–¿Y está seguro de que usted conoce el punto preciso, Mandamus.? –preguntó Amadiro sarcástico.
–He ahondado minuciosamente en la historia antigua de la Tierra, señor. Sé que puedo encontrarlo.
–No creo que pueda persuadir al Consejo para que le manden en una nave de guerra.
–Ni yo lo querría. Sería peor que inútil. Quiero una nave unipersonal, con suficiente energía para ir y volver.
Y de esta forma, hizo Mandamus su segundo viaje a la Tierra, bajando en una región cercana a una de las pequeñas ciudades. Con una mezcla de alivio y satisfacción, encontró varios de los robots en el punto preciso y se quedó con ellos para supervisar su trabajo, dar algunas órdenes a él relativas, y hacer unos delicados ajustes en su programación. Después, bajo la mirada desinteresada de unos primitivos robots agrícolas, formados en la Tierra, Mandamus se dirigió a la vecina ciudad.
Fue un riesgo calculado y Mandamus, que no era ningún héroe, sentía cómo el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho. Pero salió bien. Hubo cierta sorpresa en la puerta de entrada cuando el funcionario vio que un humano se presentaba, mostrando todas las huellas de haber pasado mucho tiempo a la intemperie.
Mandamus llevaba papeles que le identificaban como a colonizador y el funcionario se encogió de hombros. A los colonos no les importaba la intemperie y era normal, entre ellos, hacer pequeñas excursiones por los campos y los bosques que rodeaban la poco sugestiva parte alta de una ciudad que brotaba del suelo.
El funcionario echó una mirada fugaz a sus papeles y nadie más volvió a pedírselos. El acento de Mandamus, ajeno al de la Tierra (tan poco aurorano como pudo hacerlo) se aceptó sin comentarios, y por lo que pudo intuir, nadie se preguntó si era o no un espacial. Pero, ¿por qué iban a preguntárselo? Los tiempos en que los espaciales mantenían una avanzada en la Tierra, quedaban doscientos años atrás y los emisarios oficiales de los mundos del espacio eran pocos y, últimamente, cada vez menos. Los provincianos de la Tierra quizá ni recordaban que existieran espaciales.
A Mandamus le precupaba que los guantes finísimos y transparentes que llevaba pudieran ser detectados o que sus filtros de nariz se notaran, pero no ocurrió nada. No hubo el menor impedimento en sus viajes a la capital ni a las demás ciudades. Disponía de bastante dinero y el dinero tenía mucha fuerza en la Tierra (y a decir verdad, también en los mundos espaciales). Se acostumbró a que ningún robot le pisara los talones y cuando se encontraba con alguno de los robots humanoides de Aurora en alguna de las ciudades, tenía que explicarle con firmeza que no debía seguirle.
Escuchó sus informes, les dio todo tipo de instrucciones que parecían necesitar y preparó la llegada de nuevas partidas de robots, fuera de las ciudades. Eventualmente, encontró el camino de regreso a su nave y se marchó. No fue interpelado al salir, como no lo había sido al llegar.
–La verdad–dijo, pensativo, a Amadiro–, esa gente de la Tierra no es tan bárbara.
–¿No lo es?
–En su propio mundo, se comportan como humanos. De hecho hay algo muy atractivo en su amistad.
–¿Acaso está empezando a lamentar la tarea que ha emprendido?
–Me produce una angustiosa sensación cuando circulo entre ellos y pienso que no saben lo que va a ocurrirles. No puedo disfrutar con lo que estoy haciendo.
–Claro que puede, Mandamus. Piense que una vez terminada la tarea estará seguro del puesto de director del Instituto antes de que transcurra mucho tiempo. Eso bastará para endulzarle el trabajo.
Y a partir de entonces, Amadiro no perdió de vista a Mandamus.
En el tercer viaje de Mandamus, se había disipado gran parte de su anterior inquietud y pudo comportarse casi como si fuera de la Tierra. El proyecto se desarrollaba lentamente pero sin cambios, a lo largo de la línea de progreso prevista.
No había tenido problemas de salud en sus anteriores visitas, pero en este tercero, debido tal vez a su exceso de confianza, debió de haberse expuesto en exceso. Durante cierto tiempo, por lo menos, experimentó un alarmante goteo de nariz, acompañado de tos. Una visita a uno de los dispensarios de la capital, terminó en una inyección de gammaglobulina que le alivió en seguida, pero encontró el dispensario más terrible que la enfermedad. Sabía que allí todo el mundo podía sufrir de algo contagioso; o podía encontrarse en peligroso contacto con los que estaban enfermos.
Pero ahora, por fin, estaba de regreso en la ordenada tranquilidad de Aurora y se sentía increíblemente agradecido por ello. Amadiro le estaba enterando de la crisis Solaria.
–¿No se había enterado de nada? –preguntó Amadiro.
Mandamus sacudió negativamente la cabeza:
–De nada, señor. La Tierra es un mundo increíblemente provinciano. Ochocientas ciudades con un total de ocho mil millones de habitantes... solamente interesados por las ochocientas ciudades con sus respectivas personas. Parece como si los colonizadores existieran solamente para visitar la Tierra y que los espaciales no existieran. En realidad, las noticias, en cualquiera de las ciudades, tratan, un noventa por ciento de las veces, de la capital. La Tierra es un mundo cerrado, claustrófilo , tanto mental como físicamente.
–Sin embargo, dice usted que no son bárbaros.
–La claustrofobia no es necesariamente barbarismo. A su modo, son civilizados.
–¡A su modo...! Bien, dejémoslo. El problema del momento es Solaria. Ni uno solo de los mundos espaciales se moverá. El principio de no interferencia es supremo e insisten en que los problemas internos de Solaria, son solamente para los solarianos. Nuestro propio presidente se muestra tan inerte como cualquier otro, aun cuando Fastolfe está muerto pero su mano no descansa sobre nosotros. Yo, solo, no puedo hacer nada..., por lo menos hasta que sea presidente.
–¿Cómo pueden suponer que los problemas internos de Solaria no deben ser interferidos, si los solarianos se han marchado?
Amadiro comentó, sarcástico:
– ¿Cómo puede ser que usted vea al momento la locura del caso y ellos no...? Dicen que no hay pruebas fehacientes de que los solarios se hayan ido todos, y que mientras ellos, o algunos de ellos, estén en su mundo, ningún otro mundo espacial tiene derecho a intervenir sin ser llamado.
–¿Cómo explican la ausencia de actividad radiacional?
–Dicen que los solarios pueden haberse trasladado bajo tierra o que pueden haber inventado algo, algún avance tecnológico, que impida el escape de radiación. También dicen que nadie les vio marcharse y que no tienen adonde ir. Claro, no se les vio marcharse porque nadie estaba vigilando.
–¿Cómo pueden decir que los solarianos no tienen adonde ir? –dijo Mandamus–. Hay infinidad de mundos vacíos.
–El argumento es que los solarianos no pueden vivir sin su increíble abundancia de robots, y que no pueden llevarlos consigo. Si vinieran aquí, por ejemplo, ¿cuántos robots supone que les permitiríamos traer... si se lo permitiéramos?
–¿Y cuál es su argumento en contra?
–Ninguno. De todos modos, tanto si se han ido como si no, la situación es rara y desconcertante y me parece increíble que nadie quiera movilizarse para investigar. He advertido a todo el mundo, con tanta fuerza como he podido, que la inercia y la apatía serán nuestro final; que tan pronto como los mundos colonizados se enteren de que Solaria está..., o podría estar...,vacío, ellos no vacilarían en investigar el asunto. Esos invasores tienen una curiosidad insensata que ojalá tuviéramos algunos de nosotros. Ellos, sin pensarlo dos veces, arriesgarán sus vidas si vislumbran algún provecho que les resulte interesante.
–¿En este caso cuál sería el provecho, doctor Amadiro?
–Si los solarios se han ido, tienen que haber dejado, a la fuerza, casi todos sus robots. Son..., o eran..., robotistas especialmente ingeniosos, y los colonizadores, pese a todo su odio por los robots, no vacilarán en apropiarse de ellos y facturárnoslos a nosotros a cambio de buen dinero espacial. La verdad, es que ya lo han anunciado.
Dos naves de colonizadores han aterrizado ya en Solaria. Hemos despachado nuestra protesta, pero no la tendrán en cuenta y tampoco haremos nada más. Todo lo contrario. Alguno de los mundos espaciales está haciendo investigaciones en secreto sobre la naturaleza de los robots que se recuperen y cuál sería su precio.
–No está mal –musitó Mandamus.
–¿Que no está mal que nos comportemos como los propagandistas colonizadores dicen que lo hacemos? ¿Que actuemos como si estuviéramos en plena degeneración y nos transformemos en blandas pulpas decadentes? –¿Por qué repetir sus palabras huecas, señor? El caso es que estamos tranquilos, somos civilizados y todavía no nos han dado donde nos duele. Si no fuera así, lucharíamos contra ellos, violentamente, y, estoy seguro, los aplastaríamos. Todavía estamos por delante de ellos, técnicamente.
–Pero el daño que nos causen no será, a buen seguro, agradable.
–Lo que significa que no debemos estar dispuestos a ir a la guerra. Si Solaria ha sido abandonado y los colonizadores quieren saquearlo, quizá deberíamos dejarles. Después de todo, puedo predecir que estaremos dispuestos a ponernos en marcha dentro de unos meses.
Una expresión ansiosa y feroz iluminó el rostro de Amadiro:
–¿Meses?
–Estoy seguro. Así que lo primero que debemos hacer es evitar que nos provoquen. Lo arruinaríamos todo si fuéramos hacia un conflicto que no necesitamos librar, y sufriéramos pérdidas que no necesitamos sufrir, ni aunque ganáramos. Después de todo, dentro de muy poco tiempo, vamos a vencerlos, sin lucha y sin pérdidas... ¡Pobre Tierra!
–Si van a darle lástima –protestó Amadiro con falsa indiferencia– mejor que no les haga nada.
–Por el contrario –dijo Mandamus, glacial–. Es precisamente porque estoy del todo decidido a hacerles algo..., y ya sabe lo que les haré.... por lo que me dan lástima. ¡Será usted presidente!
–Y usted director del Instituto.
–Un modesto puesto comparado con el suyo.
–¿Y después de que muera? –preguntó rabioso.
–No he ido tan lejos en mis previsiones.
–Estoy complemente... –empezó a decir Amadiro, pero fue interrumpido por el zumbido persistente de la unidad de aviso. Sin mirar y casi maquinalmente, Amadiro apretó el botón de :32,3. Miró la ancha tira de papel que salía de la ranura y una leve sonrisa apareció en sus labios:
–Las dos naves colonizadoras que aterrizaron en Solaria...
–¿Qué señor? –preguntó Mandamus ceñudo.
–¡Destruidas! ¡Ambas destruidas!
–¿Cómo?
–En un fuerte estallido de radiación, fácilmente detectable desde el espacio. ¿Se da cuenta de lo que significa? Los solarianos no han abandonado, después de todo, y nuestro mundo más débil puede fácilmente hacer frente a las naves colonizadoras. Es un puñetazo en pleno rostro para los colonizadores y algo que no podrán olvidar fácilmente... Tome, Mandamus, lea usted mismo.
Mandamus apartó el papel.
–Pero esto no significa necesariamente que los solarianos sigan en el planeta. Pueden haberlo sembrado de trampas.
–¿Y cuál es la diferencia? Ataque personal o trampa, las naves fueron destruidas.
–Esta vez los tomaron por sorpresa. ¿Qué me dice de la próxima vez, cuando vayan preparados? ¿Y qué me dice si consideran el caso como un ataque deliberado de los espaciales?
–Responderemos que los solarianos no hacían sino defenderse de una invasión deliberada de los colonizadores.
–Pero, señor, ¿cree usted que librarán una batalla verbal? ¿Y si los colonizadores no quieren molestarse en hablar y consideran la destrucción de sus naves como un acto de guerra y contraatacan instantáneamente?
–¿Por qué iban a hacerlo?
–Porque están tan locos como estaríamos nosotros una vez heridos en nuestro orgullo; mucho más, puesto que tienen un mayor historial de violencia.
–Les venceremos.
–Usted mismo reconoce que nos causarán grandes e inaceptables daños, incluso si son vencidos.
–¿Y qué quiere que haga? Aurora no destruyó esas naves.
–Persuadir al Presidente de que haga patente que Aurora no tuvo nada que ver con ello, que ninguno de los mundos espaciales tuvo nada que ver, que la responsabilidad es solamente de Solaria.
–¿Y abandonar Solaria? Sería un acto de cobardía.
Mandamus podía apenas dominar su excitación:
–Doctor Amadiro, ¿no ha oído hablar nunca antes de una retirada estratégica? Hay que persuadir a los mundos espaciales de que esperen un poco mientras buscamos un pretexto plausible. Sólo faltan unos meses hasta que nuestro plan para con la Tierra fructifique. Puede parecer duro para todo el mundo mantenerse al margen y excusarse con los colonizadores, que no saben lo que les viene encima..., pero nosotros sí. En realidad, usted y yo, con lo que sabemos, podemos contemplar este acontecimiento como un regalo de lo que se llamaba los dioses. Deje que los colonizadores se preocupen por Solaria mientras preparamos su destrucción en la Tierra, sin que se den cuenta. ¿O preferiría perderlo todo cuando estamos al mismo borde de la victoria final?
Amadiro se encontró cediendo ante la mirada fija, penetrante, de los profundos ojos de Mandamus.
Amadiro jamás lo había pasado peor que en el período siguiente a la destrucción de las dos naves colonizadoras. Afortunadamente, pudo persuadirse al Presidente de que siguiera una política que Amadiro calificaba de ''dominantemente flexible". La frase satisfizo la imaginación del Presidente, aun cuando no quería decir nada. Además, el Presidente era diestro en eso de dominar con flexibilidad. El resto del Consejo fue más difícil de manejar; Amadiro, exasperado, se agotó pintándoles los horrores de la guerra y la necesidad de buscar el momento oportuno para atacar.... y no el inoportuno..., caso de que hubiera guerra. Inventó excusas aceptables para justificar por qué no había llegado el momento y se sirvió de ellas en sus discusiones con otros directivos de los demás mundos espaciales. La natural hegemonía de Aurora tenía que pesar al máximo, si quería que los demás crecieran.
Pero cuando el capitán D.G. Baley llegó con su nave y su petición, Amadiro comprendió que no podía hacer nada más. Era excesivo.
–Es del todo imposible –comentó a Mandamus–. ¿Vamos a permitir que aterrice en Solaria, con su barba, su ridicula indumentaria y su acento incomprensible? ¿Confía, acaso, en que yo ruegue al Consejo que autorice la entrega de una mujer espacial? Sería un acto totalmente sin precedentes en nuestra historia. ¡Una mujer espacial!