Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil (36 page)

BOOK: Rojas: Las mujeres republicanas en la Guerra Civil
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   Hasta que llegó la guerra, las jóvenes de clase baja no podían acceder a una carrera de enfermera. Sin embargo, el auge de los cursillos intensivos de enfermería la convirtió en una opción popular para muchas mujeres. La necesidad de formar enfermeras de guerra de un modo inmediato era tal que se prescindía de los requisitos académicos y de edad, lo cual facilitaba el acceso a mujeres cuyos antecedentes educativos y sociales se lo habrían impedido. Algunas de las mujeres que tuvieron la oportunidad de formarse como enfermeras eran muy jóvenes. El diario de Ramona Vía, una muchacha catalana de catorce años, narra su formación en Barcelona, sus experiencias posteriores como enfermera en una pequeña ciudad durante la guerra y los problemas que planteaban su edad y su falta de experiencia.
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En sus memorias, Ana Pibernat, una enfermera de dieciséis años de una pequeña localidad de Gerona, describe la rigurosa formación práctica que recibió en el Hospital Militar de Gerona como voluntaria en sanidad.
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Acababa de conseguir su diploma de enfermera cuando estalló la guerra, pero había tenido muy poca experiencia práctica. La capacitación de la enfermera de guerra se centraba en la formación práctica y en aprender a improvisar en situaciones en las que no se disponía de los recursos habituales. Después de un corto período de prácticas y otros exámenes, le fue otorgado el título de enfermera militar y ocupó un puesto en Tarragona y posteriormente, en 1938, en un hospital militar en Valls, donde se atendía a los heridos de la batalla del Ebro.
   El entusiasmo, el sentido común y la aplicación de su formación profesional eclipsó la falta de experiencia y de conocimientos técnicos de estas jóvenes en el ejercicio diario de su profesión. Las largas horas de trabajo bajo un bombardeo constante, el flujo continuo de soldados heridos y civiles enfermos, la escasez de alimentos y provisiones generales, la falta de personal y la carencia de equipo y suministros sanitarios, todo ello hacía que las condiciones de trabajo de las enfermeras de guerra y del cuerpo médico fueran especialmente arduas y tensas.
   Tradicionalmente, la carrera de enfermera combinaba la formación técnica con una educación humanística más amplia. El programa de capacitación de la prestigiosa Escuela de Enfermeras de la Generalitat, fundada en 1935, era tanto técnico como vocacional. Las estudiantes estaban obligadas a vivir internas durante su período de formación para garantizar las exigencias educativas.
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Durante la guerra, la Generalitat continuaba ofreciendo becas de residencia a las estudiantes, si bien, para entonces, se habían organizado otros programas de formación. Las organizaciones femeninas, como Mujeres Libres y la Agrupación de Mujeres Antifascistas, también dieron un enfoque vocacional a estos estudios, pero con una diferencia: el sacrificio y el compromiso personales de la enfermera tradicional adquirieron unas connotaciones más políticas y, en algunos casos, un matiz revolucionario mayor.
   En efecto, la rivalidad entre las formas más tradicionales de abordar la formación de las enfermeras y el nuevo modelo antifascista de compromiso político y técnico llegó a estar en primer plano en varias ocasiones. La revista femenina antifascista vasca
Mujeres
reveló tal conflicto en abril de 1937 cuando denunció el tratamiento favorable que se otorgaba a las enfermeras formadas bajo la tutela tradicional de la Cruz Roja, a la que se describía como un bastión de la clase media cuya clientela eran las niñas de buena sociedad.
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La AMA alegaba que las instituciones oficiales del ministerio vasco reconocían inmediatamente los títulos de la Cruz Roja, mientras que las enfermeras de clase obrera formadas en los nuevos cursos intensivos de enfermería tenían dificultades para encontrar trabajo. Durante la guerra, la profesión de enfermería adquirió un componente político y de clase decisivo, suponiendo para muchas mujeres un gran logro y una expansión de sus horizontes profesionales.
   Las reservas acerca de los programas populares de formación en enfermería que pusieron en práctica las organizaciones femeninas, los sindicatos y las instituciones políticas aumentaron hacia el segundo año de la guerra, cuando la necesidad inicial de proveer enfermeras y personal asistencial dio paso a una actitud más profesional hacia dicha formación. Aun así, los organismos oficiales se apresuraron a señalar el enorme beneficio de la capacidad y el entusiasmo de las mujeres para mantener los servicios médicos y asistenciales básicos.
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El Ministerio de Sanidad y Asistencia Social de la Generalitat de Cataluña reconoció la importancia del papel de las mujeres en los servicios médicos y de saneamiento.
   Las mujeres de nuestro país se ofrecieron espontáneamente para realizar estas funciones y muchas organizaciones sindicales y entidades organizaron breves cursillos con el fin de capacitar lo mejor posible para esta tarea a todas las mujeres que tan generosamente ofrecían sus servicios. Es necesario reconocer, pues, el servicio tan valioso que prestaron unas y otras en aquellos momentos de necesidades inaplazables.
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   Sin embargo, la Generalitat subrayaba también que “los resultados no siempre estaban a la altura del propósito inicial”, ya que la formación profesional era insuficiente y acarreaba dificultades en los servicios médicos. En junio de 1937, la Generalitat decretó que los títulos de enfermera adquiridos a través de canales no oficiales tenían que pasar un examen adicional con el fin de recibir un certificado de competencia oficial que sustituía a todos los demás títulos. El secreto preveía nuevas facilidades de formación para las que no aprobaran el examen exigido. Indudablemente, el riguroso control académico y profesional que se ejercía sobre las enfermeras afectó al reconocimiento de las calificaciones académicas de las cientos de mujeres formadas en centros no oficiales, aunque las circunstancias de la guerra y la creciente necesidad de servicios médicas y de asistencia social para la retaguardia permitió que muchas mujeres continuaran con esta indispensable labor.
   El entusiasmo, la entrega y la iniciativa de cientos de mujeres facilitó el funcionamiento de los servicios sanitarios y de saneamiento a pesar del extraordinario aumento de la demanda a consecuencia de la guerra. Los servicios sanitarios militares representaban sólo un aspecto de las nuevas disposiciones dirigidas a la medicina preventiva y a la mejora de la sanidad pública en general. Las autoridades sanitarias dedicaron mucha atención a las exigencias de la retaguardia con la esperanza de reducir las epidemias y enfermedades provocadas por el bajo nivel de vida de los refugiados y la población civil. En el campo de la medicina social se desarrollaron otras iniciativas como parte de una reforma eugénica progresiva para combatir enfermedades infecciosas tales como la tuberculosis y las venéreas.
El fascismo de la naturaleza”: prostitución y enfermedades venéreas

 

   La prostitución y la propagación de las enfermedades venéreas se hicieron ostensibles y se convirtieron en temas clave de las normativas sociales y sanitarias durante la guerra. La nueva conciencia de la virulencia de “esa llaga repugnante” fue descrita como “el fascismo de la naturaleza” en un cartel de guerra muy famoso.
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Mediante la creación de prostíbulos y reconocimientos médicos periódicos, los higienistas, reformadores morales y eugenistas sociales de los siglos XIX y XX no sólo trataban de controlar la prostitución y las enfermedades venéreas
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sino también de hacer campaña a favor de una conciencia pública.
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A pesar de la exigencia de un pequeño grupo de abolicionistas que habían abogado por acabar con la prostitución regulada desde mediados del siglo XIX, la reglamentación oficial no se abolió hasta junio de 1935, un año antes del comienzo de la Guerra Civil.
   Desde siempre, la prostitución se había considerado un ejemplo de sexualidad femenina transgresora y, como tal, sumamente peligrosa para la sociedad. A partir de finales del siglo XIX, el argumento a favor de su control no sólo se basaba en la amenaza moral que implicaba su desafío a las ideas de la clase media sobre la respetabilidad femenina y la virtud religiosa sino también, y con creciente insistencia, en los graves problemas médicos y sanitarios que presentaba. En los albores del siglo XX, la prostitución se contemplaba como la causa primaria de las enfermedades venéreas, definidas entonces como una plaga social igual que la tuberculosis. La movilización de los grupos partidarios de la reforma social, contrarios a la prostitución, solían centrarse en las medidas higiénicas, augénicas y sanitarias tendentes a eliminar la enfermedad venérea. De hecho, el discurso ideológico paternalista se basaba también en la idea de la mujer “caída” y en un concepto religioso de la prostituta como epítome del pecado.
   La lucha por la abolición de la prostitución siempre estuvo estrechamente vinculada a las campañas antivenéreas. En los años treinta, conjuntamente con el desarrollo de las políticas reformistas de la Segunda República y, lo que es más significativo, mediante el empuje reformista del movimiento eugénico,
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el tema de la eliminación de las enfermedades venéreas se convirtió en un rasgo clave de la política de reforma médico-social. A los eugenistas favorables a la reforma social les preocupaba fundamentalmente la higiene, la sanidad pública y, sobre todo, la propagación de la enfermedad infecciosa en España. Si bien lo que les movió en un primer momento fueron las amenazas de degeneración racial y decadencia nacional, lo que tenía una importancia más inmediata para el desarrollo de la eugenesia como movimiento social era la campaña a favor de la modernización del Estado y del bienestar social en España. El vínculo entre la prostitución, las enfermedades venéreas y la degeneración de la raza era una característica notable de la política sanitaria de la Segunda República, como lo da a entender el panfleto
Un proyecto de la República. La abolición de la prostitución
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   El infame tráfico de esclavas blancas, el saqueo depravado de mujeres dedicadas a la prostitución y, sobre todo, el grave y angustioso problema de la propagación de las enfermedades venéreas que están perjudicando a la raza, todo ello hace que la abolición de la institución inmemorial del prostíbulo sea un imperativo humanitario y un noble principio político y social.
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   En el verano de 1935, todas las fuerzas políticas acordaron la necesidad de eliminar la reglamentación oficial de la prostitución y, finalmente, el ministerio de Trabajo, Sanidad y Asistencia Social, Federico Salomón Amorín, ordenó su abolición.
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La Lucha Antivenérea era el núcleo de la nueva legislación que consideraba que “el vicio comercializado es repugnante para el espíritu, la consciencia y los ideales de médicos, sociólogos y legisladores”
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. El sesgo de género de la legislación anterior, que culpaba a las prostitutas de la propagación de las enfermedades venéreas,
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daba paso ahora a una campaña antivenérea con una orientación más igualitaria y técnica basada en “la igualdad de los hombres y las mujeres ante la ley, la profilaxis mediante la terapia y la educación sanitaria del pueblo”
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. Sólo uno de los artículos del decreto se refería expresamente a la prostitución y hablaba de “suprimir la regulación de la prostitución, que no está reconocida España como un modo de vida lícito” (artículo 1).
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El resto de la legislación abordaba el desarrollo de las normativas técnicas, médicas y sanitarias para el tratamiento antivenéreo. A pesar de la ausencia de un sesgo de género explícito en este texto legislativo, estaba muy claro que las disposiciones que obligaban a las personas infectadas a someterse a un control médico periódico afectarían principalmente a las prostitutas.
   Con el estallido de la Guerra Civil el problema de la enfermedad venérea y la prostitución adquirió una nueva urgencia. Aunque el debate público de estos temas no era nuevo para la sociedad española, sí lo era el extraordinario interés popular que despertó. Los debates sobre la prostitución rebasaron el interés de los grupos minoritarias, como los ingenieros sociales, los eugenistas y los reformadores sexuales de las décadas anteriores. Aún más significativo fue que los grupos femeninos, que hasta ese momento habían guardado silencio sobre este tema, la vincularon públicamente con las enfermedades venéreas y las relaciones de poder de género. La lucha contra la enfermedad venérea era uno de los pocos terrenos en los que coincidían las posturas de los partidos políticos y los sindicatos. Los programas políticos de los anarquistas, socialistas, comunistas y republicanos daban la máxima importancia a la eliminación de estas enfermedades puesto que todos reconocían públicamente los efectos devastadores de la infección sobre los soldados.
   No se puede calcular el alcance real de la prostitución durante la guerra. El aumento de la conciencia sobre los peligros de la enfermedad venérea no significa necesariamente un fuerte incremento del “comercio del amor”. Sin embargo, no cabe duda de que las políticas sanitarias bélicas dieron prioridad a la lucha contra estas enfermedades, con una intensa campaña de propaganda, a través de carteles, radios y panfletos, que advertía a los milicianos y los soldados de los peligros de las mismas. La prensa condenaba abiertamente las frecuentes visitas que hacían los soldados a las prostitutas y alegaba que la infección causaba tantas bajas como las balas del enemigo,
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de ahí su representación simbólica como el “fascismo de la naturaleza”. El imaginario bélico de los carteles transmitía el mensaje de que los soldados debían defenderse del mal venéreo como lo hacían de las balas del enemigo fascista:
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“Evita las enfermedades venéreas como las balas” era la elocuente advertencia de un cartel del Consejo de Sanidad de Guerra publicado por el gobierno catalán.
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Durante la guerra, las políticas sanitarias no estaban orientadas a eliminar la prostitución sino a controlar la enfermedad.
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   La prostitución era común en las grandes ciudades como Madrid, Barcelona y Valencia, pero su ejercicio generalizado también se observaba en ciudades más pequeñas.
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Un informe de 1934 sobre la prostitución en Barcelona realizado por los dispensarios antivenéreos calculó un total de 1.500 prostitutas en los burdeles y 1.000 en las calles.
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A principios de 1937, el entonces director general de Sanidad y Asistencia Social de la Generalitat, doctor Félix Martí Ibánez, estimó que había aproximadamente 4.000 prostitutas en Barcelona, lo que representaba un aumento del 40%.
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