—Qué vergüenza, Alan, qué vergüenza —dijo Tuck, intentando parecer solemne—. ¿No te enseñamos modales en el tiempo que pasaste con nosotros? ¿Sigues siendo el mismo patán grosero que conocimos hace dos años? Sólo por el hecho de que Robin está ausente de la mesa…
Agarré un corazón de manzana con la mano y ya tenía echado el puño atrás para lanzarlo, pero me contuve. Sabía que Little John nunca amenazaba en vano.
—A propósito, ¿dónde está Robin? —pregunté. Había captado una mirada de sir James, con una expresión de intenso disgusto, y quise cambiar de tema. A pesar de la alegre y absurda anarquía de una batalla de comida, las malas noticias seguían dándome vueltas por el magín como una nube negra—. ¿Por qué no nos acompaña en esta elegante reunión de nobles caballeros?
—Ha pasado por la aldea de Locksley a recoger a la condesa; ella ha ido allí a consultar a una comadrona —dijo Tuck—. Me ha dicho que estará de vuelta esta misma noche, si Dios quiere.
Marian, condesa de Locksley, estaba preñada y próxima ya a cumplir su tiempo, pero el embarazo no había sido fácil. Se había sentido enferma o indispuesta durante los primeros meses, y después cansada e infeliz, a medida que su vientre iba adquiriendo un volumen cada vez mayor. Marian era una mujer hermosa, tal vez la más hermosa que yo haya visto nunca, con una figura esbelta, cabellos de color de avellana y unos gloriosos ojos de un azul intenso, y aborrecía sentirse tan gorda y torpe a medida que su hijo crecía dentro de ella: como una cerda enorme y patosa, para emplear sus mismas palabras. Pero además había algún otro problema relacionado con su embarazo; yo no sabía de qué se trataba, sólo que era algo entre ella y Robin. En una ocasión, entré en su alcoba sin llamar y les encontré gritándose el uno al otro. Eso era muy raro: Robin casi nunca perdía el control, y el aspecto habitual de Marian en público era siempre el de una serenidad casi angélica. Cargué el incidente en la cuenta de un embarazo complicado y lo olvidé.
La aldea de Locksley estaba a menos de cinco kilómetros de distancia, de modo que incluso si había que llevar a Marian en un carro tirado por un burro, a Robin no le costaría más de un par de horas ir allí a recogerla y regresar a Kirkton. Era casi seguro que volvería pronto, y al saberlo tuve cierta sensación de alivio. La cena llegó a su fin y, uno a uno, los hombres fueron levantándose de la mesa. Unos se agruparon alrededor del fuego que ardía en el centro de la sala, acurrucados para calentarse mientras chismorreaban, jugaban a los dados o apuraban sus copas de vino o de cerveza; algunos salieron de la sala en dirección a la construcción algo alejada en la que estaban instaladas nuestras letrinas, una sencilla zanja abierta en el suelo y cubierta por una plancha de madera; algunos empezaron a preparar sus lechos junto a los muros, extendiendo sobre el suelo cubierto por esteras de juncos pieles y mantas, y tendiéndose allí mismo para pasar la noche. Robin aún no había vuelto, pero como me dijo que le esperara en su alcoba, después de una rápida visita a las cuadras para comprobar que
Fantasma
estaba cómodo y bien atendido, me hice con dos vasos de vino, una buena porción de queso, una hogaza de pan, dos manzanas y un cuchillo pequeño para pelar la fruta, y llevé todo en una bandeja al dormitorio de Robin y Marian, que estaba a un extremo de la sala. Supuse que Robin y su dama tendrían apetito cuando volvieran. Y de esta guisa, me instalé a esperar en su alcoba.
♦ ♦ ♦
La habitación estaba iluminada por una sola vela de cera de abeja de buena calidad, colocada sobre una mesita en el lado más alejado de la enorme cama de baldaquín. Rodeé la cama y dejé sobre la mesita la bandeja con la comida; luego me senté con tiento sobre la colcha de seda bordada, y miré a mi alrededor mientras esperaba la llegada de Robin. La habitación era espaciosa, tal vez de unos diez pasos de largo por seis de ancho, con muros recubiertos por paneles de madera oscura en los que había colgados un par de tapices pequeños que representaban bucólicas escenas de caza. El suelo de madera pulida crujía un poco en el centro bajo el peso de una persona, y estaba cubierto parcialmente por una alfombra de piel de lobo. La gran cama de roble estaba situada en un lado de la habitación, apoyada contra la pared, a tres o cuatro pasos de la puerta. Junto a la cama había una gran ventana con un grueso postigo de madera que se cerraba desde dentro con un pasador, y que daba al patio del castillo. En el extremo más apartado de la habitación, había dos arcones de ropa, uno de Robin y el otro de Marian, y una palangana sobre un soporte de hierro con un jarro de agua a su lado. Una gran cómoda, en la pared opuesta a la puerta, guardaba objetos femeninos tales como joyas, horquillas para el pelo, polvos faciales, perfume y un espejo de plata. Desde donde yo estaba sentado, al pie de la cama, podía ver mi reflejo en el espejo: me miraba desde él un tipo grandote, más alto que la media, con los hombros anchos y los brazos gruesos de un espadachín. Mi rostro ovalado de facciones regulares me pareció totalmente anodino, salvo por la mata de cabellos rubios que lo coronaba. Mis mejillas mostraban un vello aún muy ligero, que me hizo recordar que no me había afeitado en varios días. Me pasé la mano por la mandíbula y desvié la mirada hacia el resto de la estancia, donde vi un perchero de cuerno con capas y sombreros colgados, un crucifijo de pared —que sin duda pertenecía a Marian—, y un gran sillón de roble en forma de trono.
Si se tenía en cuenta el poder que ahora acumulaba Robin en Inglaterra, su alcoba privada era bastante austera, pero nunca había sido un hombre a quien preocuparan las comodidades. Años de vida salvaje de proscrito le habían dado la costumbre de viajar ligero de equipaje, y al parecer Marian se contentaba con las necesidades más básicas de la vida femenina.
Sentado allí sobre la colcha de seda, sentí los efectos de la larga jornada de viaje. Estaba agotado; durante semanas había recorrido al galope Inglaterra dando y recibiendo mensajes para Robin —y pagando los gastos de mi alojamiento y comida por el procedimiento de entretener con mi música a nobles desconocidos en castillos extraños—, y ahora, caliente, bien alimentado y a salvo, sentí que los párpados se me cerraban. Sin duda Robin no podía tardar. Habían pasado dos horas tal vez desde la puesta del sol, y no querría que Marian se acostara muy tarde en su estado. Empecé a cabecear, y sentí la imperiosa necesidad de tumbarme. Estaba seguro de que a mi señor no le importaría que durmiera unos minutos, sólo lo justo para estar espabilado cuando habláramos. De modo que me quité mis botas de piel flexible y me tendí sobre aquella mullida cama. Apenas un gesto para levantar la cabeza de la blanda almohada de plumas de ganso para soplar la vela, y me sumergí en el sueño.
♦ ♦ ♦
Pasé de un sueño profundo a la plena vigilia a toda prisa, como el hombre que asciende desde el fondo de un lago y asoma a la superficie para aspirar el aire fresco. Pero algún instinto tortuoso me hizo seguir inmóvil y en completo silencio. Alguien entraba en la habitación. Pude atisbar por un instante su silueta recortada en el umbral, iluminada desde atrás por el resplandor tenue del hogar de la sala. Era un hombre bajo, bastante más bajo que Robin, y también mucho más ancho de hombros. Y alcancé a ver el brillo de la espada que llevaba en la mano.
El hombre cerró la puerta a su espalda y corrió el pestillo de madera, que produjo un ligero chasquido. La habitación quedó de nuevo en una oscuridad total. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca, y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Seguí inmóvil durante un momento y luego, cuando la comprensión de lo que estaba ocurriendo me sacudió como un cubo de agua helada en el rostro, rodé hacia un lado. Apenas a tiempo. Hubo un susurro de metal afilado cortando el aire, y un golpe sordo al hundirse el filo en el lugar de la cama en el que yo había estado tendido un instante antes.
Me puse en pie de un salto, y al hacerlo derribé la mesilla de noche, con un ruido atronador de madera, plata y acero. Como un tonto, me agaché a recoger la comida y los utensilios caídos, y oí pasos cautelosos que corrían en mi dirección y un silbido sobre mi cabeza cuando la espada barrió la oscuridad de la habitación sin encontrar mi cuerpo agachado. Mis manos tropezaron con el cuchillo de la fruta, y un instante después me había metido debajo de la cama y me arrastraba por entre el polvo y las telarañas hacia el lado opuesto. Pero el hombre de la espada adivinó mi intención, y rodeó la cama al mismo tiempo que yo reptaba para cruzarla por debajo. Cuando empecé a asomar cautelosamente la nariz, hubo un ruido de madera quebrada al clavarse la punta de la espada en las tablas del suelo a escasas pulgadas de mi cabeza. Mientras el hombre forcejeaba para liberar la hoja, yo retrocedí debajo de la cama y, girando a la derecha repté tan aprisa como pude y salí por el lado contrario del lecho de baldaquín, tan rápida y silenciosamente como me fue posible, ayudándome con los codos y las rodillas, hasta llegar a la pared del fondo. Allí me acurruqué, con la espalda pegada al panel de madera y las rodillas a la altura de mis orejas, intentando no jadear, esgrimiendo al frente el cuchillo de la fruta, como mi única protección.
La habitación estaba en silencio. La oscuridad era impenetrable. Pero mi miedo se fue desvaneciendo y en su lugar empezó a crecer una furia fría y acerada. Estaba encerrado en una habitación con un loco armado con una espada que intentaba matarme o matar a Robin, y casi lo había conseguido en tres ocasiones. Probé el filo del cuchillo de fruta. Era muy cortante, pero la hoja no tenía más de dos pulgadas de largo. Serviría. Después de dos años de convivencia con los forajidos de Robin, entre ellos algunos de los más hábiles rebanadores de pescuezos de Inglaterra, sabía exactamente cómo matar a un hombre con un cuchillo de pequeño tamaño. Los latidos de mi corazón empezaron a calmarse, y seguí perfectamente quieto a la espera de que mi enemigo se descubriese. Entonces el hombre habló, en voz baja:
—Mi señor conde, ¿por qué no llamáis a vuestros vasallos para que os socorran?
Era la voz de un galés; debí haber adivinado por la silueta baja y robusta que se trataba de un arquero, y eso era una buena noticia. Por regla general, nuestros arqueros no eran demasiado hábiles manejando la espada; lo sabía porque yo era el encargado de entrenarles. Era un pequeño alivio, y sentí que mis ánimos crecían al saberlo. También estaba claro que el hombre creía que era Robin el hombre al que tenía encerrado en la habitación. Estaba descartado el pedir ayuda. Alguien acudiría, pero al menor ruido por mi parte al instante el hombre se me echaría encima con su espada y, a pesar de la completa oscuridad en que estábamos, me haría pedazos. Antes de que cualquiera de los hombres de Robin que ahora roncaban en la sala viniera a rescatarme, yo estaría ya muerto o mutilado, y él habría saltado por la ventana para perderse en el patio. De modo que permanecí mudo. Y sonreí en la oscuridad. Me había revelado su posición. Por el sonido de la voz supe que estaba de pie en el extremo de la cama. Oí silbar su espada cuando cortó el aire en unos mandobles a ciegas, a su alrededor, buscando un golpe de fortuna. Pero yo estaba a tres pasos de distancia y acurrucado contra la pared. Si yo no me movía, era improbable que me alcanzara con su espada. Y si quería encontrarme, tendría que moverse él.
Después de un largo silencio, durante el cual sólo oí un tenue roce de telas, hubo un fuerte crujido del suelo de madera, que resonó en el silencio de la habitación y despertó ecos como el chillido de una gaviota. El suelo crujió otra vez, y luego volvió el silencio. Supe entonces que él estaba en el centro de la habitación, y que se había quedado quieto para no hacer más ruido. Pude visualizar con exactitud su posición en mi mente. Pero necesitaba que se acercara más sin descubrir mi propia posición. Palpé a mi alrededor en la tiniebla y mi mano encontró el asa de cerámica del jarro de agua. Metí en él la mano y comprobé que estaba medio lleno. Lo levanté sin hacer ruido con las dos manos, manteniendo el cuchillo entre los dientes, y arrojé el jarro con todas mis fuerzas a la esquina de la habitación. Chocó con un estruendo increíble y oí crujir de nuevo el suelo cuando el hombre corrió hacia allí y empezó a rasgar el aire con su espada. Me arrastré a gatas hasta el lugar donde me pareció que estaba, y con el cuchillo en mi mano derecha alargué la izquierda y lo agarré por la pierna. Estaba un poco más allá de donde había previsto, y cuando me apoderé de su rodilla dejó escapar una exclamación de sorpresa y de miedo. Un momento después, yo había clavado a fondo el cuchillo en la parte interna de su muslo, y arrancado luego la hoja de la carne con un rápido doble movimiento. Lanzó un aullido horrible de dolor y de pánico, y sentí que me golpeaba en el hombro con la empuñadura de su espada. Pero vi recompensado mi golpe con un gran chorro de sangre caliente en mi cara, una fuente ardiente que al instante empapó toda la parte superior de mi cuerpo, y supe en ese mismo momento que aquél era un hombre muerto.
Solté el cuchillo, gateé para alejarme de su espada vacilante y volví a refugiarme debajo de la cama. Los aullidos del hombre, agudos y desesperados, llenaron la oscuridad, y supe que la alarma estaba dada a conciencia. Luego le oí arrastrarse por el suelo como un saco cargado de grano, ahora con un débil gimoteo, mientras intentaba detener el torrente de sangre vital que se le escapaba. Hasta mis narices llegó el olor acre y ferruginoso de la sangre. A pesar de las tinieblas profundas que nos rodeaban, podía imaginar lo que estaba ocurriendo, porque lo había previsto ya: había perforado deliberadamente la gran arteria femoral que recorría su muslo, y a menos que pudiera encontrar un torniquete para cortar el flujo de la sangre, en menos de treinta segundos estaría tan frío como la cena de la noche anterior.
La puerta de la habitación se abrió de golpe, entró un pelotón de mesnaderos con antorchas y lamparillas, y un murmullo excitado se extendió por la habitación. El hombre estaba sentado, con las piernas separadas, en medio de un charco de sangre, y su rostro agonizante aparecía lívido y desencajado. Yo asomé mi cabeza ensangrentada desde debajo de la cama y lo miré.
Consiguió decir algunas palabras, antes de derrumbarse sin vida en aquel lago carmesí:
—Mi hijo no, por favor… —susurró, antes de morir.
E
l hombre muerto era un don nadie, un arquero llamado Lloyd Gryffudd, uno más del numeroso grupo de hombres reclutados por Tuck en el sur de Gales. Era un arquero experimentado y, según todos pensaban, un soldado en quien podía… confiarse, por lo que me contó Owain, el capitán de los arqueros de Robin. Estaba claro que Owain se sentía de alguna forma responsable de que uno de sus hombres hubiera intentado asesinar a Robin; estaba visiblemente molesto cuando hablamos más tarde, aquella misma noche, delante de la copa de vino que yo necesitaba con urgencia.