Como sabes, en el interior del templo de Júpiter hay una tabla de madera pegada a la puerta que da acceso al santuario de Minerva, a la derecha. Desde la fundación del templo, cada año, en los idus de septiembre, uno de los cónsules da-va un clavo en esa tabla para marcar el paso de un nuevo año; así es como se calcula la edad del templo y de la República. La tabla adorna el santuario de Minerva porque los números fueron uno de los regalos que la diosa hizo a la humanidad. Pero la tabla tiene además otra función, más excepcional. En épocas de epidemia, puede nombrarse un dictador a propósito -un nombramiento religioso, no militar- para que lleve a cabo una única tarea: clavar un clavo adicional en la tabla de madera. Nadie sabe de dónde surgió esta costumbre, pero tiene como efecto aminorar los estragos de las pestes. De este modo, pueden recordarse también los años de las pestes y calcular la frecuencia de las epidemias. »Y es lo que se hizo en este caso. Se nombró para este propósito un dictador, Cneo Quintilio, si no recuerdo mal. Ante la presencia de las vestales, los sacerdotes y todos los magistrados, Quintilio clavó un clavo en la tabla y luego, cumplido su cometido, abdicó del cargo. Pero el ritual no supuso ningún alivio. La peste continuó y el número de víctimas aumentó. El pueblo estaba cada vez más asustado y sus líderes más inquietos. Yo me sentía tan preocupado como cualquiera, por supuesto, pero como edil curul no me correspondía a mí proponer los medios adecuados para conseguir que los dioses nos fueran propicios y acabar con la peste. »Entonces, un día, yendo a mi lugar de trabajo en las cámaras del Foro, se me acercó una joven.
Se negó a decirme su nombre, pero por sus vestidos y sus modales comprendí que se trataba de una criada nacida libre que procedía de una casa respetable. Dijo que tenía algo terrible que contarme, pero sólo si yo le prometía protegerla del castigo por parte del Estado o de la venganza de aquellos cuyos crímenes estaba dispuesta a revelar. La verdad es que pensé que aquello no iba a ser más grave que cualquier caso de contratista que se apropia ilícitamente de los ladrillos de la ciudad, o de algún instalador de tuberías que cobraba el doble de lo debido por reparar la alcantarilla pública. Le di mi garantía y ella me explicó que la peste que azotaba la ciudad era de origen humano… y que la estaban perpetrando no hombres, sino mujeres. Acusó a su propia ama, junto con algunas romanas de muy alta cuna. »De entrada, parecía una historia descabellada. ¿Por qué motivo recurrirían tantas mujeres al envenenamiento de sus esposos y otros familiares masculinos? Una mujer podía recurrir al veneno, sí; pero ¿un gran número de mujeres, repetidamente, y todas en el mismo año? Por aquella época habían muerto ya cientos de hombres y seguía sin descubrirse la causa. Le pedí una prueba. Se ofreció a acompañarme a la casa donde se preparaban los venenos. Si estábamos de suerte, dijo, sorprenderíamos a algunas mujeres en el momento de elaborarlos. »Tuve que actuar, y con rapidez. En aquella situación, el puesto que hasta entonces había considerado trivial y monótono pesaba de repente sobre mí como el mundo debe de pesar sobre las espaldas de Atlas. – Quinto suspiró, pero sus ojos brillaban; era evidente que el relato de aquella sombría historia le proporcionaba gran satisfacción. – ¿Y qué sucedió entonces, primo Quinto?
–La premura fue esencial, aunque era necesario observar ciertas formas, pues de lo contrario cualquier prueba podría verse comprometida. Alerté enseguida a los cónsules. ¡Cómo bramó el viejo Cayo Valerio cuando lo desperté de su siesta del mediodía! Con los cónsules como testigos, junto con sus lictores, me dirigí a la casa en cuestión, la de un patricio llamado Cornelio, una de las primeras víctimas de la peste. Su viuda se llamaba Sergia. La esclava que se encargaba de la puerta, al verme en tal compañía, palideció e intentó impedirnos la entrada. Me abrí paso a la fuerza. »Descubrimos una habitación en la parte trasera de la vivienda, que en su día debió de ser una cocina, pero que estaba dedicada por completo a la elaboración de pociones. De las vigas colgaban manojos de hierbas atados con cuerdas. Había cacerolas hirviendo y echando humo. Una de las cacerolas estaba enfriándose sobre un estante de madera y junto a ella había una hilera de botellitas de arcilla. Sergia era la responsable, las demás mujeres eran simples criadas. Cuando nos vio y se dio cuenta de lo que sucedía, cogió una de las botellas y se la llevó a los labios. Le hice soltar la botella de la mano. Se partió al caer al suelo y salpicó mi túnica con un líquido de color verde. Los lictores la detuvieron. La rabia de su mirada me heló la sangre. »Sergia se negó a responder a mis preguntas pero logramos persuadir a sus esclavas, que hablaron enseguida. Nos acompañaron a más de veinte casas donde pudimos encontrar los productos de la cocina de Sergia. Fue un día para recordar, entrando en una y otra casa, siendo testigos de la rabia de las mujeres, la incredulidad de sus maridos, el miedo y la confusión de los niños. Las mujeres implicadas fueron obligadas a presentarse en el Foro ante los cónsules, y también aportamos todas las pociones confiscadas. »Antes de aquel día, nunca había habido una investigación pública por cargos de envenenamiento. Eran asuntos excepcionales, y cuando se producían, se solventaban siempre por completo en el seno de la familia afectada, siendo el paterfamilias el responsable de hacer justicia.
«Empezó debajo de este techo, que termine debajo de este techo», dice el dicho. Si la esposa o la hija de un cabeza de familia, o su hijo, da lo mismo, se atrevieran a cometer un crimen así, era prerrogativa del paterfamilias determinar la culpabilidad y el castigo que se debía aplicar.
–Pero era evidente que aquello quedaba más allá del alcance de cualquier paterfamilias. No había precedentes de un caso así, de una inmensa red de crímenes cometidos gracias a una conspiración de mujeres. Los cónsules temían las repercusiones de las familias poderosas implicadas. De modo que estuvieron encantados de permitir que fuera yo, como edil curul, quien llevara a cabo los interrogatorios. »Sergia por fin rompió su silencio. Dijo que las pociones eran remedios para diversos males, que ninguna era venenosa. Si es así, le dije, que cada una de las mujeres aquí presentes se beba la poción que se halló en su poder. Mi propuesta produjo gran conmoción entre las mujeres. Hubo muchos lloros, gritos y tirones de pelos. Finalmente, accedieron a someterse a la prueba. Siguiendo al unísono la iniciativa de Sergia, las mujeres bebieron sus supuestos remedios. – Quinto movió la cabeza. » ¡Qué espectáculo! ¡Qué sonidos! ¡La muerte violenta de más de veinte mujeres ante nuestros propios ojos! No todas las pociones eran iguales, por lo que sus efectos fueron distintos. Algunas de las mujeres fueron presa de violentas convulsiones. Otras se quedaron rígidas y murieron con una mueca horrorosa. Yo era joven entonces, pero había combatido ya en varias batallas, había matado hombres y había visto matar a hombres, ¡pero jamás había sido testigo de algo tan extraño y aterrador como la muerte de esas mujeres con sus propios medios!
Kaeso miró a su primo con los ojos abiertos de par en par. Los detalles de los envenenamientos en masa eran completamente nuevos para él. La historia le pareció tan emocionante como repulsiva. – ¿Y así acabó todo, primo Quinto? – ¡Ni mucho menos! Las amigas y las criadas de las mujeres muertas tenían muchas más cosas que contarnos. Al ver que había más mujeres implicadas, nos dimos cuenta de que la escala de la conspiración era mayor de lo que cualquiera podía haberse imaginado. Al final, encontramos culpables a más de ciento setenta mujeres, y todas fueron condenadas a muerte. El asesinato de tantos ciudadanos destacados, la sorprendente investigación, las ejecuciones… todo ello proyectó una sombra de desesperación sobre la ciudad. La verdad era demasiado estremecedora para que algunos pudieran aceptarla. Hubo quien dijo que fui demasiado lejos, que mi juicio estuvo mal llevado, que permití que gente malvada acusara falsamente a las esposas y las hijas de sus enemigos. ¡La verdad es que ni siquiera los dioses son infalibles! Creo que mi investigación fue concienzuda e imparcial y que nadie podía haberla hecho mejor. En cualquier caso, los envenenamientos terminaron y los ciudadanos de Roma me recompensaron en los años siguientes con la elección para puestos más elevados.
Kaeso sacudió la cabeza.
–No tenía ni idea de que los crímenes estuvieran tan extendidos, ni de que fueran tan extraños.
Sólo había oído algún que otro rumor vago.
–No me sorprende. Cuando aquel terrible asunto hubo acabado, todo el mundo hizo lo posible por olvidarlo.
–Pero ¿por qué cometieron esos crímenes aquellas mujeres?
–Los motivos que alegaron fueron tan variados como los venenos que utilizaron: avaricia, venganza, odio, celos. Habiendo cometido asesinato una vez, muchas parecían incapaces de resistirse a volver a hacerlo. Fue como si entre ellas se hubiera extendido una especie de locura, un contagio homicida, un impulso asesino. Nadie pudo determinar la causa originaria de esa locura. La única curación segura era la muerte. Puse fin a la plaga de envenenamientos y, desde entonces, nunca ha vuelto a suceder. – ¡Una historia fascinante! – ¿De verdad lo crees? – ¡Por supuesto! Me gustaría saber más cosas aún. ¿Quiénes eran esas mujeres? ¿Cómo se llamaban? ¿A quién mataron, y por qué, y cuándo, y…?
Divertido y algo adulado por el entusiasmo de su joven primo, Quinto emitió un gruñido afable que sonó sospechosamente como una carcajada.
–Bien, joven, pues da la casualidad de que guardo un buen legajo de material relacionado con mi investigación… para protegerme, por si acaso, y si posteriormente me lo pedían, para poder presentar exactamente las pruebas que obtuve y las circunstancias bajo las que las obtuve. Allí están todos los detalles: nombres, fechas, incluso las recetas que utilizaron las mujeres para confeccionar sus diversos venenos.
Algunas sabían leer y escribir, y a veces guardaban abundantes notas sobre los venenos y sus efectos. – ¿Me permitirías ver ese legajo, primo?
–Por supuesto. ¿Sabes? Nadie me lo había pedido nunca. Y eso que esa investigación forma ahora parte de la historia de la familia, parte de la historia de Roma.
–No debería caer en el olvido -dijo Kaeso.
Quinto asintió.
–Muy bien. Estos materiales deben de estar en algún rincón, entre mis recuerdos. Cuando tenga tiempo, los localizaré y te dejaré que les eches un vistazo.
Más tarde, aquella misma noche, solo en su habitación en casa de su padre, Kaeso se preparó para acostarse. Con la luz parpadeante de una sola lámpara, se despojó de la toga sin ayuda de nadie; quitarse la prenda era mucho más fácil que ponérsela. Dobló con cuidado la toga y la dejó sobre una silla. Se quitó también la túnica que llevaba debajo y el taparrabos, quedándose desnudo con la única excepción del regalo que su padre le había hecho aquella misma mañana, el fascinum que colgaba de su cuello.
Entre los demás regalos que Kaeso había recibido aquel día estaba un pequeño espejo. Un esclavo se lo había colgado ya en la pared. Era un espejo redondo de plata bruñida y con el borde decorado con imágenes grabadas en el metal. Las imágenes describían las hazañas de Hércules. No cabía la menor duda de que el donante, un compañero del padre de Kaeso, había pensado que el espejo sería un regalo especialmente apropiado para la llegada a la mayoría de edad de un joven Fabio, pues los Fabio se consideraban descendientes de Hércules; pero el reflejo de su cara, rodeada por imágenes del semidios, sólo sirvió para recordarle a Kaeso que en realidad no era Fabio por sangre, sino por adopción.
Kaeso permaneció desnudo frente al espejo y observando su reflejo entre las sombras.
–Hoy eres un hombre, Kaeso Fabio Dorso -susurró-. Pero ¿quién eres? ¿De dónde vienes?
Tu abuelo era un huérfano encontrado entre las ruinas; ¿fue tal vez engendrado por un dios, o por un galo? ¿Vivirás y morirás sin conocer nunca el secreto de tu origen, o existe un oráculo que pueda responder tu pregunta?
Acarició el amuleto que colgaba sobre su pecho. El oro del fascinum captó la luz parpadeante de la lámpara y Kaeso quedó deslumbrado por su reflejo en el espejo.
A la mañana siguiente, Kaeso volvió a vestirse con la toga para realizar una visita formal a un hombre con quien nunca se había visto.
Apio Claudio, el séptimo con ese nombre en la línea que descendía de Atta Clauso, pestañeó con incredulidad cuando su secretario le anunció la primera visita del día. – ¿El joven Fabio? – dijo-. ¿Estás seguro de haber oído bien el nombre?
El esclavo movió afirmativamente la cabeza.
Claudio frunció los labios y se acarició la barba, que aún era más negra que plateada.
–Muy bien, hazlo pasar. Lo recibiré aquí en el jardín. Que las demás visitas se esperen hasta que hayamos terminado.
De hecho, el jardín de Apio Claudio, con su fuente de agua flanqueada por la escultura de tres musas y sus terrazas de rosales, era incluso más majestuoso que el jardín de Quinto Fabio. Kaeso estaba impresionado, pero no sorprendido. Si había en Roma un hombre tan poderoso y respetado como su primo Quinto, ése era el eterno rival de Quinto, Apio Claudio.
–Me parece que es oportuno felicitarte, joven -dijo Claudio, levantándose para recibirlo-. La toga te sienta bien.
Kaeso se había vestido aquella mañana sin la ayuda de un esclavo y no había logrado que la prenda le quedase correctamente. Se alegró de tomar asiento cuando Claudio se lo ofreció. Sentado disimularía lo mal plegada que llevaba la toga.
–Gracias por recibirme, censor. – Kaeso se dirigió a su anfitrión por el título del prestigioso despacho que ostentaba. En muchos sentidos, la censura era una magistratura más elevada incluso que el consulado y su alto rango se hacía evidente por el color púrpura de la toga que únicamente el censor podía vestir. El censor tenía poder para llenar las vacantes del Senado. Era además el responsable del mantenimiento y conservación de los rollos de la ciudadanía. Podía añadir nombres a la lista o, por motivos justificados, borrarlos de la misma. La lista del censor determinaba la división de los ciudadanos en unidades de voto, una herramienta que los patricios llevaban tiempo utilizando en su beneficio. Con la manipulación de la lista, el censor podía influir sobre el resultado de las elecciones.