—El padre de Alan vino aquí desde Francia —dijo en tono ligero—. Y era hijo del
seigneur
D'Alle, del que sin duda habéis oído hablar. Alan es el lord de Westbury, en Nottinghamshire.
Lo que Robin dijo de mi padre era cierto. Había sido el segundo hijo de un oscuro caballero francés, pero Robin no mencionó que había sido un músico vagabundo sin un penique,
trouvère
como yo, pero sin un señor. Durante algún tiempo, se ganó la vida cantando en las salas de la nobleza, y allí conoció a Robin, antes de enamorarse de mi madre y de establecerse para cultivar grano y criar a tres hijos en una pequeña aldea de las afueras de Nottingham. Cuando yo tenía nueve años, los soldados irrumpieron en nuestra casa antes del alba, sacaron a mi padre de la cama después de acusarle en falso de ladrón, y lo ahorcaron sin juicio de un roble en la plaza del pueblo. Nunca he olvidado su cara hinchada mientras exhalaba el último aliento en aquel cadalso improvisado. Y nunca he olvidado al sheriff de Nottinghamshire, sir Ralph Murdac, que ordenó su ejecución.
Sir James gruñó algo que podía significar «A vuestro servicio, señor», y yo incliné la cabeza con la menor cortesía posible. Robin dijo:
—Bueno, ya nos hemos divertido bastante por hoy; ¿nos retiramos al castillo? Creo que es hora de tomar un bocado como cena.
—Tengo noticias privadas urgentes para vos, señor —dije a Robin.
—¿Pueden esperar hasta después de la cena? —preguntó. Lo pensé un momento y asentí a regañadientes—. En ese caso, ven a mi cámara después de cenar, y entonces hablaremos. —Me sonrió—. Bienvenido a casa, Alan —dijo—, Kirkton ha sido más aburrido sin tu ingenio y más gris sin tu música.
Y después de una pausa, añadió:
—Cuando hayas descansado bien, tal vez tendrás la bondad de cantar para nosotros. ¿Mañana, quizá?
—Desde luego, señor.
Dimos la vuelta a nuestros caballos y nos dirigimos colina arriba hacia el castillo.
♦ ♦ ♦
Sentí que la boca se me hacía agua al oler el aroma de sopa caliente que venía de las cocinas. Es una de las sensaciones más placenteras que conozco: estar físicamente cansado, pero bañado y limpio, y tener hambre sabiendo que dispones de una buena comida a tu alcance. Me senté a la izquierda de Robin, en un lugar vacío, no inmediato al que había de ocupar él pero sí próximo: una posición que reflejaba mi rango en la corte de Robin en Kirkton. Pocos instantes después, Robin se reuniría con nosotros y se serviría la cena, y para mí ésta no llegaría nunca demasiado pronto. Miré la sala que nos acogía mientras esperaba que empezara la comida. De los muros de madera colgaban ricas tapicerías de colores vivos y las banderas de los comensales más notables: el blasón de Robin con la cabeza de un lobo negro de fauces abiertas sobre fondo blanco ocupaba el lugar más destacado; a su lado colgaba el de su esposa Marian, un halcón blanco sobre campo azur, y junto a él un blasón desconocido para mí, un león azur sobre campo rojo y oro, que supuse debía de pertenecer a sir James.
Éramos más o menos tres docenas de personas quienes nos sentábamos a la mesa: la «familia» de Robin, sus amigos y consejeros íntimos, sus lugartenientes y los miembros más veteranos de su hueste. Yo conocía muy bien algunas de las caras reunidas en torno a la larga mesa; al gigante sentado al lado del asiento vacío de Robin con su melena de color rubio pajizo, mi amigo y maestro de esgrima John Nailor, que era la mano derecha de Robin y la persona encargada de hacer cumplir a rajatabla las órdenes de su señor. Algo más lejos, vi la silueta robusta y musculosa, enfundada en un andrajoso hábito pardo, del hermano Tuck, un magnífico arquero galés que tomó el hábito y de quien se decía en broma que actuaba como la conciencia de Robin. Al otro lado de la mesa, destacaban la sonrisa desdentada y los rizos pelirrojos de Will Scarlet, un amigo de mi misma edad y el nervioso jinete al que me había enfrentado aquella misma tarde… Pero Robin había estado ocupado reclutando gente a toda prisa durante las semanas de mi ausencia, y por lo menos la mitad de los miembros de aquella alegre reunión me eran desconocidos. Advertí con satisfacción que sir James de Brus se sentaba más lejos que yo del sitio de Robin, con su habitual rictus en su cara de bulldog. No parecía a gusto en aquella compañía alegre y desenfadada en la que apenas se hacían distinciones de rango y en la que, descontada la superioridad de Robin sobre todos nosotros, cada cual estaba convencido de valer tanto como su vecino.
Sin embargo, al mirar a mi alrededor en la sala, me di cuenta de que las cosas habían cambiado en el castillo en mi ausencia. No sólo había caras nuevas, sino una nueva atmósfera: más formal, distinta a nuestra vida despreocupada como banda de proscritos. Eso, desde luego, era bueno: ya no éramos un hatajo de asesinos y ladrones con todo el mundo en contra nuestra, sino una compañía de soldados de Cristo, bendecidos por la Iglesia, que habíamos jurado emprender el peligroso viaje a Ultramar para rescatar el Santo Sepulcro de Jerusalén para la fe verdadera.
Además, se notaban en Kirkton otros cambios, éstos de orden físico: en efecto, el patio de armas casi me resultó irreconocible cuando cruzamos el alto portal de troncos aquel mediodía. Había un intenso tráfago de gente —soldados, artesanos, sirvientes, mercaderes, lavanderas, putas—, todos ellos afanados en sus tareas, y también parecía abarrotado de nuevas construcciones, estructuras de madera adosadas a la mansión para albergar a aquellas multitudes. El patio del castillo había sido concebido como un gran círculo de un centenar de pasos de diámetro, rodeado por una empalizada alta de troncos de roble y con un amplio espacio vacío en el interior. Cuando me fui, había un puñado de construcciones adosadas al perímetro del círculo: la gran sala en la que nos encontrábamos ahora, con la cámara o dormitorio privado de Robin y Marian, ocupaba uno de los lados; la cocina, los establos, la maciza construcción donde se guardaba el tesoro de Robin, algunos almacenes…, eso era todo. Ahora, el patio casi parecía una pequeña ciudad: se había levantado un nuevo edificio bajo para albergar a los hombres de armas y, adosada a la empalizada, una amplia forja con dos espacios en la que un hombre robusto y sus dos ayudantes martilleaban sin parar las piezas de metal al rojo para fabricar las espadas, los escudos, los cascos y las puntas de lanza que necesitaría la tropa. Un flechero se afanaba en el exterior de una casucha a medio construir, bajo la mirada atenta de su aprendiz, y sujetaba laboriosamente con un cordel las plumas de ganso del empenachado de una flecha, mientras a un lado se amontonaba todo un mazo de proyectiles ya listos.
Los dos iban a tener mucho trabajo en las próximas semanas. Un buen arquero puede disparar hasta doce flechas por minuto durante una batalla, y Robin planeaba llevarse consigo a doscientos arqueros a Tierra Santa. Si habían de librar allí una sola batalla de una duración de tan sólo una hora, eso representaría el lanzamiento de ciento cuarenta y cuatro mil flechas. Ni siquiera el trabajo de varios meses bastaría para suministrar flechas suficientes a la expedición, de modo que durante el viaje los hombres tendrían que fabricarse sus propios proyectiles, y Robin había estado comprando miles de flechas ya manufacturadas en Gales. Muchos de los arqueros a soldada de Robin venían de aquel lugar: hombres rudos, por lo general no especialmente altos, pero de pecho poderoso y brazos con la inmensa fuerza necesaria para tensar el mortal arco largo de batalla que era su arma preferida. Era fácil distinguir a los arqueros entre el gentío que circulaba por el patio del castillo por sus siluetas bajas y robustas. El arco, de seis pies de largo y fabricado con madera de tejo, podía lanzar una flecha de punta de acero capaz de atravesar la cota de malla de un caballero a doscientos pasos de distancia. En el tiempo que tardaba un jinete en cargar contra el arquero, desde una distancia de doscientos metros, éste podía colocar tres o cuatro flechas en el pecho del hombre montado.
También se habían ampliado los establos, hasta casi triplicar su longitud, para dar cabida a las monturas de los aproximadamente cien jinetes que Robin quería llevar consigo a la Gran Peregrinación. Y aunque se esperaba que los caballos se cuidaran de alimentarse a sí mismos durante el viaje siempre que fuera posible, sería necesario transportar grandes cantidades de grano para dar de comer a los animales allí donde la hierba escaseara, o en los desiertos arenales del Levante. Además de pienso, los caballos necesitarían mantas, cepillos, cubos, sacos para la comida y docenas de otros utensilios, incluidos frenos, cinchas, bridas, sillas de montar, y una buena cantidad de correas, hebillas y arreos de cuero. Luego estaba la cuestión del armamento: cada jinete había de llevar un escudo y una lanza de doce pies como armas básicas, pero también espada, y muchos jinetes preferían utilizar la maza o el hacha en la lucha cuerpo a cuerpo en la melé.
De modo que cuando entramos en el patio, en el que retumbaban los ecos de los gritos de los hombres, los relinchos de los caballos, el martilleo de los herreros y los mugidos del ganado, apenas me extrañé. Me maravilló la transformación del castillo, antes un plácido hogar familiar, en una colmena de incesante actividad bélica. Incluso el fuerte torreón o atalaya, asentado sobre un promontorio elevado sobre el nivel del patio de armas, se veía agitado por aquella actividad: una hilera de hombres cargados con bultos pesados se esforzaba por subir la empinada rampa de tierra que llevaba a la pequeña puerta de madera guarnecida de hierro. El torreón era la última línea de defensa del castillo: cuando el enemigo amenazara abrir una brecha en la empalizada, los defensores del castillo se retirarían a la torre. Siempre estaba bien aprovisionada de víveres, y de agua potable y cerveza, almacenadas en enormes barriles. Ahora se utilizaba como almacén de toda la impedimenta necesaria para la gran aventura, y allí se guardaban los haces de flechas, las espadas y los arcos descordados, los sacos de grano, los barriles de vino, las cajas de botas, los fardos de mantas…, todo lo necesario para alimentar, vestir y armar a cuatrocientos soldados en su viaje de tres mil kilómetros hasta Tierra Santa.
La cena, cuyos aromas me habían estado tentando, llegó por fin. Robin seguía sin aparecer, cosa que me preocupó porque estaba impaciente por comunicarle las noticias que traía, y esperaba poder hacerlo aquella misma noche. Pero a pesar de que su silla de respaldo alto seguía vacía, los criados trajeron la comida y la dejaron con escasa ceremonia sobre la larga mesa, y todos nos servimos a voluntad. La cena consistió aquella noche en unas grandes soperas repletas de sopa de verduras espesa y caliente, potaje, y bandejas de pan, queso, mantequilla y fruta…, pero no había carne. Estábamos en Cuaresma, y aunque en Kirkton hacíamos caso omiso de las normas de los religiosos más estrictos sobre el queso y los huevos, por lo general evitábamos servir carne para guardar las formas. Robin no hacía el menor caso de esas prohibiciones, y comía siempre lo que se le antojaba.
Llené una escudilla de madera de aquella sopa espesa que tan bien olía, y con una cuchara de cuerno en una mano y un pedazo de pan tierno en la otra empecé a llenar mi atribulado vientre.
—Por el trasero peludo de Dios —rugió una voz conocida—, ¡nuestro ministril vagabundo está de vuelta! —Me giré y vi que Little John me saludaba alzando un enorme y anticuado cuerno lleno de cerveza—. ¡Y estás sorbiendo la sopa como si no hubieras comido en una semana! ¿Qué hay de nuevo, Alan?
Levanté mi propia copa en respuesta.
—Malas noticias, me temo, John. Muy malas noticias. El mundo se acaba, si hemos de creer a los sabios monjes de Canterbury. —Tomé una cucharada de sopa—. El Anticristo anda suelto y está arrasando el mundo a sangre y fuego. —Hice una pausa para aumentar el efecto dramático de mis palabras—. Y me han dicho que el Maligno está ansioso por tener unas palabras precisamente…
contigo
.
Intenté mantener la seriedad, pero la risa se me escapaba por las comisuras de la boca. Era un chiste viejo entre John y yo pretender que el fin del mundo era inminente. Pero algunas de las personas sentadas a la mesa me miraron con aprensión y se santiguaron.
—Bueno, pues si tu Anticristo asoma la jeta por este rincón de Hallamshire, le cortaré los huevos y el badajo y lo mandaré a mear sangre de vuelta al infierno —dijo John con despreocupación, al tiempo que cortaba una gruesa loncha de un queso redondo y se la metía entera en la boca—. ¿Vas a cantar esta noche? —preguntó, entre una lluvia de trozos de queso amarillo.
Sacudí la cabeza.
—Estoy demasiado cansado. Mañana, te lo prometo.
—No deberías bromear con esas cosas —dijo Will Scarlet, con su cara nerviosa asomada sobre el borde de una sopera humeante—. El Anticristo, y todo eso. Tus chistes sólo sirven para dar más poder al diablo.
Will se había hecho mucho más piadoso desde que supo que participaríamos en la gran aventura santa.
—Muy bien dicho, Will —dijo una voz amable con un débil acento galés—. Muy bien dicho. Pero el joven Alan no teme al diablo, ¿no es así? —Era el hermano Tuck, que me sonreía desde el otro extremo de la mesa—. En estos días, con un arma afilada en cada mano al joven Alan no hay nada que le dé miedo…, pero hace un par de años, cuando lo conocí, recuerdo que era un chico que se asustaba de su propia sombra… Vaya, como que se echaba a llorar si se le volcaba un cubo lleno de leche…
Tuck interrumpió bruscamente sus burlas cuando un mendrugo de pan se estrelló contra su nariz roja y carnosa, rebotó hacia lo alto y fue a aterrizar en el suelo de la sala. Quedé satisfecho de mi puntería. Siempre había sido un buen lanzador de piedras de niño, cuando cazaba ratas en los graneros con otros chicos del pueblo, y me agradó ver que no había perdido mi habilidad, aunque en este caso el proyectil fuera tan sólo un pedazo de pan. Tuck soltó un bufido ofendido y me tiró una pera mordisqueada, pero falló y dio de lleno en la oreja a un mesnadero flaco que se sentaba a mi lado. Como por arte de magia, en toda la mesa empezó de pronto un bombardeo de comida: cada hombre arrojaba al que tenía enfrente pan, fruta, lonchas de queso… Durante una docena de segundos, aquello fue un caos completo y alegre; un gran pedazo de queso me pasó rozando la mejilla, y alguien me arrojó una cucharada de sopa que me manchó la túnica. Me preparé para responderle…, pero me contuve.
—¡Ya basta, ya basta, por Dios! —estaba gritando Little John, imitando bastante bien un acento furioso. Una gruesa rebanada de pan de centeno arrojada por una mano anónima se había quedado enganchada a un lado de su melena rubia—. ¡Ya basta, digo! —rugió—. ¡Al próximo bastardo que tire alguna cosa, juro que le hago picadillo!