Authors: Kerstin Gier
Gideon masculló algo que incluía las palabras «idiotas» y «canguro». ¿«Canguro de idiotas»? Cómo detestaba a ese tipo.
—¿Mamá?
—Di que no, cariño.
—Pero ¿por qué?
—Aún no estás preparada.
—¿Por qué no estoy preparada? ¿Por qué no puedo ver a ese conde? ¿Qué tiene de peligroso? Dímelo, mamá.
—Sí, díselo, Grace —instó mister De Villiers—. Gwendolyn está harta de tanto secretismo, lo cual es aún más mortificante si procede de su propia madre, pienso yo.
Mamá calló.
—Ya vez lo difícil que es arrancarnos informaciones realmente útiles —dijo mister De Villiers, mirándome muy serio con sus ojos ambarinos.
Mi madre seguía callada.
Me vinieron ganas de sacudirla por los hombros. Falk de Villiers tenía razón: sus insinuaciones no me ayudaban en nada.
—Entonces tendré que descubrirlo por mí misma —afirmé—. Quiero conocerle.
No sé qué me había pasado de repente, pero de pronto dejé de sentirme como una niña de cinco años que solo quiere correr a casa para esconderse debajo de la cama.
Gideon lanzó un gemido.
—Grace, ya lo has oído —advirtió mister De Villiers—. Creo que deberías dejar que te acompañaran de vuelta a Mayfair y tomarte un tranquilizante. Llevaremos a Gwendolyn a casa cuando… hayamos acabado.
—No la dejaré sola —susurró mamá.
—Caroline y Nick pronto volverán de la escuela, mamá. No te preocupes, puedes marcharte. Yo puedo cuidar de mí misma.
—No, no puedes —volvió a susurrar mamá.
—Te acompañaré, Grace —dijo lady Arista en un tono sorprendentemente afable—. Me he pasado dos días seguidos aquí y tengo dolor de cabeza. Las cosas han dado un giro inesperado. Pero ahora… ya no está en nuestras manos.
—Muy juicioso —repuso el doctor White.
Mamá parecía a punto de romper a llorar.
—Muy bien —convino—, me iré. Confío en que se haga todo lo necesario para que Gwendolyn no corra ningún peligro.
—Y mañana pueda acudir puntualmente a la escuela —observó lady Arista—. No debería perderse muchas clases. Ella no es Charlotte.
La miré atónita. La verdad es que me había olvidado por completo de la escuela.
—¿Dónde están mi sombrero y mi abrigo? —preguntó lady Arista.
Entre los hombres que estaban en la habitación se produjo una especie de suspiro de alivio que no podía oírse pero sí palparse.
—Mistress Jenkins se ocupará de todo, lady Arista —repuso mister De Villiers.
—Vamos, hija —dijo lady Arista a mamá.
Mamá vaciló.
—Grace. —Falk de Villiers le cogió la mano y se la llevó a los labios—. Ha sido un gran placer volver a verte después de tantos años.
—Tampoco han sido tantos —repuso mamá.
—Diecisiete.
—Dieciséis —replicó mamá, como si estuviera un poco ofendida—. También nos vimos en el entierro de mi padre. Pero seguramente lo habrás olvidado.
Volvió la cabeza para dirigirse a mister George.
—¿Cuidará de ella?
—Mistress Shepherd, le prometo que Gwendolyn estará segura con nosotros —repuso mister George—. Confíe en mí.
—No me queda otro remedio. —Mamá retiró la mano a mister De Villiers y se colgó el bolso al hombro—. ¿Puedo hablar un momento a solas con mi hija?
—Naturalmente —repuso Falk de Villiers—. Si quieres, aquí al lado no te molestará nadie.
—Me gustaría salir afuera con ella —objetó mamá.
Mister De Villiers enarcó una ceja.
—¿Tienes miedo de que te espiemos a través de una mirilla oculta en un retrato? —preguntó entre risas.
—No, simplemente necesito un poco de aire fresco —respondió mamá.
✿✿✿
A esa hora del día, el jardín estaba cerrado al público. Unos cuantos turistas—reconocibles por las voluminosas cámaras fotográficas que llevaban colgadas al cuello—contemplaron con envidia cómo mamá abría una de las puertas, un afiligranado portal de hierro de dos metros de altura, y volvía a cerrarla tras de nosotras.
Me quedé fascinada por la exuberancia de los macizos de flores, el verde intenso del césped y la fragancia del aire.
—Ha sido una buena idea venir aquí —dije—. Empezaba a sentirme como un topo ahí dentro.
Con gran anhelo dirigí la cara hacia el sol, que para encontrarnos a principios de abril era sorprendentemente cálido.
Mamá se sentó en un banco de teca y se frotó la frente con la mano, en un gesto muy parecido al que antes había hecho lady Arista, solo que mamá no parecía viejísima.
—Esto es una auténtica pesadilla —me espetó.
Me dejé caer junto a ella en el banco.
—Sí. Realmente cuesta hacerse a la idea de cómo han cambiado las cosas. Ayer por la mañana todo era como siempre, hasta que de repente… Tengo que asimilar tantas cosas de golpe, miles de pequeñas informaciones que no acaban de encajar una con otras, que tengo la sensación de que me va a estallar la cabeza.
—Lo siento muchísimo —dijo mamá. Me hubiera gustado tanto poder ahorrarte todo esto…
—¿Qué hiciste para que todos estén tan enfadados contigo?
—Ayudé a huir a Lucy y a Paul —respondió mamá, no sin antes echar una ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie nos espiaba—. Durante un tiempo se escondieron en nuestra casa de Durham. Pero, naturalmente, ellos acabaron por descubrirlos y Lucy y Paul tuvieron que irse.
Pensé en todo lo que me había explicado a lo largo del día, y de pronto comprendí dónde estaba mi prima.
La oveja negra de la familia no vivía en el Amazonas con alguna tribu indígena ni se había escondido en un convento de monjas en Irlanda, como siempre habíamos imaginado Leslie y yo de niñas.
No, Lucy y Paul estaban en un sitio muy distinto.
—Desaparecieron con el cronógrafo en el pasado, ¿verdad?
Mi madre asintió.
—No fue una decisión fácil para ellos, pero al final no tuvieron otra elección.
—¿Por qué no fue fácil?
—No se puede alejar el cronógrafo de su época. Quien se lleva el cronógrafo al pasado, no puede viajar de vuelta y debe permanecer allí para siempre.
Tragué saliva.
—¿Qué motivo puede haber para hacer algo así? —pregunté en voz baja.
—Lucy y Paul comprendieron que en el presente no había ningún escondite seguro para ellos y el cronógrafo. Los Vigilantes les hubieran localizado tarde o temprano dondequiera que hubieran tratado de huir.
—¿Y por qué lo robaron, mamá?
—Querían evitar que… el Círculo de Sangre se cerrara.
—¿Y qué pasa si el Círculo de Sangre se cierra?
Madre mía, ya empezaba a parecer uno de ellos. «Círculo de Sangre.» A ese paso, pronto empezaría a hablar en verso.
—Escucha, cariño, no tenemos mucho tiempo. Aunque ahora afirmen lo contrario, sé que ellos tratarán de hacerte participar en lo que llaman su misión. Te necesitan para cerrar el Círculo y hacer que se revele el Secreto.
—¿Qué es el secreto, mamá?
Tenía la impresión de que ya había hecho esta pregunta mil veces, e interiormente casi la grité.
—Sé tan poco como los demás. Solo puedo hacer suposiciones. Sé que es muy potente y que otorga un gran poder al que sabe utilizarlo, pero también sé que el poder en manos de las personas equivocadas es muy peligroso. Por esa razón, Lucy y Paul opinaban que era mejor que el Secreto permaneciera oculto y, para conseguirlo, hicieron grandes sacrificios.
—Eso ya lo he entendido. Lo que no he entendido es por qué.
—Aunque a algunos de los hombres de ahí dentro posiblemente solo les impulse la curiosidad científica, las intenciones de muchos otros no son en absoluto nobles. Sé que no se detienen ante nada para conseguir sus objetivos. No puedes fiarte de ninguno de ellos. De ninguno, Gwendolyn.
Suspiré al comprender que nada de lo que me había dicho tenía ninguna utilidad.
Desde el jardín oímos un ruido de motor y un coche se detuvo ante el portal, aunque en realidad allí estaba prohibida la circulación.
—¡Ya es hora de irnos, Grace! —gritó lady Arista desde fuera.
Mamá se levantó.
—¡Creo que hoy nos espera una noche de lo más divertida! Seguro que la mirada helada de la tía Glenda congelará la comida.
—¿Por qué la comadrona se ha ido de viaje precisamente hoy? ¿Y por qué no me tuviste en un hospital?
—Deberían dejar en paz a esa pobre mujer —repuso mamá.
—¡Grace! ¡Vámonos de una vez!
Lady Arista golpeó la reja de hierro con la punta de su paraguas.
—Me parece que te estás ganando una buena regañina —dijo.
—Me rompe el corazón tener que dejarte aquí sola.
—Podría irme contigo a casa y ya está —repuse, a sabiendas de que no me apetecía nada hacerlo. Falk de Villiers tenía razón: ahora formaba parte de «ese asunto», y extrañamente eso me gustaba.
—No, no puedes —explicó mamá—. En los saltos incontrolados en el tiempo podrías resultar herida o incluso muerta. Aquí, al menos en este sentido, estás segura. —Me abrazó—. No olvides lo que te he dicho. No te fíes de nadie. Ni siquiera de tus sensaciones. Y ve con cuidado con el conde Saint Germain. Se dice que tiene la facultad de penetrar en la mente de sus interlocutores. Puede leer tus pensamientos, y, lo que es peor todavía, controlar tu voluntad si se lo permites.
Me apreté tan fuerte como pude contra ella.
—Te quiero, mamá.
Por encima de su hombro pude ver que en ese momento mister De Villiers se encontraba ante la puerta.
Cuando mamá se dio la vuelta, también le vio.
—¡Sobre todo, debes ir con mucho cuidado con ese! —susurró en voz baja—. Se ha convertido en un hombre peligroso.
Me pareció notar un matiz de admiración en su voz y, siguiendo un impulso repentino, le pregunté:
—¿Tuviste algo con él alguna vez, mamá?
No hizo falta que me contestara; por la cara que puso, supe que había dado en el blanco.
—Yo tenía diecisiete años y era fácil de impresionar —dijo.
—Lo comprendo —repliqué sonriendo maliciosamente—. Tiene unos ojos realmente increíbles.
Mamá me devolvió la sonrisa mientras volvíamos con deliberada lentitud hacia la puerta.
—Oh, sí. Paul tenía exactamente los mismos ojos. Pero, al contrario que su hermano mayor, no había en él ni sombra de arrogancia. No me extraña que Lucy se enamorara…
—Me encantaría saber qué se ha hecho de ellos.
—Me temo que tarde o temprano lo sabrás.
—Dame la llave —dijo Falk de Villiers con impaciencia, y mamá le tendió el manojo de llaves a través de la reja de la puerta—. He llamado a un coche para que las lleve.
—Nos veremos mañana en el desayuno, Gwendolyn —dijo lady Arista, y me sujetó la barbilla con la mano—. ¡Ánimo, niña! Eres una Montrose, y las Montrose mantienen la compostura siempre bajo cualquier circunstancia.
—Haré lo que pueda, abuela.
—Así me gusta. ¡Bueno, ya está bien! —exclamó moviendo los brazos como si quisiera espantar a una mosca—. ¿Qué se ha creído esta gente, que soy la reina de Inglaterra?
A los turistas, sin embargo, debía parecerles tan británica, con su elegante sombrero, el paraguas y el abrigo a juego, que la fotografiaron desde todos los ángulos.
Mamá volvió a abrazarme.
—El Secreto ya ha costado unas cuantas vidas —me susurró al oído—. No lo olvides.
Con sentimientos encontrados, seguí con la mirada a mi madre y mi abuela hasta que doblaron la esquina y desaparecieron de mi vista.
Mister George me cogió la mano y me la estrechó con fuerza.
—No tengas miedo, Gwendolyn. No estás sola.
Exacto, no estaba sola. Estaba con gente en la que no podía confiar. «En ninguno de ellos», había dicho mamá. Miré los amistosos ojos azules de mister George y busqué en ellos algo peligroso, insincero, pero no descubrí nada.
«No confíes en nadie. Ni siquiera en tus propias sensaciones.»
—Ven, vamos adentro. Tienes que comer algo.
—Espero que la conversación con tu madre haya sido esclarecedora para ti —dijo mister De Villiers de camino hacia arriba—. Déjame adivinar: te habrá prevenido contra nosotros, diciendo que carecemos de escrúpulos y no somos de gente de fiar, ¿me equivoco?
—Eso lo sabrá usted mejor que yo —repuse—. Pero en realidad hemos hablado de que en una época mi madre y usted tuvieron algo.
Mister De Villiers enarcó las cejar sorprendido.
—¿Eso te ha dicho? —exclamó ligeramente arrobado—. Hace mucho de eso. Yo era joven y…
—… y fácil de impresionar —acabé yo—. Eso mismo ha dicho mi madre.
Mister George soltó una carcajada.
—¡Pues sí, es verdad! Lo había olvidado por completo. Tú y Grace Montrose hacían buena pareja, Falk. Aunque solo durara tres semanas. Hasta que te aplastó en la camisa un pedazo de pastel de queso en aquel baile de beneficencia en Holland House y dijo que nunca volvería a dirigirte la palabra.
—Era tarta de frambuesa —repuso mister De Villiers guiñándome un ojo—. En realidad, quería tirármela a la cara, pero por suerte solo me dio en la camisa. La mancha no salió nunca. Y todo porque estaba celosa de una chica cuyo nombre no puedo recordar siquiera.
—Larisa Crofts, hija del ministro de Finanzas —apuntó mister George.
—¿De verdad? —Mister De Villiers parecía sinceramente sorprendido—. ¿Del actual o del de entonces?
—Del de entonces.
—¿Era guapa?
—Por desgracia.
—De todos modos, Grace me partió el corazón porque empezó a salir con un chico de la escuela cuyo nombre no recuerdo muy bien.
—Claro. Porque le partiste la nariz y sus padres estuvieron a punto de denunciarte —repuso mister George.
—¿Es eso verdad?
Yo estaba absolutamente fascinada.
—Fue un accidente —aclaró mister De Villiers—. Jugábamos juntos en un equipo de rugby.
—Cuántos abismos insondables se abren ante nuestros ojos, ¿no es cierto, Gewendolyn?
Mister George aún reía divertido al abrir la puerta de la Sala del Dragón.
—Desde luego.
Me detuve al ver a Gideon, que nos miraba con el gesto torcido, sentado a la mesa del centro de la habitación.
Mister De Villiers me empujó hacia delante.
—No fue nada serio —dijo—. Las relaciones amorosas entre los De Villiers y los Montrose no parecen contar con el favor de los hados. Podría decirse que están condenadas de antemano al fracaso.
—Creo que esta advertencia es totalmente innecesaria, tío —dijo Gideon cruzándose de brazos—. Definitivamente, ella no es mi tipo.