En términos generales, los escasos datos de que disponemos indican que las mujeres que recibían un salario participaban en una gran variedad de empleos. En Madrid, Barcelona, Cartagena, Alicante y Valencia, trabajaban en las industrias de guerra y talleres metalúrgicos que fabricaban fusiles, municiones, cartuchos, balas, máscaras de gas, bombas, granadas, polvorines, fundas de mortero, y demás artículos bélicos. En Madrid, lo hacían en más de treinta industrias de guerra diversas
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y, en Barcelona, las fábricas de municiones empleaban a varios cientos de obreras.
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En 1938, la sección metalúrgica de la UGT tenía más de seis mil afiliadas.
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Al parecer, las mujeres tenían los mismos turnos de trabajo que los hombres, que variaban muchísimo entre ocho y diez o doce horas diarias dependiendo de la disponibilidad de materias primas y la demanda del mercado. Las mujeres de otros pueblos y ciudades de la España republicana no sólo trabajaban en las fábricas de municiones, sino también en las industrias del aluminio, del transporte, médicas, químicas, eléctricas, del calzado, de curtidos, turroneras, y alimentarias y harineras, entre otras.
En las grandes ciudades como Madrid y Barcelona, las mujeres ocupaban puestos en el transporte público trabajando como cobradoras, conductoras e incluso mecánicas, en el metro, autobuses y tranvías. Más del 80% del personal de la Compañía Metropolitana de Madrid era femenino y una cantidad menor de mujeres conducía automóviles y camiones de los servicios de transporte y abastecimiento.
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Aquellas que tenían una formación superior se emplearon en la enseñanza, la enfermería y el servicio civil. La mayoría de las obreras lo hacían sobre todo en los sectores tradicionales del textil y la confección, pero también en terrenos nuevos como el del transporte. A pesar del aumento de la participación de la mujer en el trabajo remunerado, su presencia era todavía muy insignificante.
Las mujeres crearon talleres de costura en toda la España republicana. Conjuntamente con las fábricas textiles más importantes, y por mediación de los sindicatos, partidos políticos y organizaciones femeninas, se fundaron cientos de pequeños grupos de costura y labores de punto en las fábricas, en los lugares de trabajo, en los barrios, escuelas y talleres. Los talleres de confección estaban dirigidos por mujeres que tuvieron un papel económico importante durante toda la guerra abasteciendo a las tropas de los frentes. En efecto, cuando la propaganda de guerra instó a las mujeres a trabajar, lo primero que se les ocurrió fueron los talleres de costura y labores de punto y las fábricas textiles antes que la industria pesada. Constantemente se las bombardeaba con el mensaje de que tenían el deber de suministrar ropas a los soldados de los frentes. Por ejemplo, la primera página de una revista sindical de Granada mostraba un primer plano de una mujer haciendo punto y obra en un segundo plano cosiendo a máquina; el mensaje era el siguiente: “¡Mujeres! ¡Hagan los preparativos para el invierno! Recuerden que la neumonía mata igual que las balas. Trabajen para el frente”
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. Un mensaje posterior en la misma revista decía a las mujeres que su obligación primordial era abastecer a las tropas con el equipo necesario para sobrevivir a los rigores del invierno.
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Los artículos que figuraban eran ropa interior, abrigos, chaquetas, calcetines, camisas, pantalones, jerseys, gorros, mantas, morrales, guantes y bufandas. Algunos de los talleres eran grandes, como el que organizó el Sindicato de Confección de la UGT de Barcelona, en donde más de doscientas personas hacían camisas, ropa interior, uniformes de enfermera, pantalones, túnicas, tabardos, chaquetas, morrales, polainas, tiendas y colchones.
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Algunos talleres colaboraban directamente con la administración de suministros militares, como los de la Agrupación de Mujeres Antifascista, que recibieron el encargo oficial del gobierno de suministrar una parte del equipo de los soldados.
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Aunque normalmente las obreras de las grandes industrias textiles recibían una remuneración, al parecer la inmensa mayoría de las mujeres que trabajaban en los talleres de confección no tenían salario. En realidad, los organismos oficiales fomentaban el trabajo voluntario. En Cataluña, el Departamento de Trabajo creó el Consejo del Trabajo Voluntario Femenino, que funcionaba conjuntamente con el IAPD y organizaba talleres y otras actividades de auxilio. Cada año, las agrupaciones femeninas organizaban campañas para abastecer a los combatientes. La “campaña de invierno” y la “campaña de Navidad” tuvieron un éxito especial y cientos de mujeres de los talleres de costura y labores de punto hicieron ropas para los soldados de los frentes. Otra de las tareas más importantes de las activistas fue vestir y abastecer a los refugiados, lo cual era esencial para el bienestar global de aquellos que estaban en la retaguardia. Si bien una orden oficial de diciembre de 1936 estipulaba que puesto que los talleres eran industrias de guerra las trabajadoras debían ser remuneradas, la mayoría de las mujeres que trabajaban en ellos eran voluntarias sin sueldo. Durante la guerra, el trabajo femenino no retribuido en estos talleres produjo una cantidad extraordinaria de artículos y equipamiento para los soldados, así como ropa para los refugiados. Las mujeres no sólo constituían una mano de obra barata, sino a menudo gratuita y, por lo tanto, vital para la economía de guerra pues mantenía los costes de producción bajos, permitiendo que ésta se sostuviera en unas circunstancias tan adversas.
Durante la Guerra Civil, tanto el trabajo remunerado como el voluntario en la retaguardia tuvieron un protagonismo femenino muy importante debido a la movilización masiva de las mujeres y se redefinieron unos roles de género apropiados para adaptarse al cambio de las circunstancias sociales, económicas y políticas. La propaganda política instaba a las mujeres a trabajar y su integración en la fuerza de trabajo constituyó una de las políticas cruciales del gobierno republicano, los sindicatos y los grupos políticos. A pesar de este impulso innovador, la política de integración estuvo estrictamente limitada desde el principio, ya que se situó dentro de un discurso de género que la norma era reajustarse a las nuevas condiciones laborales y económicas, pero los roles definidos desde una perspectiva de género no se discutían. De ese modo, el discurso ideológico restrictivo basado en una definición de género del trabajo suavizó, y a la larga limitó, los cambios propuestos. Si bien las mujeres fueron elogiadas como “Heroínas de la Retaguardia”, se restringió la definición de los roles de género y su identidad como trabajadoras. Los roles sociales todavía se construyeron en base a las normas de conducta tradicionales y a la división sexual del trabajo. La opción de las milicianas por el combate armado, obviamente poco ortodoxa, era aún más inaceptable en una sociedad que alentaba la transformación de las estructuras sociales y económicas pero que no logró afrontar los cambios del sistema patriarcal.
La perseverancia de los elementos tradicionales de la división del trabajo y la definición tradicional de la feminidad, impidió que los roles sociales dieran un giro significativo. Por eso, el lugar apropiado de las mujeres estaba, sin lugar a dudas, en la retaguardia. Las exigencias económicas, políticas y sociales de la guerra, ciertas transformaciones socioeconómicas y la masiva movilización de las mujeres, fueron insuficientes para que las relaciones de poder entre los sexos experimentaran cambios importantes; de ese modo, el papel femenino se circunscribió a las actividades habituales definidas de acuerdo al género. No obstante, los logros de las mujeres en la retaguardia fueron vitales para la supervivencia de la población civil, el mantenimiento de la economía de guerra en su conjunto y la resistencia civil. Por último, las necesidades de la guerra ampliaron, en cierta medida, las opciones personales, sociales y profesionales de muchas mujeres.
CAPÍTULO 5 LA SUPERVIVENCIA EN TIEMPOS DE GUERRA: NUEVAS DELIMITACIONES DE LOS ÁMBITOS PÚBLICO Y PRIVADO
El hambre, el racionamiento, las colas interminables, la escasez de alimentos, las deficiencias sanitarias e higiénicas, la falta de viviendas y de combustible, los bombardeos constantes y la evacuación de miles de refugiados constituían las experiencias cotidianas de la población civil en la retaguardia. Las mujeres encarnaban esta lucha por la supervivencia pues su responsabilidad fundamental era proteger y mantener a sus familias. Aunque el desorden social había acelerado algunos reajustes en los roles de género, las obligaciones familiares seguían siendo lo primero para ellas. Al estallar la guerra continuaron con su papel tradicional de protectoras del bienestar familiar y asumieron también la responsabilidad de suministrar los medios básicos de subsistencia a sus hijos y a las personas que dependían de ellas. La muerte, la desaparición o el aislamiento ocasionaron la ausencia de los hombres que mantenían a la familia, de modo que las mujeres abrieron nuevos caminos tomando iniciativas y venciendo las limitaciones tradicionales a sus actividades.
Las mujeres jugaron un papel decisivo en la resistencia civil al fascismo. La experiencia de sobrevivir a la guerra dio una nueva dimensión a los roles clásicos de madre y ama de casa, pues sus obligaciones se proyectaron sobre una comunidad más amplia, más allá de las fronteras de su familia más cercana, que en muchas ocasiones abarcaba la población civil. La dimensión colectiva del papel proveedor de las mujeres era rupturista y reflejaba exactamente la imprecisión de las fronteras de los espacios público y privado en la retaguardia republicana. Su nuevo papel como proveedoras de la comunidad cuestionaba la tradicional restricción de su actividad al hogar y legitimaba, de ese modo, su acceso a la esfera pública, aunque por medio de actividades de apoyo apropiadas. Además, con el fin de fomentar la movilización de las mujeres en el esfuerzo bélico, las organizaciones políticas y sindicales respaldaban la actividad femenina en la esfera pública.
La conveniencia política y económica explica que se autorizaran las actividades femeninas más allá de los confines del hogar pero, por lo que se refiere a las mujeres, la mejora sociocultural de su condición y la posibilidad de cultivar un potencial que hasta entonces habían tenido pocas oportunidades de desarrollar, generó una nueva conciencia de su valor y capacidad. Lo cierto es que, para muchas, la guerra representó una época de graves privaciones, aunque para otras fue también el período más emocionante de su vida, de hondo compromiso y actividad febril. Los intereses compartidos por la supervivencia de la comunidad en un momento de cambio revolucionario y resistencia antifascista, dio una nueva legitimidad a la exigencia de que les reconocieran su papel social más allá de los confines del hogar.
El papel de las mujeres en la supervivencia y la resistencia civil
Los efectos de la guerra sobre la retaguardia, arduos e implacables, empeoraron a medida que la euforia revolucionaria inicial de los meses del verano de 1936 daba paso a la dura realidad de un conflicto que se prolongaba y del deterioro de las condiciones económicas y sociales. La creciente inestabilidad política era producto de la división y fragmentación del poder, en tanto que la escasez vertiginosa de materias primas y la pérdida de los mercados internacionales, entre otras dificultades, agravaban los problemas económicos.
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Pasados los tres primeros meses de guerra, la falta de alimentos y combustible, los constantes bombardeos, el alistamiento o el paro de los hombres y el aumento incesante de refugiados motivaron que gran parte de la población civil tuviera que luchar por la supervivencia diaria. Debido a las circunstancias de la guerra, las mujeres soportaron la parte más dura de esta responsabilidad justo cuando su realidad privada tradicional en el hogar se vino abajo.
El aumento de la visibilidad de las mujeres en la retaguardia se puso de manifiesto en los primeros meses de la guerra cuando su capacidad, poco apreciada hasta ese momento, para el trabajo social, el cuidado de los enfermos y el trueque, cobró una nueva importancia. Al desmoronarse los canales oficiales, las mujeres organizaron las labores de auxilio y el suministro de alimentos. Activistas veteranas, como Manola Rodríguez, todavía recuerdan la versatilidad de las mujeres y las múltiples habilidades que las capacitaban para improvisar soluciones cuando la economía familiar y los servicios asistenciales peligraban.
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Desde una perspectiva de género, el tiempo tiene una connotación distinta para hombres y mujeres. El tiempo de ellas siempre había sido de signo colectivo, de dedicación a los demás, mientras que el tiempo de los hombres había sido sobre todo individual. En tanto grupo social y también a nivel personal, las mujeres cultivaron una ética colectiva de dedicación a los demás, a los hijos y a la familia. De este modo, el cuidado de los niños, los ancianos y los vulnerables de la sociedad conformaron su concepto del tiempo de manera colectiva. Su clásica función como madres y proveedoras impidió que desarrollaran una noción del tiempo como personas independientes responsables de distribuirlo conforme a sus propios intereses específicos. En las nuevas circunstancias de la guerra, el tiempo y el trabajo de las mujeres se orientó aún más hacia la comunidad de subsistencia y cumplir como proveedoras con su obligación de suministrar alimentos, ropa, calefacción, higiene y los servicios sanitarios básicos y, así, llevar a cabo las estrategias vitales para la resistencia de la población civil.
Al poco de comenzar la guerra, la diputada Victoria Kent declaró en un discurso transmitido por radio que “las mujeres han de combatir el hambre en la ciudad”
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. Los tres años que duró la guerra fueron una época de inflación galopante, de paro creciente y adversidad económica, así como de escasez de alimentos y provisiones atribuible a la devastación económica y al hecho de que las zonas de cultivo de cereales permanecían bajo control franquista. La especulación y el acaparamiento no hicieron sino agravar la situación. Ya en el verano de 1936 la capital sufría la escasez de suministros y, debido al asedio y a los constantes bombardeos, fue la primera de las grandes ciudades de la España republicana en padecer los horrores de la guerra, pues la población civil estaba sometida a un racionamiento estricto de alimentos. En diciembre de 1937, el periódico socialista de Madrid,
Claridad
, describía las tremendas condiciones en las que las mujeres tenían que adquirir los alimentos: