–Muy bien. – Herminia le dio un beso en la frente y salió de la estancia.
El padre de Kaeso se retrasó un momento. Dio golpecitos con el pie a las baldosas sueltas del suelo.
–No te preocupes, hijo. Encontraremos dinero para reparar la casa.
–Olvidas que dispongo de mis propios ingresos, padre. Claudio me paga con generosidad.
–Me parece que quien te paga es el Estado. El censor se limita a estipular tu salario.
–Naturalmente, padre. Anda, ve con madre antes de que se impaciente.
Kaeso se quedó solo. Los comentarios irónicos de su madre no habían desinflado en absoluto su buen humor. Los dioses le sonreían. Su trabajo con Apio Claudio era más fascinante que nunca, el día de su boda se aproximaba a toda velocidad y el regalo de una casa que había recibido por parte de su primo Quinto no sólo había sido una sorpresa, sino que además le había emocionado. Recordó uno de los proverbios favoritos de Claudio y lo pronunció en voz alta:
–Todo hombre es el arquitecto de su propia fortuna.
Kaeso contempló por la ventana el lejano acueducto.
–De ser eso cierto, entonces debo de ser un buen arquitecto.
–Estoy seguro de que lo eres -dijo una voz a sus espaldas.
Kaeso se volvió rápidamente. Su padre debía de haber dejado la puerta entreabierta. En medio de la habitación había un hombre vestido con una andrajosa túnica. Kaeso lo miró un momento y entonces arrugó la frente. – ¿Tito Poticio?
–Así que te acuerdas de mí.
–Me temo que sí. ¿Qué haces aquí?
–Hablas con un tono muy severo, joven. No son formas de dirigirse a una persona mayor… y mucho menos a un pariente mayor. – ¿De qué hablas, anciano? – Kaeso se cuadró de hombros, pero sentía en el pecho una sensación que le turbaba.
–Tú y yo tenemos mucho de que hablar, Kaeso.
–No tenemos nada de que hablar.
Poticio ladeó la cabeza y lo miró fijamente.
–Veo que hoy no llevas el fascinum.
Kaeso se llevó la mano al vacío que había en su pecho.
–Lo llevo sólo en ocasiones especiales. – ¿Sabes de dónde procede?
–La vestal Pinaria se lo dio a… -¿Pero antes de eso? ¿Sabes de quién lo obtuvo ella?
–No. Pero sé que es muy antiguo.
–Lo es, sí… tan antiguo como los Poticio. – ¿Qué estás diciendo, anciano?
–Soy el paterfamilias de los Poticio. Soy también el cronista y el historiador de la familia.
Tengo entendido que tu primo Quinto realiza la misma función para los Fabio: conservar viejos pergaminos y notas garabateadas sobre quién se casó con quién, los nombres de su descendencia, y quién hizo qué y cuándo y cómo. Nuestras familias son tan antiguas, y nuestros antepasados hicieron tantas cosas, grandes y pequeñas, maravillosas y terribles, que es muy complicado seguir la pista. A veces pienso que sería un alivio que todos nos convirtiéramos en polvo, para que el resto del mundo nos olvidara y pudiéramos seguir adelante como si no hubiéramos existido nunca.
–No creo que Quinto piense lo mismo.
Poticio emitió una especie de graznido, que Kaeso se tomó como una carcajada.
–Me atrevería a decir que tienes razón. ¡Pero imagínate las cosas que debe saber! Un cronista de familia tiene conocimiento de todo tipo de secretos. Sabe cosas de las que nunca se debe hablar: muertes misteriosas, bebés nacidos fuera del lecho matrimonial, bastardos engendrados en esclavas… -¡Si tienes algo que decir, dilo ya!
–Muy bien. Tú y yo somos parientes, Kaeso. Desciendes de los Poticio.
A Kaeso se le quedó la boca seca de repente. – ¿Cómo lo sabes?
–En primer lugar, podría decirlo con sólo mirarte. Te pareces a mi primo Marco más que nadie, pero con esos ojos, esa barbilla y la forma de tu boca, podrías pasar por hijo o hermano de cualquiera de mis primos. Al principio pensé que tal vez el viejo Marco había derramado su semilla fuera del lecho conyugal, pero cuando empecé a seguirle la pista a la verdad, me di cuenta de que la conexión era más complicada y se remontaba mucho más atrás en el tiempo. Ahora, cuando se iba, le he mirado bien a tu padre. Él también tiene el aspecto de un Poticio, pero sus facciones son menos características. Por algún motivo, los dioses decidieron que los rasgos de la familia tenían que salir de nuevo a la luz en ti, con toda su fuerza.
–Fue tu precioso ffascinum lo que me proporcionó la clave. Sabía que había visto una referencia a un fascinum alado hecho de oro en algún lugar de las crónicas de la familia. Lo llevaba un antepasado mío, llamado también Tito, que vivió en la época de los decenviros. Después de ese Tito, no hay más referencias al fascinum de oro y alado, que desaparece entonces del historial familiar. Sin embargo, según la leyenda de la familia, Tito engendró un hijo fuera del lecho conyugal y ese niño se convirtió en esclavo. Como puedes imaginar, apenas se habla de ello. Pero los esclavos son una propiedad, y los romanos conservan registros de la propiedad muy detallados, ¡tan detallados como los registros genealógicos! Con diligencia y dando mucho la lata pude seguir la pista de la descendencia de ese hijo bastardo hasta un esclavo llamado Penato. ¿Has oído hablar de él?
Kaeso tragó para deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta.
–Fue un esclavo llamado Penato quien encontró a mi abuelo entre las ruinas dejadas por los galos. – ¡Eso fue! ¿Sabías que ese mismo Penato quedó atrapado durante varios meses en la cumbre del Capitolio con la vestal Pinaria, que de un modo u otro entró en posesión del fascinum dorado y, por razones nunca explicadas, se sintió obligada a donarlo a tu abuelo cuando llegó a la edad adulta? Ahora tú llevas ese fascinum, Kaeso… ¡y eres el puro retrato de un Poticio! ¿Empiezas a ver cómo se conecta todo? – ¡Conjeturas! ¡Insinuaciones! ¡Estás calumniando la memoria de una piadosa vestal! ¡No tienes prueba de nada!
–Los dioses conocen la verdad sobre ti, Kaeso. Y ahora también la conoces tú.
Kaeso sintió una punzada de dolor. La estancia parecía dar vueltas a su alrededor. – ¿Por qué me cuentas todo esto? – ¿No crees que siempre es mejor saber la verdad? – ¡No! – ¿Qué ha sido lo que te he oído decir cuando mirabas por la ventana? ¿Algo sobre ser el arquitecto de tu propia fortuna? ¿Cómo podrás construir un monumento duradero, una vida de virtudes y logros, a menos que empieces con una base firme de auto-conocimiento? – ¡Eres un viejo estúpido, Tito Poticio! Tú y tu familia de tercera categoría habéis derrochado la fortuna que en su día pudisteis tener. Has ofendido a los dioses vendiendo vuestros derechos por nacimiento sobre el Ara Máxima. ¿Cómo te atreves a venirme con esta mentira, sugiriendo que mi abuelo era el hijo bastardo de una vestal y un esclavo?
Poticio suspiró.
–Es una pena que esto haya ido así. Nunca pretendí ofenderte. No te preocupes, Kaeso. Seré discreto. Lo que he descubierto es sólo para tus oídos. Ni siquiera se lo he contado a los demás miembros de la familia. – ¡Grita tus mentiras desde los tejados, si te atreves! Sólo conseguirás ser un hazmerreír mayor del que ya eres.
Tito Poticio se dirigió hacia la puerta y desapareció. Kaeso dio una violenta patada al suelo y envió una baldosa volando contra la pared.
El día antes de su boda, Kaeso fue a la casa del Aventino para asegurarse de que todo estaba a punto para recibirlo a él y a la novia el día siguiente. Entre los preparativos para la ceremonia estaba el altar que se había erigido delante de la puerta para celebrar el sacrificio del cordero y escuchar los auspicios. Dentro de la casa estaban guardadas las sillas ceremoniales del novio y de la novia, listas para ser sacadas a la calle para celebrar la ceremonia al aire libre. Ambas sillas estaban cargadas hasta arriba con las guirnaldas de flores secas que se utilizarían para decorar la puerta. Entre las guirnaldas se hallaba la alfombra de piel de cordero en la que depositaría a Galeria después de cruzar con ella en brazos el umbral de la puerta, como si fuera su sabina raptada. El corazón de Kaeso se aceleró al pensar en lo trascendental del evento que estaba al caer. Mañana, a aquella misma hora, sería un hombre casado.
La casa tenía escasos muebles, pero las baldosas del suelo estaban reparadas y todo se encontraba limpio y reluciente. En el pequeño jardín se habían plantado arbustos y flores, y la cocina estaba equipada con cacerolas y sartenes. Vio la cama colocada contra la pared, cerca de la ventana, una cama nueva de mayor tamaño de la que él utilizaba para dormir solo, y sintió un escalofrío de deseo erótico. Galeria estaba más bella cada vez que se reunía con ella; pronto la vería desnuda, y estaría desnudo con ella, y la poseería. Cualquier duda que pudiera sentir respecto a la ceremonia se desvanecía cuando sus pensamientos se volcaban en el placer carnal que le esperaba.
Atravesó la habitación para contemplar la cama desde más cerca.
Una voz, casi un susurro, dijo:
–La casa ha quedado muy bonita.
Kaeso se volvió. – ¿Qué haces tú aquí? ¡Vete!
Tito Poticio estaba en el umbral de la puerta. – ¿Acaso no puede un pariente visitar a otro pariente el día antes de su boda, para desearle lo mejor?
–Estás loco. Los dioses te han vuelto loco, como castigo por vender tus derechos por nacimiento.
–Entonces lo hemos vendido a cambio de muy poco.
–Apio Claudio debería haberte echado cuando le fuiste a mendigar. No debería haberte dado ni una moneda de cobre.
–Es curioso que menciones el dinero. Además de presentarte mis respetos, ése es uno de los motivos por los que he venido a verte. – Poticio permanecía con las manos unidas frente a su cuerpo y la mirada baja-. La familia de Galeria es rica. Me imagino que llega a ti con una dote sustanciosa. Además, pienso que el censor debe de haberte asignado un salario generoso, ¡incluso eres propietario de tu casa! Eres un joven de lo más afortunado, autosuficiente a tan temprana edad.
–Y tú eres un viejo loco, que lo has dilapidado todo a la tuya.
–Las penurias de los Poticio empezaron mucho antes de mi época. ¡Qué propio de nuestras desgracias que uno de los jóvenes más dotados de su generación, que debería ser el retoño de la familia, ni siquiera lleve el nombre de Poticio! Pero aun así, en momentos complicados, espero que el joven escuche la llamada de la sangre y ayude a sus parientes.
Kaeso apretó los dientes. – ¿Qué quieres de mí?
–Un préstamo. Sólo eso. Un pequeño préstamo, de un pariente a otro. – ¿Por qué ahora? ¿Por qué estropear un día en el que sólo debería estar pensando en mi boda?
–Mi petición no tiene nada que ver con tu boda… aunque estoy seguro de que el padre de la novia estaría conmocionado si se enterase de que su hija está a punto de casarse con el descendiente de un esclavo y una vestal mancillada.
A Kaeso le temblaron las piernas y tuvo que sentarse en la cama. La voz de Poticio era amable.
–Es curioso que seas constructor. Tu antepasado Tito Poticio, el amigo de Coriolano, era también constructor. ¿Lo sabías? Fue también el primero en traer la vergüenza a la familia. Sería una pena que siguieras su estela también en ese aspecto. – ¿Cuánto quieres?
Poticio mencionó una cantidad. Kaeso cogió aire, aterrado ante la avaricia de aquel hombre, pero aliviado de que no le pidiera aún más. Acordaron que Poticio regresaría en dos días y que Kaeso le pagaría entonces.
Sorprendentemente, pese a la excitación por su inminente boda y la ansiedad generada por una visita no deseada, Kaeso durmió como un tronco aquella noche. No tuvo pesadillas. Se despertó temprano, antes de que cantara el gallo, con la cabeza despejada y descansado. Encendió la lámpara.
Hacía algún tiempo que había acabado de leer todos los documentos que le había prestado su primo Quinto. Tenía pensado devolvérselos, pero con las prisas de los preparativos de la boda, no lo había hecho aún. Se encontró releyendo algunos de los documentos, moviendo afirmativamente la cabeza de vez en cuando y canturreando.
Al cabo de un rato, dejó los documentos, apagó la lámpara y durmió una hora más, como hacen los hombres cuando han tomado una decisión irrevocable y están en paz con los dioses y con su propia persona.
Cuando Tito Poticio fue a visitarlo de nuevo, lo hizo aparentemente para presentar sus respetos a los recién casados. Kaeso recibió al visitante en su nuevo hogar sin la más mínima muestra de rencor. Le habló incluso con cariño, se disculpó por haberlo tratado anteriormente con dureza y luego le presentó a su flamante esposa.
Poticio se quedó con la impresión de que la bendición marital había obrado maravillas en cuanto a corregir la actitud de Kaeso. ¿Y por qué no? Según su punto de vista, Kaeso no tenía motivos para mostrarse desagradable. Después de convencerse de que vender los derechos de la familia sobre el Ara Máxima era algo aceptable, Poticio, además, se había convencido de que su solicitud de ayuda a Kaeso era completamente razonable. Al fin y al cabo, eran parientes. Kaeso tenía mucho dinero y Poticio se encontraba en una situación extrema. Los dioses le sonreían con generosidad. No había motivos para que fuese una transacción desagradable. De hecho, Kaeso tendría que sentirse orgulloso de poder ayudar a un pariente mayor necesitado.
Con la cabeza hirviendo con estos pensamientos y la guardia baja, Poticio no pensó mal cuando la desposada le ofreció una ración del tradicional plato de judías que había quedado del banquete de bodas, ni se dio cuenta de que era Kaeso quien le ponía el recipiente en las manos. Tenía hambre y las judías estaban deliciosas. Kaeso le deslizó con discreción una bolsita con monedas y luego lo acompañó hasta la puerta. Poticio no se tomó como ofensa que lo despacharan tan rápidamente. Era natural que el novio quisiese estar a solas con su desposada.