Roma (44 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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–Los Claudio siempre han sido vanidosos y engreídos, pero al menos en los viejos tiempos eran sólidos como una roca a la hora de apoyar los privilegios de los patricios. Apio Claudio ha pegado un giro de 180 grados y se ha convertido en el adalid de las clases inferiores. Oh, sí, habla de boquilla de los ideales patricios, de la gloria de los antepasados y de los fundadores de la República, pero en el fondo este hombre es un demagogo. Claudica ante los caprichos de la chusma. Flirtea con peligrosas ideas democráticas, que seguramente ha descubierto leyendo a esos miserables filósofos griegos que tanto admira. Nunca deberían haberle dado el control de los rollos de la ciudadanía.

–Pero es su deber como censor.

–Actualizar los rollos, sí, pero no manosearlos, y del modo más irresponsable. Oh, sí, él te dirá que simplemente está reorganizando los bloques electorales para hacerlos más eficientes, pero su plan es conseguir unas elecciones más democráticas y menos dependientes de los bloques dominados por los patricios… ¡una idea muy peligrosa! Los fundadores, con su sabiduría, diseñaron expresamente el proceso electoral para dar más influencia a aquellas familias cuyos logros les proporcionaron hace mucho tiempo un lugar especial en el Estado. Nada debe hacerse que erosione ese sistema. Ha beneficiado a Roma desde el nacimiento de la República. Y nos beneficiará doscientos años más. »Peor aún, joven, es el abuso que Claudio hace del derecho del censor a llenar las vacantes del Senado. Todas las vacantes se cubren con hombres fieles a Claudio… ¡y algunos de los nuevos senadores son hijos de esclavos liberados! Una degradación del Senado de ese calibre habría sido impensable en la época de mi abuelo. ¿A qué hemos llegado?

–Los tiempos cambian, primo -dijo Kaeso. – ¡Y pocas veces para mejor! En cuanto una idea radical echa raíces, ya nadie puede predecir lo rápido o lo lejos que se expandirá. Piensa en el consulado. Durante mucho tiempo sólo era posible elegir patricios para el más alto cargo, pues los plebeyos quedaban excluidos. El derecho exclusivo de los patricios sobre el consulado se convirtió en una tradición, que al final acabó adquiriendo el valor de una ley. Pero los llamados reformistas pusieron objeciones, y hace cincuenta y cinco años consiguieron promulgar una ley que permitía que uno de los dos cónsules fuera un plebeyo. Una cuestión de equidad, dijeron los reformistas; si un plebeyo es lo bastante inteligente como para conseguir ser elegido cónsul, entonces ¿por qué no? Pero aquello no fue más que el principio. Hace treinta años los reformadores consiguieron promulgar otra ley, ¡y esta vez ordenando que uno de los cónsules tenía que ser plebeyo! ¿Dónde acabará todo esto? Este tipo de cambios siempre los provocan los agitadores de masas, como Apio Claudio, traidores a su sangre patricia. Claudio es un hombre peligroso. Deberías mantenerte alejado de él.

Kaeso suspiró.

–Compréndeme, por favor, primo Quinto. Comparto tus puntos de vista políticos. ¿Cómo no hacerlo? Son las ideas que mi padre me inculcó desde pequeño. Pero igual que convencí a mi padre para que me permitiese trabajar con Claudio, espero poder convencerte de que abandones tus objeciones. No tengo intención ninguna de ayudar o apoyar a Apio Claudio en cualquier plan para agitar a las masas. Pero el acueducto y la nueva calzada se construirán igualmente, por muchas objeciones que tú hagas, y quiero participar en ello. Si esos proyectos producen beneficios políticos, ¿por qué Apio Claudio tendría que ser su único beneficiario? ¿Por qué no podría haber un Fabio implicado en los proyectos, aprendiendo cómo funciona el proceso? En los próximos años se construirán más calzadas y acueductos, y cuando eso suceda, quiero ser el Fabio que se lleve los méritos y coseche los beneficios.

Quinto movió la cabeza.

–Caminas por un sendero peligroso, Kaeso. Aprender un poco sobre construcción e ingeniería no es malo. Pero Claudio es un hombre retorcido, y también encantador. Podría seducirte y llevarte hacia su forma de pensar.

–Te aseguro que no lo hará, primo. ¿Te quedarías tranquilo si te prometo que no aprenderé ni una palabra de griego? Sería una promesa fácil de cumplir, de todos modos, ya que me parece que soy incapaz de hacerlo.

Quinto sonrió a regañadientes. – ¡Kaeso, Kaeso! Muy bien. Ya que has convencido a tu padre, accederé a este acuerdo y no pondré objeciones, al menos públicamente. Mantendré la boca cerrada, y espero que tú sepas lo que haces. – Miró de reojo las hileras de efigies de cera en sus hornacinas-. Recuerda siempre a tus antepasados, Kaeso, ¡y conserva la dignidad de tu nombre! – ¿Volvió a dudar y a pestañear al contemplar los rostros de los Fabio fallecidos y el rostro de Kaeso a continuación, que no guardaba con ellos ningún parecido familiar?

–Pero te he mandado llamar por otro motivo -dijo Quinto-. Tengo algo para ti… es decir, si aún te interesa. Acompáñame.

Kaeso lo siguió hasta una habitación con las paredes cubiertas de estantes llenos de pergaminos.

En las diversas mesas, había documentos extendidos horizontalmente para su lectura, sujetos mediante pisapapeles por las esquinas. La biblioteca de Quinto Fabio era más pequeña que la de Apio Claudio y su contenido bastante distinto. No había ni un solo texto en griego, ni ejemplares pertenecientes a la historia de pueblos extranjeros. Todos los documentos de la biblioteca de Quinto Fabio tenían que ver con cuestiones legales, títulos de propiedad, transacciones económicas, historia familiar o genealogía.

–Expresaste tu interés por ver los diversos documentos relacionados con la investigación que llevé a cabo hace muchos años, como edil curul, sobre los envenenamientos en masa que tuvieron lugar en la ciudad. Estaban un poco dispersos, pero creo que he conseguido reunirlos en un solo lugar. – Quinto le indicó un tubo de cuero en el que se había insertado una gran cantidad de rollos-. Éste es el expediente del caso. Naturalmente, soy consciente de que tus estudios con Apio Claudio deben reclamar todo tu tiempo y atención… -¡Ni mucho menos, primo Quinto! Te estoy muy agradecido por haberte acordado de mi interés por el asunto, y porque te hayas tomado la molestia de prepararme esto. – De hecho, con la excitación que le provocaba su trabajo con Claudio, Kaeso se había olvidado por completo de la charla sobre los envenenamientos, pero no estaría bien decírselo. ¿Pretendía su primo que se sentase allí en la biblioteca a examinar los documentos? Kaeso no tenía tiempo; estaba impaciente por volver a casa y llevar a cabo una tarea que Claudio le había asignado, calcular de nuevo las medidas de una sección del acueducto-. ¿Sería posible llevármelos conmigo para estudiar sus contenidos a placer?

Quinto frunció el entrecejo.

–Normalmente, nunca permito que estos documentos salgan de mi posesión. Algunos contienen información delicada. Muchos son irreemplazables. Pero… ¿por qué no? Sólo te pido que tengas mucho cuidado con ellos y que me los devuelvas a su debido momento. Espero que te proporcionen una perspectiva sobre los retos y las responsabilidades que supone tener una magistratura. La vida en el servicio público puede ser muy exigente, pero también ofrece muchas recompensas. Tienes que pensar en tu futuro, Kaeso, más allá de lo que estás realizando para el censor.

–Muy amable por tu parte, primo. Los miraré esta noche.

Resultó que, ocupado bajo la parpadeante luz de la lámpara con cabeza de hidra que colgaba del techo de su habitación, aquella noche Kaeso trabajó hasta demasiado tarde y no tuvo tiempo de poder echar un vistazo a los documentos de Quinto. Cuando por fin cayó en la cama, estaba agotado.

Pero no durmió bien. Quizá tenía la cabeza demasiado llena de números. Quizá la desaprobación de su primo pesaba sobre él más de lo que se imaginaba.

En sus sueños, Kaeso se encontraba de nuevo en el vestíbulo de la casa de su primo, solo salvo por la compañía de los bustos de cera de sus antepasados colocados en las hornacinas. De pronto, todas las efigies le guiñaron el ojo a la vez. Las cabezas se volvieron al unísono para mirarlo, con mala cara, y entonces empezaron a hablar. Eran voces sarcásticas y odiosas.

–No es uno de los nuestros. – ¿Y quién es? – ¿De dónde viene? – ¿Quién sabe el tipo de sangre que fluye por sus venas? – ¡Debe ser descendiente de un galo! – ¡El inmundo producto de una violación! – ¡Contaminación! – ¡Corrupción! – ¡Porquería! – ¡La sangre de los nobles Fabio se remonta a muchos siglos atrás, pero esta criatura sale de la nada! – ¡Es como una mosca que levanta el vuelo desde un montón de estiércol!

En su sueño, Kaeso salía corriendo de la habitación. Se encontraba entonces en el Foro. Su padre lo acompañaba hacia los Rostra. Frente a la tribuna se había congregado una gran multitud para oírlo hablar, pero cuando abrió la boca sólo decía tonterías. La gente se echaba a reír y se mofaba de él. Tenían la cabeza de cera, como las efigies de los Fabio.

Salía corriendo de los Rostra en dirección a la casa de Apio Claudio. El censor lo recibía con cariño, ignorando el nerviosismo de Kaeso. Desenrollaba un mapa que mostraba el recorrido del acueducto. La línea que llevaba hacia Gabii quedaba fuera del mapa, iba hacia una nada grisácea.

–Pero ¿dónde están los manantiales? – decía Kaeso.

–Oh, no te preocupes por eso -decía Claudio-. Sé de dónde vendrá el agua. ¡Lo que no sé, joven, es de dónde vienes tú! – De pronto, el censor miraba colérico a Kaeso, tan severo y desaprobador como las efigies del vestíbulo de Quinto.

Kaeso se despertó. Estaba empapado en sudor frío.

Su lámpara de lectura seguía encendida. Con el agotamiento había olvidado apagar las diminutas llamas que danzaban en las boquillas de cada una de las cabezas de la hidra. Desesperado por distraerse, cogió el expediente que su primo Quinto le había prestado. Extrajo los documentos, se frotó los ojos y empezó a leer.

La historia de los envenenamientos y la investigación posterior estaba relatada con el máximo detalle. La naturaleza fragmentaria del material sólo servía para hacerla más fascinante, como un rompecabezas con muchas piezas. Agradecido por tener algo que le ayudara a olvidar su pesadilla, Kaeso estuvo leyendo los documentos hasta altas horas de la noche.

En los meses siguientes, la vida de Kaeso se adaptó a una cómoda rutina. Trabajaba muy duro bajo la tutela de Apio Claudio, aprendiendo todo lo posible sobre cualquier aspecto de la gran calzada que empezaba a conocerse como Vía Apia, y sobre el canal de agua, al que llamaban Acueducto Apio. No había tarea, superior o inferior, en la que no tomara parte, desde cavar trincheras hasta calcular el volumen de agua que podía pasar a través de una determinada sección del acueducto en un periodo determinado de tiempo.

Consiguió incluso aprender el alfabeto griego y tener unas nociones rudimentarias del idioma, pero siempre que Claudio le imponía la tarea de traducir al griego un pasaje sobre hidráulica o ingeniería, la complejidad del idioma seguía bloqueándolo.

–Una cosa está clara -le dijo Claudio un día, exasperado-. ¡En ti no corre ni una gota de sangre griega! – El comentario era completamente inocente, pero inició un nuevo ciclo de pesadillas que invadían el sueño de Kaeso.

Por las noches, después de una larga jornada de duro trabajo corporal y mental, lo que más deseaba Kaeso era una buena cena con sus padres, relajarse un poco en el jardín y luego pasar una hora leyendo los documentos que le había prestado Quinto. Le resultaba curiosamente relajante cribar con cuidado las confesiones de las envenenadoras, los listados e informes garabateados personalmente por Quinto, los decretos oficiales del Senado y los cónsules, y las diversas pruebas.

Una referencia oscura en un documento lo llevaba a buscar en otro, y luego en otro más que quizá ya había leído antes pero que no habría comprendido del todo sin el conocimiento que aportaba su investigación posterior. La naturaleza de acertijo del material lo divertía y lo mantenía ocupado. A partir de fragmentos aparentemente inconexos, empezaba a emerger una idea de los acontecimientos cada vez más coherente, era como la creación de un mosaico a partir de extraños trocitos de piedra.

Una y otra vez, y tremendamente fascinado, leía las declaraciones hechas por las mujeres.

–Lo hice porque mi marido se acostaba con otra -decía una.

–Lo hice porque el tendero me miraba con malos ojos -explicaba otra.

–Mi hermano y yo estábamos siempre peleándonos -decía una-. Estaba cansada de peleas.

Y otra:

–Lo hice porque mis dos hermanas se lo habían hecho a sus maridos, y no quería sentirme excluida.

La célebre Sergia había experimentado mucho con diversas plantas y otras sustancias, tomaba notas sobre cómo extraer los venenos, cuáles de ellos eran los más fiables y cuáles los menos, los síntomas que provocaban, el tiempo que se requería para que surtiesen efecto, y cómo trabajaban en combinación unos de otros. Sergia había realizado también dibujos detallados de numerosas plantas, que servían de indicación a sus criadas cuando las mandaba a buscar aquellos ejemplares que crecían en el campo.

Un típico ejemplo de las notas de Sergia eran sus apuntes sobre el aconitum, ilustrados con un dibujo de la planta en flor:

Aconitum. Polvo blanco derivado de la planta conocida como casco de Plutón, debido a que su flor púrpura, que crece en racimos verticales, tiene la forma del casco de un guerrero con alto penacho y protecciones para las mejillas. La altura de la planta puede llegar hasta la rodilla o hasta el muslo y crece a la sombra de los árboles, sobre suelo húmedo. Un mercader griego me ha dicho que en su pueblo la llaman la Reina de los Venenos. Dice la leyenda que la planta se originó a partir de la saliva de Cerbero, el perro de tres cabezas guardián del inframundo. Todas las partes de la planta son tóxicas, pero sobre todo las raíces, de las que se obtiene el polvo blanco. Su ingestión provoca la muerte. El polvo puede matar también a una mujer si entra en contacto con sus genitales. Actúa muy rápidamente -la muerte puede producirse en diez minutos y es prácticamente segura en el plazo de cuatro horas-. La víctima presenta al poco tiempo entumecimiento y hormigueo en la boca y la garganta, que se quedan secas; se tiene también una fuerte sensación de quemazón que va desde la garganta hasta el abdomen. El hormigueo se extiende hasta manos y pies y luego por todo el cuerpo. La piel y las extremidades se quedan frías y pegajosas al tacto, y al mismo tiempo la víctima puede sentir como si la estuvieran despellejando. Las piernas se debilitan. La visión y el oído se embotan, pero la víctima mantendrá la cabeza lúcida hasta el momento de su muerte. Los músculos se contraen y se convulsionan. El pulso se debilita. Las pupilas se dilatan. El más mínimo esfuerzo da como resultado un desvanecimiento fatal.

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