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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Robots e imperio (13 page)

BOOK: Robots e imperio
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–Claro que los comprarían. Ofrézcales robots avanzados a mitad de precio, ¿por qué van a rechazarlos? Donde hay negocio, le sorprendería ver lo poco importantes que son las ideologías.

–Me parece que va a ser usted el sorprendido. Trate de vender sus robots y verá.

–Ojalá pudiera, señora. Quiero decir tratar de venderlos. No tengo ninguno.

–¿Por qué no?

–Porque no hemos recogido ninguno: dos naves mercantes aterrizaron en Solaria. Cada una capaz de almacenar unos veinticinco robots. De haberlo conseguido, flotas enteras de naves mercantes las habrían seguido y me atrevo a decir que hubiéramos negociado por varias décadas, y después, hubiéramos colonizado el mundo.

–Pero no tuvieron éxito. ¿Por qué no?

–Porque las dos naves fueron destruidas en la superficie del planeta y, por lo que hemos logrado averiguar, ambas tripulaciones murieron.

– ¿Falla mecánica?

–¡Tonterías! Ambas aterrizaron perfectamente; no se estrellaron.

Sus últimas comunicaciones decían que unos espaciales se acercaban... solarios o habitantes de otros mundos espaciales, lo ignoramos. Sólo podemos suponer que los espaciales atacaron sin previo aviso.

–Eso es imposible.

– ¿De veras?

–Claro que es imposible. ¿Por qué motivo lo habrían hecho?

–Para alejarnos de ese mundo, supongo.

–De haber querido hacerlo –dijo Gladia – no tenían más que anunciar que el mundo estaba habitado.

–Quizás encontraban que sería más divertido matar a unos cuantos colonizadores. Eso es, por lo menos, lo que cree nuestra gente y existe cierta presión para mandar algunas naves de guerra a Solaria y establecer una base militar en el planeta.

–Podría ser peligroso.

–Con toda seguridad; podría conducimos a una guerra. Algunos de nuestros exaltados la desean. Puede que también lo hagan algunos espaciales y que hayan destruido las dos naves para provocar las hostilidades.

Gladia estaba asombrada. No había habido la menor alusión a unas relaciones tensas entre espaciales y colonizadores en los boletines de noticias. Dijo:

–Cabe la posibilidad de discutir el asunto. ¿Han tanteado los suyos a la Federación Espacial?

–Un grupo sin la menor importancia, pero lo hemos hecho. También hemos tanteado al Consejo de Aurora.

–¿Y qué?

–Los espaciales lo niegan todo. Sugieren que las ganancias potenciales del negocio de los robots solarios son tan altas que los mercaderes, que sólo se interesan por el dinero (como si ellos no lo hicieran) lucharían entre sí. Por lo visto, nos quieren hacer creer que las dos naves se destruyeron mutuamente con la esperanza por parte de cada una de ellas de monopolizar el negocio para su propio mundo.

–Entonces, ¿las dos naves eran de mundos distintos?

–Sí.

–Pero ¿usted no cree que hubiera podido haber lucha entre ambas?

–No lo creo probable, pero confieso que es posible. No ha habido auténticos conflictos entre los mundos colonizados, pero han existido ciertas disputas. Todo se solucionó a través del arbitraje de la Tierra, aunque podría ocurrir que los mundos colonizados, de repente, dejaran de obrar juntos cuando lo que está en juego es un negocio de varios miles de millones de dólares. Por esta razón la guerra no nos parece una buena idea y, por lo mismo, habrá que hacer algo para desanimar a los exaltados y belicosos.

Y aquí es donde entramos nosotros.

–¿Nosotros?

–Usted y yo. Me han pedido que vaya a Solaria y descubra, si puedo, lo que ha sucedido en realidad. Llevaré una nave armada... pero no con armas pesadas.

–También pueden destruirle.

–Posiblemente. Pero mi nave, por lo menos, estará sobre aviso. Además, yo no soy uno de esos héroes de hipervisión y he estudiado lo que podría hacer para disminuir el riesgo de destrucción. Se me ocurrió que una de las desventajas de la penetración colonizadora en Solaria es nuestro desconocimiento de ese mundo. Entonces, podría sernos útil llevar a alguien que lo conoce..., un solariano.

–¿Quiere decir que se propone llevarme a mí?

–En efecto.

–¿Por qué yo?

–En mi opinión debería comprenderlo sin que se lo explique. Aquellos solarianos que abandonaron el planeta se fueron sabe Dios dónde. Si queda alguno son los probables enemigos. No se conoce ningún solario residente en otro planeta espacial que no sea Solaria, excepto usted. Es la única Solaria disponible para mí..., la única en toda la Galaxia. Por eso la quiero y por eso debe venir conmigo.

–Se equivoca, colono. Si yo soy la única disponible, entonces no tiene a nadie. No estoy dispuesta a ir con usted y no hay ningún motivo, absolutamente ninguno, que pueda obligarme a ir con usted. Estoy rodeada por mis robots. Dé un solo paso en mi dirección y le inmovilizarán al instante..., y si lucha, le harán daño.

–No me propongo utilizar la fuerza. Debe venir por propia decisión... ¡Y debería quererlo! Es para evitar la guerra.

–Esto es asunto de los gobiernos, el suyo y el mío. Me niego a tener nada que ver con todo ello. Soy una ciudadana particular.

–Es un deber para con su mundo. Nosotros podemos sufrir en caso de guerra, pero Aurora también.

–Yo, lo mismo que usted, tampoco soy una heroína de hipervisión.

–Entonces me lo debe a mí.

–Está loco. Yo no le debo nada.

–No me debe nada como individuo –dijo D.G. con una media sonrisa–. Pero me debe muchísimo como descendiente de Elijah Baley.

Gladia se estremeció, helada, y se quedó mirando al monstruo barbudo durante un largo rato. ¿Cómo había podido olvidar quién era él?

Por fin, con cierta dificultad, dijo:

–No.

–Sí –insistió enérgicamente D.G.–. En dos ocasiones distintas, mi antepasado hizo más por usted de lo que pueda jamás compensarle. Ya no está entre nosotros para reclamarle la deuda..., una mínima parte de la deuda. Yo he heredado el derecho de hacerlo.

Gladia preguntó, desesperada:

–Pero ¿qué puedo hacer yo si voy con usted?

–Lo descubriremos. ¿Quiere venir?

Gladia deseaba desesperadamente negarse, pero por esta razón era por lo que Elijah había vuelto de pronto para formar parte de su vida una vez más, en las últimas veinticuatro horas. ¿Era por eso por lo que cuando se le formuló esta posible petición se le hizo en su nombre, y para que encontrara imposible negarse?

–¿Para que? – respondió. –El Consejo no me dejará ir con usted. No permitirán que una aurorana salga del país en una nave colonizadora.

–Señora, lleva veinte décadas viviendo en Aurora, así que cree que los auroranos natos la consideran de Aurora. No es así. Para ellos sigue siendo una Solaria. La dejarán salir.

–No me dejarán. –Le latía con fuerza el corazón y se le puso carne de gallina en los brazos. Tenía razón él. Pensó en Amadiro, que seguramente no la consideraba otra cosa que una solaria. No obstante, insistió tratando de auto convencerse. –No me dejarán.

–Sí –respondió D.G.–. ¿Acaso no ha venido alguien de parte del Consejo a pedirle que me recibiera?

–Me pidió solamente que informara sobre la conversación que hemos tenido. Así lo haré –concluyó, retadora.

–Si desean que me espíe aquí, en su propia casa, encontrarán mucho más útil que me espíe en Solaria... –Esperó por si ella protestaba, y al no oír nada, dijo con cierto cansancio en la voz: –Señora, si rehúsa, no voy a obligarla, porque no tendré que hacerlo. Ellos la obligarán. Pero no me gusta. El antepasado no lo hubiera querido así. Hubiera querido que viniera conmigo por agradecimiento a él y por otra razón... El antepasado trabajó para usted en condiciones en extremo difíciles. ¿No quiere esforzarse, en memoria suya?

A Gladia le dio un vuelco el corazón. Sabía que no podría resistirse; contestó:

–No puedo ir a ninguna parte sin mis robots.

–Tampoco esperaba que lo hiciera. –D.G. volvió a sonreír. –¿Por qué no llevarse a mis dos tocayos? ¿Necesita más?

Gladia miró a Daneel, pero estaba inmóvil. Luego miró a Giskard, y lo mismo. De pronto le pareció, pero fugazmente, que su cabeza se movía, muy ligeramente, en señal afirmativa. Tenía que confiar en él. Dijo:

–De acuerdo, iré con usted. Estos dos robots son los únicos que necesitaré.

Segunda Parte
SOLARIA

Segunda parte SOLARIA

V. EL PLANETA ABANDONADO
14

Por quinta vez en su vida, Gladia se encontró en una nave espacial. No recordaba, así de pronto, cuánto tiempo hacía que ella y Santirix fueron juntos al mundo de Euterpe porque, se decía, y era reconocido por todas partes, que sus bosques bajo la lluvia eran incomparables, especialmente a la luz romántica de su brillante satélite Gemsíone.

El bosque había resultado, en efecto, esplendoroso y verde, con los árboles perfectamente plantados en hileras y la vida animal cuidadosamente seleccionada para dar mayor colorido y placer, aunque evitando todas las criaturas desagradables o venenosas.

El satélite, de más de ciento cincuenta kilómetros de diámetro, estaba bastante cerca de Euterpe y brillaba como un resplandeciente foco de luz cegadora. Estaba tan cerca del planeta que podía vérsele ir de este a oeste en el cielo, adelantándose al movimiento de rotación, más lento, del planeta. Brillaba al subir al cenit y se iba apagando al hundirse otra vez en el horizonte.

Uno lo contemplaba fascinado la primera noche, menos, la segunda, y con un vago descontento la tercera..., suponiendo que el cielo estuviera despejado aquellas noches, que no solía estarlo.

Descubrió que los euterpanos nativos nunca lo miraban, aunque naturalmente lo alababan tumultuosamente ante los turistas. En general, Gladia disfrutó del viaje, pero lo que recordaba más vivamente era la alegría del regreso a Aurora y su decisión de no volver a viajar excepto en circunstancias de extrema necesidad. (Pensándolo bien, había sido por lo menos ocho décadas atrás.)

Por un momento vivió con el inquieto temor de que su marido insistiera en otro viaje, pero jamás volvió a planteárselo. Podía muy bien ser, pensó alguna vez, que él llegara a la misma conclusión y temiera que fuera ella la que quisiera viajar.

Evitar los viajes no les hacía diferenciarse de los demás. Los auroranos, en general, y también los espaciales, tendían a no moverse de casa.

Sus mundos, sus viviendas, eran demasiado cómodos. Después de todo, ¿qué placer podía ser mayor que el de sentirse cuidado por sus propios robots, robots que conocían el más mínimo ademán y, por ello mismo, sus costumbres y deseos sin necesidad de tener que decírselo?

Se movió inquieta. ¿Era eso lo que D.G. había querido decir al hablarle de decadencia de una sociedad robotizada?

Pero ahora volvía a estar en el espacio después de tanto tiempo y, además, en una nave de la Tierra.

No había visto gran cosa de ella, pero lo poco que había vislumbrado la angustiaba terriblemente. Le parecía que todo era rectilíneo, con ángulos cortantes y superficies lisas. Todo lo que era superfluo había sido eliminado aparentemente. Era como si nada, excepto lo funcional, debiera existir.

Aunque ella ignoraba lo que era exactamente funcional en un objeto determinado de la nave, sentía que era todo lo necesario, que no podía permitirse que nada interfiriera en la distancia más corta entre dos puntos. Todo lo aurorano (todo lo espacial, podía decirse, aunque Aurora era en este aspecto el más avanzado) se hacía a capas. La funcionalidad era la del fondo, uno no podía realmente prescindir de ella, excepto en lo que era puro ornamento, pero por encima había siempre algo para agradar a la vista y los sentidos, en general; y encima de esto, algo para satisfacer al espíritu.

¡Cuánto mejor era así! ¿O representaba tal exuberancia de creatividad humana que los espaciales no pudieran ya vivir con un Universo sin adornos... y era esto malo? ¿Iba el futuro a pertenecer a esos geometrizadores móviles? ¿O era solamente que los colonizadores no habían aprendido aún la dulzura de vida?

Pero entonces, si la vida tenía tanta dulzura, ¿por qué ella había encontrado tan poco?

No tenía nada más que hacer a bordo de esta nave sino plantearse esas preguntas y responder a ellas. Este D.G., este bárbaro descendiente de Elijah, había metido en su cabeza, con su tranquilo convencimiento, que los mundos espaciales estaban muriendo, aunque pudo ver en su breve estancia en Aurora (seguro que lo había visto) que era un mundo profundamente repleto de riqueza y seguridad.

Había intentado huir de sus propios pensamientos contemplando los holofilmes que le habían proporcionado y mirando con moderada curiosidad las imágenes temblorosas y rápidas en la superficie de proyección, cómo la historia de aventuras (todo era historia de aventuras) iba de acontecimiento en acontecimiento, con poco tiempo disponible para la conversación y ninguno para pensar o disfrutar. Igual que su mobiliario.

D.G. entró cuando estaba a mitad de una de las películas, pero ya realmente había dejado de prestar atención. No la tomó por sorpresa.

Sus robots, que guardaban la puerta, habían señalado su llegada con tiempo de sobra y no le habrían permitido entrar si no hubiera estado en situación de recibirle. Daneel entró con él.

–¿Cómo le va? –preguntó D.G. Luego, al ver que su mano apretaba un botón y las imágenes perdían intensidad y desaparecían, añadió: –No debió apagarlo. Lo hubiera visto con usted.

–No es necesario. Ya estaba cansada.

–¿Está usted cómoda?

–No del todo. Me siento... aislada.

–¡Lo lamento! Pero, yo también me sentí aislado en Aurora. No permitieron a ninguno de mis hombres que viniera conmigo.

–¿Y ésta es su revancha?

–En absoluto. En primer lugar le he permitido que sus dos robots la acompañen. En segundo lugar no soy yo, sino mi tripulación la que lo quiere así. No les gustan ni los espaciales ni los robots. Pero ¿por qué le importa tanto? ¿No disminuye este aislamiento su temor a la infección?

La mirada de Gladia era altiva, pero su voz sonó apagada:

–Me pregunto si no soy demasiado vieja para temer una infección. De todos modos ya he vivido mucho. También tengo mis guantes, mis filtros nasales y..., si fuera necesario, mi mascarilla. Además, dudo que se moleste en tocarme.

–Ni nadie –dijo D.G. en tono súbitamente amenazador, mientras su mano se acercaba al objeto que llevaba en la cadera derecha. Los ojos de Gladia siguieron el movimiento y preguntó:

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