Cuando las mujeres sabinas fueron capturadas por Rómulo y sus hombres, la mujer más bella fue la raptada por los hombres de confianza de un tal Talasio, un fiel lugarteniente del rey, que la había observado y elegido de antemano. Cuando fue raptada, la mujer sabina quiso saber dónde la llevaban aquellos hombres, y así decía la canción: ¿Dónde me lleváis? ¡A Talasio el Respetuoso! ¿Por qué me lleváis? ¡Porque él cree que eres muy bella! ¿Cuál será mi destino? ¡Casarte con él, ser su pareja! ¿Qué dios me salvará? ¡Todos los dioses han bendecido este enlace!
El cortejo nupcial llegó a casa de Tito Poticio. Delante de la casa, a cielo abierto, a la luz de candelas untadas en cera, se había sacrificado y despellejado un cordero sobre un altar. Su pellejo cubría las dos sillas en las que se sentarían el novio y la novia. Se consideraron los auspicios y se declaró su bondad. Se solicitó a los dioses la bendición de la unión.
Claudia, aún con su huso y su rueca, se levantó de la silla y fue escoltada por su madre hasta la puerta de la casa, que estaba decorada con guirnaldas y flores. La madre la abrazó. Imitando un ataque, Tito se adelantó y arrancó a la novia de los brazos de su madre. Se trataba de un nuevo eco del rapto de las sabinas, igual que lo que vino a continuación: Tito, tremendamente ruborizado, cogió a la novia, abrió la puerta de una patada y cruzó cargando con ella el umbral, como si fuera su cautiva.
La madre de Claudia lloró. Su padre reprimió las lágrimas con risas. El cortejo nupcial lanzó gritos de alegría y aplaudió.
Dentro de la casa, Tito depositó a Claudia sobre una alfombra de piel de cordero. Ella dejó por fin su rueca y su huso. Él le entregó las llaves de la casa y le preguntó, excitado y casi sin aliento: -¿Quién es esta recién llegada a mi casa?
Claudia respondió tal y como ordenaba el antiguo ritual.
–Cuándo y dónde tú estés, Tito, allí y entonces estará Titia. – De este modo, el novio le otorgaba un primer nombre, la forma femenina del primer nombre del esposo, algo que no existía en ningún lugar del mundo para las mujeres y que sólo sería utilizado en privado entre ellos dos.
El banquete de boda fue básicamente un acontecimiento familiar, aunque estaban invitados también algunos amigos íntimos del novio y la novia. Tito había reflexionado largo y tendido sobre la posibilidad de invitar a Publio Pinario. Al final había seguido el consejo de su abuelo y lo había hecho y, tal y como su abuelo había vaticinado, Publio había evitado la que sería una situación incómoda para todos haciendo llegar sus disculpas, diciendo que no podría asistir porque su familia estaría en aquella fecha visitando a unos parientes en el campo.
Cneo Marcio sí aceptó la invitación de Tito. También él había contraído recientemente matrimonio con una chica plebeya llamada Volumnia. Si no haber conseguido un matrimonio con una chica patricia había sido un desengaño para él, no lo demostraba. Su conducta era tan arrogante como siempre; de hecho, la seguridad que tenía en sí mismo había aumentado, estimulada por sus primeras correrías en batalla. Hasta el momento, Cneo estaba aún a cierta distancia de alcanzar su sublime objetivo, convertirse en el mayor guerrero de la historia de Roma, pero había tenido buenos comienzos y llamado la atención de sus superiores al demostrar repetidamente su valentía en combate.
Ocupado aceptando los mensajes de buenos deseos de todos los invitados, Tito apenas pudo prestar atención a Cneo. Le preocupaba que su amigo pudiera sentirse un poco desplazado entre tantos Claudio y Poticio o, dada su sensibilidad, que pudiera experimentar cierta envidia, quizá incluso resentimiento, al ser testigo de la parafernalia de una boda patricia que él nunca podría tener. Pero entonces Tito vio, por encima del gentío, que Cneo estaba enfrascado en una conversación con Apio Claudio. Los dos parecían muy serios en un momento dado, pero luego rompían a reír en carcajadas, para a continuación recuperar el tono sobrio de la discusión. ¿De qué estarían hablando? Tito se abrió paso entre la gente hasta situarse lo bastante cerca como para escucharlos.
–Y aun así -estaba diciendo Claudio-, según tengo entendido, incluso antes de la llegada de la República había importantes fricciones entre las mejores familias y el pueblo. Me parece injusto culpar a Bruto de haberse metido en un avispero. Su intención, seguramente, era repartir los poderes que Tarquinio había acaparado para sí, de modo que los mejores hombres pudieran turnarse al timón de Roma, por decirlo de algún modo.
–La revolución que Bruto inició continúa aún, y podría des-controlarse en cualquier momento -decía Cneo-. Las revoluciones empiezan por arriba y luego van bajando. El truco está en detener el proceso antes de que los peores maten a los mejores y se hagan con el control.
–Pero la República parece estar funcionando -dijo Claudio-. Cierto es, y a veces es una desgracia que incluso los ciudadanos inferiores tienen permitido votar a los magistrados; por otro lado, sólo los mejores son elegibles para gobernar. Y los ciudadanos no votan como individuos, sino como unidades tribales, y esos votos tienen un peso determinado; las unidades que incluyen a las mejores familias y los que de ellas dependen cuentan mucho más que los de la chusma. Parece un sistema razonable.
–A lo mejor, si el pueblo se sintiera satisfecho con él. Pero ¿has oído a los alborotadores del Foro? Dicen que se deberían perdonar las deudas a los pobres. ¿Te imaginas el caos que se produciría? Dicen que los plebeyos deberían poder elegir a sus propios magistrados, para «protegerse» de los patricios. ¡Quieren dos gobiernos en lugar de uno! Dicen que el pueblo llano debería plantearse una secesión de la ciudad… irse y encontrar una nueva ciudad y abandonar Roma a la merced de sus enemigos. ¡Así hablan los traidores!
–Cuestiones muy serias, sí -dijo Claudio-. Gracias a los dioses que Roma tiene jóvenes de cabeza brillante como tú, Cneo Marcio, capaz de reconocer que hay bestias que han nacido para tirar del arado y otras para guiarlo.
–Y gracias a los dioses, Apio Claudio, que un hombre tan sabio y honorable como tú ha elegido unir su destino al de nuestra amada Roma.
Tito sonrió y se marchó, satisfecho pero no del todo sorprendido de que su aristocrático suegro y su elitista mejor amigo se hubieran descubierto mutuamente como espíritus afines.
–Discúlpame, senador. Creo que éstos son los planos que has solicitado.
Tito Poticio, que estaba inclinado sobre una mesa, estudiando un pergamino similar bajo la luz del sol que entraba por la ventana, levantó la vista y movió afirmativamente la cabeza, sin prestar mucha atención. – ¿Qué? ¡Oh, sí, los planos para el templo de Júpiter en el Capitolio! Quería ver los viejos dibujos de Vulca. Tal vez me ayuden a solucionar un problema que tengo con los planos del nuevo templo de Ceres. Deja aquí el pergamino, en esa esquina. Lo miraré más tarde.
El esclavo obedeció, luego se acercó de nuevo a Tito y tosió otra vez para aclararse la garganta. – ¿Sí? ¿Alguna cosa más?
–Me pediste que te recordara, amo, el momento en que el triunfo estuviese cerca. – ¡Naturalmente! ¡He estado tan ocupado que casi me olvido! No debo llegar tarde. Me atrevería a decir que al viejo Cominio no le importa si aparezco o no por allí, pero Cneo nunca me perdonaría no estar presente y ser testigo de su momento de gloria. Ve a buscar mi toga y ayúdame a ponérmela.
Una hora después, Tito se encontraba entre sus colegas en la escalinata del Senado. Su abuelo había fallecido poco después de la boda de Tito; su padre había muerto tres años atrás. Ahora, con veintinueve años de edad, Tito era el paterfamilias de su linaje y uno de los miembros más jóvenes del Senado. Como siempre, a lo largo de toda su vida, su pedigrí le daba derecho a un lugar de honor, en este caso en uno de los peldaños superiores, lo que le proporcionaba una vista espléndida.
En el peldaño por encima de Tito estaba su suegro, Apio Claudio, que había alcanzado gran prominencia en el Senado; sólo los cónsules y los demás magistrados estaban situados más arriba, en el pórtico del edificio. En el peldaño inferior estaba su viejo amigo Publio Pinario. Delante del Senado, el hijo de Tito se hallaba situado en el mismo lugar donde él se colocaba de pequeño, delante de todos los patricios que se habían congregado allí para ver la procesión triunfal por la Vía Sacra.
El motivo del triunfo era el exitoso final de una guerra contra el pueblo de los volscos, al sur de Roma. El cónsul Postumio Cominio había liderado la campaña. Sucintamente, sus tropas se habían hecho con las ciudades volscas de Antium, Lóngula, Polusca y con el premio gordo, Corioles. Un Senado agradecido había votado entusiasta para premiar a Cominio con un triunfo, un honor que antaño lo otorgaban únicamente los reyes, pero que ahora concedía el Senado a aquellos cónsules que conseguían una gran victoria militar.
Tito oía el sonido estridente de las flautas tocando una marcha militar. Rodeado por los músicos, un buey blanco lideraba el desfile. Sería posteriormente sacrificado, junto con una parte del botín de la batalla, en un altar colocado delante del templo de Júpiter, en la cumbre del Capitolio.
Detrás del buey venían los guerreros volscos capturados en batalla. Habían sido despojados de sus armaduras e iban vestidos con harapos. Sucios y desgreñados, avanzaban con los pies atados con grilletes, sus cabezas inclinadas hacia delante. La multitud reía y se mofaba de ellos. Los chicos les lanzaban piedras para acobardarlos. Un soldado romano, desdentado y de pelo canoso, se adelantó entre la multitud para escupirles. Cuando finalizara el desfile triunfal, habiendo servido a su propósito ornamental, los prisioneros más afortunados serían devueltos a sus familias en el caso de que éstas hubieran pagado el rescate convenido. Los demás serían vendidos como esclavos.
Tras ellos desfilaban los prisioneros de élite, los hombres más destacados de las ciudades capturadas. A ellos no les esperaba ni la libertad ni la esclavitud. Mientras los sacerdotes sacrificaban el buey en honor a Júpiter, estos prisioneros serían depositados en el Tuliano, la cárcel situada a los pies del Capitolio, y estrangulados por los verdugos. Según los sacerdotes, las ofrendas satisfacían más a los dioses cuando iban acompañadas por la muerte de aquellos que habían sido los líderes de los enemigos de Roma.
A continuación venía el botín de la batalla: las armas confiscadas y la insignia de los volscos, así como carretones llenos de monedas, joyas y objetos frágiles entre los que destacaban jarrones y espejos de plata, es decir, todos los objetos de valor transportables confiscados durante los saqueos de las ciudades caídas. El mayor de todos era el botín de Corioles, donde los volscos más ricos vivían con grandes lujos.
Detrás del botín de guerra iban los lictores del general, vestidos con túnicas rojas, marchando en fila india con las hachas en alto, gritando el cántico de la victoria: «Io triumphe! Io triumphe! Io triumphe!». Les seguía el general montado en un carruaje tirado por cuatro caballos y decorado con placas de bronce grabadas en relieve con imágenes de victorias aladas. Al ver el carruaje, Tito sonrió. Oía en su cabeza la voz reprobadora de su abuelo: «¡Cuando Rómulo celebraba sus triunfos lo hacía caminando por la Vía Sacra; sus pies le bastaban! Esto de montar en una cuadriga empezó sólo con el primer Tarquinio». A los cánticos de los lictores se sumó entonces el estrépito de los cascos de los caballos, sonidos ambos que acabaron engullidos por el rugido de la multitud.
Cominio iba vestido con una túnica con flores cosidas y un manto bordado en oro. Lucía en la cabeza una corona de laurel. En la mano derecha llevaba una rama de laurel y en la izquierda un cetro rematado por un águila. Su hijo menor iba montado a su lado en el carruaje y llevaba las riendas.
Para conmemorar la sangre del enemigo derramada bajo sus órdenes, Cominio llevaba las manos y la cara manchadas con cinabrio rojo. Levantó el cetro para saludar a los senadores, que le devolvieron el saludo.
Siguiendo al general marchaban los soldados que habían combatido bajo sus órdenes.
Liderándolos, ocupando un lugar de honor, estaba el viejo amigo de Tito, Cneo Marcio, el héroe de la batalla de Corioles.
Durante años, batalla tras batalla, Cneo había ido adquiriendo una reputación de audaz luchador, pero en Corioles, donde había servido como lugarteniente de Cominio, sus proezas lo habían elevado a un nuevo nivel de gloria. En un momento crítico del asalto, los defensores se habían atrevido a abrir las puertas y enviado a sus luchadores más aguerridos. El derramamiento de sangre posterior había sido terrible, pero hubo un romano que en ningún momento vaciló mientras iba derribando a un enemigo tras otro: Cneo Marcio. Impulsado por una fuerza que parecía sobrehumana, se abrió camino hacia las puertas abiertas y entró en la ciudad, solo. Los soldados y los ciudadanos de Corioles se amontonaron a su alrededor, decididos a matarlo, pero nadie pudo detener a Cneo. Rodeado de cadáveres, buscó una antorcha y prendió fuego a todo lo que podía arder. El gran incendio aterrorizó y distrajo de tal modo a los defensores, que las puertas quedaron sin vigilancia. Los romanos entraron en la ciudad y lo que siguió fue una carnicería.
Terminada la batalla, Cominio elogió el heroísmo de Cneo delante de todas las tropas. Le obsequió con un majestuoso caballo de guerra ornado con una parafernalia digna de un general. Le prometió además a Cneo toda la plata de Corioles que pudiera llevarse y diez prisioneros a su elección que podría convertir en sus esclavos. Cneo aceptó el caballo, diciendo que le ayudaría a combatir contra los enemigos de Roma, y un solo prisionero, un hombre a quien reconoció porque había luchado valientemente contra él y a quien liberó en el acto. Rechazó los demás obsequios, diciendo que había hecho nada más y nada menos que lo que cualquier soldado romano debía hacer.
La conquista de Corioles era el único regalo que deseaba.
Aquel día, Cneo Marcio se convirtió en un héroe para sus compañeros. Ahora, marchando detrás de él en la procesión triunfal, empezaron a entonar, en voz baja primero y luego cada vez más fuerte: «¡Coriolano! ¡Coriolano! ¡Coriolano!», un título honorífico para aclamarlo como el conquistador de Corioles.
Tratándose de un título que sería más digno de un comandante, Tito pensó que los soldados se referían a Cominio. Al parecer, el general pensaba lo mismo, pues esbozó una amplia sonrisa, se volvió en el carruaje para colocarse de cara a sus hombres e izó el cetro en dirección a ellos. Pero al instante se hizo evidente a quién aclamaban los soldados. Una parte de ellos rompió filas, corrió hacia delante y levantó a Cneo Marcio en hombros. Empezaron a dar vueltas a su alrededor, sin dejar de gritar: «¡Coriolano! ¡Coriolano! ¡Coriolano!».
Un hombre de categoría inferior habría permitido que un destello de celos lo traicionara al ver a un subordinado tan aclamado el día de su propio triunfo, pero Cominio era tan astuto como político que como comandante. Su sonrisa implacable se convirtió en una sonrisa dirigida a Cneo Marcio.
Su cetro izado se transformó en un saludo al héroe de Corioles. Cuando la multitud empezó también a entonar el cántico, Cominio aprovechó la oportunidad. Llamó por señas a los soldados que llevaban a Cneo en hombros. Avanzaron hacia él, riendo como chiquillos, y depositaron a su camarada en el carruaje, junto al comandante.
Varias personas entre el gentío quedaron sorprendidas ante tal falta de decoro. Tito escuchó a Publio Pinario, en el peldaño inferior al suyo, soltar un grito sofocado y murmurar:
–Por Hércules, ¿habíais visto alguna vez algo tan audaz?
Pero la mayoría de los espectadores estaba excitada aclamándolo y, luego, llorando incluso, sobre todo cuando Cominio abrazó afectuosamente a Cneo y colocó la mano de Cneo en el cetro, junto a la de él, e izó el instrumento. – ¡Pueblo de Roma, os doy a Cneo Marcio, el héroe de Corioles! ¡Aclamad todos a Coriolano! – ¡Coriolano! – entonó la muchedumbre. El nombre reverberó por el Foro como un trueno.
Desde el peldaño superior, Apio Claudio se inclinó para hablarle a Tito al oído.
–Siempre supe que ese amigo tuyo se haría un nombre. Hoy lo ha conseguido, y todo el mundo en Roma lo corea. – Claudio se mantenía erguido, las manos pegadas a la boca, gritando con los demás-. ¡Coriolano! ¡Aclamad todos a Coriolano! – ¿La consagración del templo será entonces pronto? – dijo Cneo Marcio.
Tito rió.
–Sí, muy pronto. Te agradezco que me lo preguntes, Cneo… ¿o debería llamarte ahora Coriolano? Pero ambos sabemos que los templos te interesan muy poco, e incluso menos la arquitectura. Apenas nos vemos últimamente y creo que deberíamos hablar de temas que nos interesaran a ambos.
Estaban cenando, solos, en el jardín de la casa del Palatino donde vivía Cneo con su madre y su esposa. El día anterior, varios ciudadanos habían organizado banquetes privados después del desfile triunfal. Las comidas habían sido tan suntuosas y Tito había comido tanto, que pensaba que nunca más volvería a sentir hambre. Pero un día después, su estómago volvía a estar vacío y deseoso de una comida sencilla. Y más aún deseaba la compañía de su antiguo amigo Cneo, solos los dos, lejos de los enjambres de desconocidos y simpatizantes que habían rodeado a Cneo el día anterior con sus incesantes gritos de «¡Aclamad a Coriolano!». Así que cuando Cneo lo invitó a una cena privada para disfrutar del potaje de garbanzos con mijo de su madre, Tito aceptó de buena gana.
–Cierto es que nuestras vidas han seguido caminos distintos en los últimos años -dijo Cneo-.
Pero tal vez esto esté a punto de cambiar. – ¿Sí? ¿Estaré yo a punto de abandonar el Senado y los proyectos de construcción que me han encomendado para unirme contigo en batalla? Nunca fui muy bueno, lo sabes. Supongo que podría ser tu portador de lanzas o dedicarme a abrir la puerta de las ciudades enemigas para que tú pudieses entrar.
–Me refiero más bien a lo contrario. Seré yo quien invada tu dominio. – ¿Mis proyectos de construcción? – ¡No! Me refiero al Senado.
–Pero ¿qué dices?
Cneo sonrió.
–Cominio me lo prometió ayer, después de invitarme a subir a su carruaje. Mientras pasábamos entre la muchedumbre que me aclamaba, me susurró al oído: «¡Mira cómo te quieren, mi chico! ¡Es asombroso! ¡Nunca había visto nada así! Un hombre como tú pertenece al Senado, donde podrás hacer incluso más bien por Roma que el que hiciste en Corioles. Prepararé un nombramiento especial y, por eso solo, los hombres dirán que mi año como cónsul ha estado bien empleado». – ¡Esto es maravilloso, Cneo! Excepto que ahora, la verdad, no sé cómo voy a llamarte. ¿Senador? ¿Coriolano? Senador Cneo Marcio Coriolano… ¡se me llena la boca con tanta palabra!
–Entonces mejor que te llenes la boca con potaje de garbanzos y mijo -dijo Cneo. Rió, pero un instante después, Tito vio que los labios de Cneo articulaban en silencio su impresionante nuevo título, y que aquello le satisfacía. – ¡Los dioses deben quererte mucho! Siempre dijiste que te convertirías en el mayor guerrero de Roma, y así lo has hecho. Ahora puedes convertirte en el político más amado de Roma. Cominio no es tonto. No te nominaría para el Senado si no viese el gran potencial que llevas dentro. Apio Claudio lo ve también. Recuerda mis palabras, a su debido tiempo, serás elegido cónsul.
–Tal vez. Mientras, necesitaré que alguien me enseñe los entresijos del Senado. Y tú eres el hombre adecuado, Tito. – ¡Me parece que no! Tu hombre es Apio Claudio. Él me acogió bajo su protección cuando entré en el Senado. Fue gracias a su influencia que me otorgaron la responsabilidad de la construcción del templo de Ceres. Hará lo mismo contigo, suponiendo que un chico tan capaz necesite estar protegido por alguien.
–Está bien gozar de la amistad de un hombre como Claudio. Pero nada puede sustituir a un amigo de la infancia. Siempre que llevo las de perder, es a ti a quien acudo, Tito. – Cneo posó la mano en el hombro de Tito.
Tito asintió.
–Coriolano me honra.
Cneo se echó hacia atrás y sonrió.
–Y bien… ¿Cómo van las obras en el templo de Ceres? – ¡Un tema que no te interesa en lo más mínimo!