decir, Gideon, llegó a la edad de iniciación. Habíamos perdido un cronógrafo y con él la sangre de diez viajeros del tiempo. Teníamos que empezar desde el principio con el segundo.
—Para… hummm… descubrir el Secreto de los Doce —dije.
Había estado a punto de decir «para que se revelara». Empezaba a sentirme como si me hubieran hecho un lavado de cerebro.
La respuesta fue una solemne inclinación de cabeza del doctor White y de mister George.
—¿Y qué clase de secreto es ese?
Mamá empezó a reír. Aquello estaba totalmente fuera de lugar, pero el hecho es que cacareaba como hacía siempre Caroline cuando veía a mister Bean por la tele.
—¡Grace! —susurró lady Arista—. ¡Contrólate!
Pero solo consiguió que mamá riera aún con más ganas.
—El Secreto es el Secreto es el Secreto —consiguió soltar entre dos estallidos de risa—, y así siempre.
—Lo que decía: ¡son todas unas histéricas! —gruñó el doctor White.
—Me alegra que aún consigas encontrarle el lado cómico al asunto —puntualizó mister De Villiers.
Mamá se secó las lágrimas de los ojos.
—Lo siento. Me ha dado así sin más. En realidad, preferiría llorar, de verdad.
Comprendí que no conseguiría llegar a ninguna parte con mi pregunta sobre la naturaleza del secreto.
—¿Qué tiene de peligroso el conde para que no deba conocerle? —pregunté en su lugar.
Mamá, que de pronto se había puesto seria como un funeral, se limitó a sacudir la cabeza. La verdad es que empezaban a preocuparme sus cambios bruscos de humor, tan impropios de ella.
—Nada —respondió el doctor White en su lugar—. Tu madre solo teme que puedas entrar en contacto con un cuerpo ideológico que contradiga sus propios puntos de vista, si bien ella no tiene capacidad de decisión entre estos muros.
—Cuerpo ideológico —repitió mi madre sarcásticamente—. Un poco traído por los pelos, ¿no?
—En cualquier caso, ¿por qué no dejamos sencillamente que sea Gwendolyn quien decida si quiere ver al conde o no?
—¿Solo para tener una conversación con él? ¿En el pasado? —Mi mirada pasó de mister De Villiers a mister George y otra vez a Mister De Villiers—. ¿Y él podrá responder a mi pregunta sobre el Secreto?
—Si quiere hacerlo —repuso mister George—. Le verás en el año 1782. Por entonces, el conde ya era un hombre muy anciano, y prácticamente había venido de visita a Londres en cumplimiento de una misión estrictamente confidencial de la que los historiadores y sus biógrafos no saben nada. Pasó la noche en esta casa, razón por lo cual será muy sencillo arreglar una conversación entre ustedes. Por descontado. Gideon te acompañará.