Claudio no podía ver la expresión del joven, pero por el silencio que siguió a sus palabras diría que Kaeso estaba desconcertado. Claudio se rió con ganas.
–Perdona mi franqueza. ¡Evidentemente, son ideas que no se mencionan en la prudente familia de los Fabio!
–Tienes ideas que… que son novedosas para mí -admitió Kaeso-. Mi padre decía que solías desafiar sus planteamientos, pero que también habías sido su inspiración. Gracias por mostrarme la estatua de los gemelos y la loba.
Claudio sonrió.
–No estamos lejos de mi casa. ¿Te gustaría ver mi biblioteca? Ha crecido bastante desde la época en que intenté enseñarle griego a tu padre. Cada mes me llegan pergaminos nuevos. No puedo leerlos personalmente, claro está. Me los tienen que leer en voz alta. Tú tienes una voz muy agradable, Kaeso.
–Senador, sería para mí un verdadero honor hacerlo. El esclavo los condujo de regreso a casa.
–Tomaremos un refresco -dijo Claudio, cruzando el vestíbulo-. Luego, podríamos ponernos a trabajar en esa colección de aforismos que propones.
Kaeso asintió, feliz, pero luego hizo una mueca.
–Había uno de tus dichos que mi padre encontraba especialmente sugerente. Algo que tenía que ver con la arquitectura y la fortuna…
–Todo hombre es el arquitecto de su propia fortuna. – ¡Exactamente! Mi padre vivió según esas palabras. – ¡Estoy seguro de que ningún hombre puso más fielmente en práctica esas palabras que Kaeso Fabio Dorso!
Desde el otro lado del comedor, el joven Kaeso miraba furtivamente a su anfitrión -un hombre que le resultaba intimidatorio-, deseoso de que sus imperfecciones físicas se hubieran limitado a un par de verrugas feas.
Kaeso tenía una de sus piernas más corta que la otra, el antebrazo torcido de una forma curiosa y no siempre podía controlar la musculatura del brazo afectado. Caminaba con una leve cojera y nunca había podido montar a caballo. Sufría también epilepsia. La cabeza le daba vueltas en los momentos más inoportunos. En el peor de los casos, perdía la conciencia por completo.
Pese a esas imperfecciones, la madre de Kaeso siempre le había asegurado que era guapo. A los veinte años de edad, Kaeso era ya lo bastante mayor como para mirarse al espejo de manera crítica y comprobar que no se trataba de lisonjas de una madre ni de ilusiones vanas, sino que era verdad.
Sus ojos tenían un excepcional tono azul. Su brillante cabello era del color de la miel a la luz del sol. Su cara podría haber servido de modelo a un escultor griego. Pero ¿de qué le servía un rostro atractivo si su cuerpo de hombre no podía montar a caballo, ni correr ni luchar, tal y como los tiempos exigían? Mucho mejor tener un cuerpo fuerte y una verruga del tamaño de un guisante en el labio, como su gran y poderoso primo Máximo… que acababa de sorprender a Kaeso mirándolo y le había devuelto la mirada, frunciendo el entrecejo.
Kaeso bajó la vista y acarició nervioso el fascinum de oro que llevaba al cuello, una valiosa herencia de familia que se había puesto para aquella ocasión especialmente importante.
Los otros dos invitados a la cena eran de la misma edad que Kaeso. Su primo Quinto era el hijo de Máximo; Publio Cornelio Escipión era amigo de los dos. Las circunstancias eran sombrías. A la mañana siguiente, Quinto y Escipión marcharían a la guerra. ¡Cómo le habría gustado a Kaeso poder ir con ellos!
Habían pasado setenta años desde que Apio Claudio el Ciego había ofrecido en el Senado su conmovedor discurso contra el invasor griego Pirro. La retirada final de Pirro de Italia era ya un recuerdo lejano, pero todavía quedaban con vida antiguos combatientes que recordaban muy bien la guerra aún más terrible que siguió a aquélla, la guerra contra Cartago. Tal y como Apio Claudio había vaticinado, después de la derrota de Pirro, el enemigo común y rival marítimo de Roma había pasado a ser su adversario militar. Durante veinte años, en Sicilia y en África, por tierra y por mar, romanos y cartagineses habían librado una guerra sangrienta, La paz que siguió, con ventaja para Roma, había durado una generación, pero ahora las dos ciudades estaban de nuevo enfrentadas y Cartago, liderada por un general llamado Aníbal, había llevado la guerra hasta Italia.
–Cuando partáis para la batalla -dijo Máximo, dirigiéndose a su hijo y a Escipión, pero ignorando con mordacidad a Kaeso-, nunca olvidéis lo siguiente: no fue Roma quien rompió la paz. Fue ese loco maquinador de Aníbal, cuando se atrevió a atacar a nuestros aliados en Hispania.
Ese hombre no tiene vergüenza, ni escrúpulos, ni honor. ¡Maldigo su ejército mestizo de libios, númidos
*
, hispanos y galos! ¡Que sus elefantes se vuelvan locos y los lancen al suelo! – ¡Que así sea! – dijo Quinto, levantando la copa. Como su padre, era poco agraciado y tenía la
*
Así en el original. La forma correcta del gentilicio es "númidas", en latín numidae, – arum [Nota del escaneador].
D
misma mueca de impaciencia, una mueca que en su rostro joven parecía más bien un puchero.
Escipión levantó la copa y se sumó al brindis. Igual que Kaeso, Escipión había sido bendecido por los dioses con un atractivo sorprendente, aunque su cabello era más oscuro y sus facciones más duras. Llevaba el pelo largo y peinado hacia atrás, dejándole la cara despejada -al estilo de Alejandro, decía la gente-, y era de constitución fuerte. Como estudiante, había rápidamente igualado y luego sobrepasado la erudición de sus tutores. Como atleta, destacaba por encima de los demás. Como soldado, ya se había hecho un nombre. Era conocido por su paso seguro y rápido, por su perseverancia. Escipión dejaba impresionado a cualquiera que lo conocía.
Kaeso levantó tardíamente su copa. Sólo Escipión se percató aparentemente de su acción, pues ladeó su copa en dirección a la de Kaeso y le regaló una sonrisa.
–Como bien dices, Máximo, los cartagineses se equivocan -dijo Escipión. Su voz profunda era potente pero suave. La gente solía comentar que cuando tuviera edad suficiente para ocupar un cargo, sería un buen orador-. Pero seguramente te equivocas tú cuando dices que Aníbal está loco.
Obsesionado, quizá; todos conocemos la historia de cómo su padre, amargado por su humillación y por las concesiones hechas por Cartago después de la última guerra, hizo jurar a Aníbal, siendo un niño, su odio eterno hacia Roma y todo lo romano. Es evidente que Aníbal se tomó muy en serio su juramento. ¡Nadie puede acusarle de eludir su deber filial! Rompió deliberadamente la tregua al atacar a nuestros aliados en Hispania. Después, dicen, tuvo un sueño sobre el futuro: un dios lo colocaba sobre el lomo de una serpiente gigante y cabalgaba por toda la tierra sobre esa serpiente, arrancando árboles de raíz y rocas y sembrando la destrucción. Aníbal interpretó su sueño como que estaba destinado a devastar toda Italia.
–Y así se lo dijo a sus soldados. – Quinto soltó una risotada burlona-. Seguramente se inventó ese sueño para incitarlos.
–Sea verdad o mentira, partió de Hispania y atravesó la costa sur de la Galia. Todo el mundo decía que los Alpes lo mantendrían alejado de Italia; nadie pensaba que podría atravesar las montañas con su ejército y sus elefantes. ¡Pero encontró un paso y nos ha barrido como una tormenta de fuego! Hemos sufrido derrota tras derrota. Yo estuve con mi padre en el río Ticino, en las primeras batallas de la guerra, aquel día en el que todo nos salió tan mal…
–No seas modesto, Escipión -dijo Quinto-. Tú salvaste la vida de tu padre cuando resultó herido en el campo de batalla, y todo el mundo lo sabe.
–Hice lo que cualquier hijo habría hecho. – Si Escipión minimizaba su valentía, restaba importancia también a las repetidas derrotas que los romanos habían sufrido de manos de Aníbal.
En sus devastadoras incursiones por la península italiana, Aníbal había adquirido reputación de poseer un ingenio y una resistencia casi sobrehumanos. Se había mostrado como un maestro del disfraz, escapando a confabulaciones de asesinato con pelucas y disfraces. Se había recuperado de heridas terribles, incluyendo la pérdida de un ojo. Había concebido y ejecutado estratagemas audaces. Una noche oscura, había sembrado la confusión en un ejército romano prendiendo antorchas a los cuernos de un rebaño de ganado que en su pánico creó la ilusión de un ejército gigantesco corriendo en todas direcciones por una montaña que, en realidad, estaba desierta. A pesar de que su odio implacable y su fama de invencible inspiraban miedo y resentimiento, Aníbal se había ganado la admiración, aun a regañadientes, de muchos romanos, y Escipión hablaba de él con cierto respeto.
–Ese Caco tuerto y sus mercenarios mestizos han llegado hasta el mismo corazón de Italia -dijo Quinto-. Se pasean y saquean a voluntad, y están acabando uno a uno con nuestros aliados.
Pero por poco tiempo más, ¿Verdad, Escipión?
–Tienes razón, Quinto. ¡Mañana partiremos para dar caza a Aníbal y acabar con él, de una vez por todas!
Máximo refunfuñó.
–Ya conocéis mi opinión al respecto -dijo en tono grave.
El año anterior, Máximo había sido nombrado dictador con poderes extraordinarios. Mientras que sus colegas del Senado clamaban por otra confrontación con los invasores, Fabio había practicado una guerra en la sombra, acosando y hostigando al ejército de Aníbal pero evitando la batalla directa. Su consejo había sido, y seguía siendo, precaución y paciencia. Mientras los romanos seguían combatiendo contra los cartagineses en otros terrenos -en el mar, en Hispania y en Sicilia-, en Italia, creía, tenían que evitar batallas campales contra Aníbal, cuyos violentos elefantes y caballería númida habían demostrado ser invencibles hasta el momento. Los romanos tenían que mantenerse a la espera y dejar que hicieran mella los problemas logísticos que suponían el sustento y encontrar refugio en invierno para cincuenta mil mercenarios y diez mil caballos. Pero todo el mundo había ridiculizado y se había mofado de las tácticas de Máximo. Sus enemigos lo llamaban Cunctator, «el que se retrasa», y se había convertido en el hombre más impopular de Roma.
Ahora, el momento de gloria era para el recién elegido cónsul Cayo Terencio Varrón, un incendiario populista decidido a entrar en batalla contra Aníbal. Él y el cónsul que lo acompañaba en el gobierno, Lucio Emilio Paulo, partirían a la mañana siguiente al frente del mayor ejército jamás reunido en Roma, más de ochenta mil hombres. El plan era sencillamente superar a Aníbal en número. Pese a las objeciones que su padre tenía respecto a la campaña, Quinto ocuparía el puesto de tribuno militar, igual que Escipión.
Kaeso miró a los otros dos jóvenes sintiéndose tremendamente consciente de sus limitaciones físicas. Por suerte para él, sus imperfecciones no se hicieron aparentes en el momento de su nacimiento, pues de lo contrario habría sido expuesto a los elementos poco después de salir del vientre materno; antes de tenerlo a él, su madre había dado a luz a dos -hijos con defectos físicos tan acusados que habían sido eliminados a petición del padre de Kaeso. Después de Kaeso, su desesperada madre no había tenido más hijos. Cuando su padre murió en la batalla de Ticino, Kaeso se convirtió en el paterfamilias de esa pequeña estirpe de los Fabio. Pero su libertad y su posición le servían de bien poco; incapaz de completar los diez años de servicio militar indispensables, Kaeso nunca podría presentarse a ningún cargo público y, por lo tanto, nunca podría competir en la carrera política, la serie de puestos que conducía hasta el Senado y las más elevadas magistraturas.
Kaeso miró a su amigo Escipión, dividido en emociones enfrentadas. ¡Cuánto admiraba a Escipión! ¡Cuánto lo envidiaba! La incondicional amistad que mantenía con él le hacía sentirse especial, pero, siempre que se comparaba con su ídolo, lo único que sentía era desprecio hacia sí mismo. Escipión era todo lo que Kaeso no era. – ¿Añadimos la sordera a tu lista de defectos, joven? – espetó Máximo. A Kaeso, le despertaron de este modo grosero de sus elucubraciones y se quedó mirando a su primo sin saber de qué le hablaba-. Es un invitado fastidioso aquel que hace repetirse a su anfitrión. Acabo de pedirte que hagas un brindis. Dicen que eres bueno en oratoria, Kaeso, aunque en nada más. Estos dos jóvenes guerreros se merecen algunas palabras de ánimo por parte de los que no intervendrán en la batalla.
–Kaeso lleva toda la noche sin decir nada -dijo Escipión. Su cálida sonrisa y su tono amable contrastaban con la brusquedad de Máximo-. Nuestro Kaeso no es así. ¡Normalmente es de lo más divertido! Sospecho que esta noche mi querido amigo debe de estar enfrascado en pensamientos muy profundos.
–Estaba pensando… -Kaeso tosió para aclararse la garganta-. Estaba pensando que, seguramente, mi sabio primo Máximo lleva toda la razón. Por mucho que los demás digan, la estrategia adecuada para enfrentarse al taimado cartaginés es jugar a la evasión y esperarlo. Dejarlo que se agote frente a nuestros aliados. Cuanto más territorio ocupe, más tendrá que defender.
Dejémosle que se desgaste en campañas por toda Italia, y que vayan menguando sus fuerzas.
Dejemos que se echen a perder las cosechas, y quedémonos mirando cómo sus soldados pasan hambre. Dejemos que lleguen las tormentas de invierno y propaguen enfermedades entre sus hombres. Según te he oído declarar en más de una ocasión, primo Máximo, nuestro nuevo cónsul Varrón es un loco exaltado. No tienes pelos en la lengua, ¿verdad, primo? ¡Ni siquiera para un pobre lisiado como yo! Pero… -Kaeso cogió aire. »Pero, si tiene que haber una batalla, y si tiene que ser pronto antes que tarde, Roma no podría contar con mejores hombres para luchar en ella que estos dos. – Levantó la copa-. ¡Si todos los hombres del ejército de Varrón y Paulo fueran como tú, Escipión, y como tú, primo Quinto, lo mejor que podrían hacer los elefantes de Aníbal es recoger sus trompas y salir en estampida de Italia mañana mismo!
Los dos guerreros rieron y levantaron la copa. – ¡Ése es mi Kaeso! – dijo Escipión-. ¡El que me hace reír! Kaeso se deleitó con la mirada cariñosa de su amigo y olvidó sus indignos sentimientos de envidia.
Se sirvió entonces el último plato, consistente en cebollas estofadas con caldo de ternera. Quinto sugirió un brindis final, pero Máximo le pidió entonces a un esclavo que recogiera las copas. – ¡Me lo agradeceréis mañana, cuando salgáis de Roma con la cabeza despejada sobre los hombros!
Los invitados a la cena se dirigieron al vestíbulo para marcharse. Kaeso se arrastró cojeando tras Máximo, quien pasó el brazo por encima del hombro de Quinto y le habló al oído. Kaeso no pudo evitar oír el comentario.
–Me alegro de este rato que hemos pasado juntos, hijo… aunque, en mi opinión, esto tendría que haber sido una fiesta sólo para combatientes. Nunca habría invitado al primo Kaeso, pero tu amigo Escipión insistió. ¡No entiendo qué le ve a ese chico!