—¿Te encuentras bien, niñato? —dijo una cabezota con un mechón de pelo color de paja sobre la frente, colocada directamente encima de mí. Yo no podía respirar, y sólo conseguí hacer un breve gesto afirmativo con la cabeza.
—Este —siguió diciendo la cabeza gigante— es otro uso posible del escudo. Toma nota.
Una enorme manaza vino hacia mí y, agarrando mi cota de acero en su puño, me levantó del suelo y me dejó en pie.
—¿Has tenido bastante? —preguntó John mientras yo procuraba sostenerme sobre unas piernas de jalea y recoger mi espada y mi puñal caídos.
—Desde luego que no —dije, pero me tambaleaba mientras procuraba caminar en círculos para recuperar el equilibrio—. Más fuerte ahora, John, grandullón, pasmarote. Vamos, vamos, ésta va a ser la mía.
De pronto vomité; una arcada, y la hierba quedó salpicada de bilis y comida a medio digerir.
—Si ésa es el arma que eliges —dijo John señalando el charco maloliente del vómito—, me rindo, oh noble guerrero. Me has derrotado.
Y me dedicó una profunda reverencia, coreada con rechifla por los espectadores.
Una figura de elevada estatura y rostro ceñudo se abrió paso entre el grupo de espectadores hasta llegar a mi lado.
—Dale —dijo sir James de Brus—, lord Locksley desea veros en su tesorería. Si estáis disponible…
Me miró desde detrás de su nariz fruncida, mientras yo seguía en pie, vacilante, sudoroso, encorvado, con hilillos amarillos de vómito colgando de la boca. Luego resopló, y se fue.
Recuperé el resuello mientras subía al castillo, pero mi antebrazo derecho y el costillar de ese lado aún me dolían: John me había propinado sin duda un duro golpe. Pero en el momento de entrar en el patio de armas del castillo mi cabeza ya se había aclarado, y empecé a pensar en mi siguiente encuentro con aquel gigante. Y supe con toda exactitud cómo iba a vencerle…
La tesorería de Robin, el lugar donde guardaba su plata, era un edificio bajo y de muros gruesos adosado a la sala. Llamé a la puerta, fui invitado a entrar y encontré a Robin sentado frente a una gran mesa cubierta por un mantel ajedrezado de cuadros blancos y negros, sobre el que solía echar sus cuentas. Alineadas en algunos de los cuadros del mantel había unas piedrecillas de distintos colores que representaban distintas cantidades de dinero. La habitación estaba en penumbra, ya que los ventanucos eran estrechos y apenas dejaban pasar la luz, y Robin tenía una vela encendida frente a él. Parecía a medias furioso y perplejo, y miraba alternativamente las hojas de pergamino que apretaba en un puño y las piedras de colores dispuestas sobre el mantel.
—No lo entiendo —decía—. No puede estar bien… Quisiera que estuviera aquí Hugh para resolver esto…
Se detuvo de pronto, como si se hubiera mordido la lengua.
Yo sabía por qué: Hugh, su hermano mayor, fue en tiempos su primer lugarteniente, canciller y jefe de espías, y había controlado el dinero de la banda cuando todos eran proscritos. Pero ahora Hugh estaba muerto.
Robin arrojó los pergaminos sobre la mesa, visiblemente disgustado.
—No le encuentro a esto ni pies ni cabeza —dijo—, pero hay una manera más sencilla de demostrarte que nos encontramos delante de un problema serio. Ve al cofre grande que está allí, y ábrelo.
En el rincón más alejado de la habitación, había un gran cofre reforzado por tiras de hierro claveteadas. En días más despreocupados, había contenido la parte de Robin en el botín; el río de plata que fluía de los viajeros ricos asaltados en Sherwood, o los tributos que las aldeas pagaban a Robin a cambio de su protección, o los que le ofrecían sus amigos, sus rivales e incluso sus enemigos por administrar justicia. Un río de plata que había afluido a aquel enorme cofre de madera de roble y hierro, llenándolo hasta los bordes.
Yo dudé; en nuestros días de proscritos, tocar siquiera aquel cofre era un delito castigado con la pena de muerte.
—Vamos —dijo Robin en tono irritado, al notar mis vacilaciones—, ábrelo de una vez. Tienes mi permiso.
Hice girar la llave en la cerradura, con cierta dificultad, y retiré el cerrojo. Luego levanté la pesada tapa de roble del cofre. Miré al interior: el cofre estaba vacío, salvo por un puñado de peniques de plata que parecían hacerme guiños desde el fondo de madera. El dinero había desaparecido.
M
iré a Robin, aterrado.
—Lo han robado —balbucí—. ¿Quién se habrá atrevido? ¿Y cómo han podido…?
—No ha sido robado, Alan, por lo menos no lo creo —me interrumpió Robin—. Ha sido gastado. Por mí. He tenido que pagar un rescate de conde, literalmente, para conseguir el perdón para todos… y equipar a nuestra compañía para la guerra en Ultramar no ha resultado barato. Las rentas de Locksley se pagan en su mayor parte en especies, y con todo un ejército al que alimentar… No, Alan, la simple verdad es que he gastado más de lo que tenía. De modo que tenemos un problema. El rey nos ha pedido que nos reunamos con él en Lyon en el mes de julio con toda nuestra hueste (eso es lo que dice la carta), y me veo obligado a transportar a cuatrocientos hombres de armas y doscientos caballos, más una montaña de equipo, víveres, armas y forraje, a Francia. Y aunque el rey ha prometido recompensarme por proporcionarle hombres listos para el combate, todavía tengo que ver su primera moneda de plata y, o yo no conozco bien a la realeza, o no la veré antes de que desfilemos a través de las puertas rotas de Jerusalén.
Hizo una pausa, para pensar unos instantes. A continuación dijo:
—Necesitamos a los judíos, Alan. Sí, necesitamos a Reuben.
♦ ♦ ♦
Una hora después, Robin y yo estábamos en camino, y los hocicos de nuestros caballos apuntaban al norte, en dirección a York. Cabalgábamos deprisa, solos los dos, sin la compañía de ninguno de los hombres de Robin. Era una conducta inusual en un grande del reino, y no poco peligrosa además: Robin tenía muchos enemigos entre Sheffield y York que se sentirían dichosos si cayera en sus manos. Por más que ya no era un proscrito, con el rey ausente cualquier barón avaricioso podía exigir un rescate por él; y además estaba el precio que había ofrecido Murdac por su cabeza.
—No quiero verme entorpecido por un séquito numeroso de sirvientes y mesnaderos —dijo Robin cuando le expresé mi preocupación porque viajáramos sin protección—. Y además, te tengo a ti para cuidar de mí. —Fruncí el ceño al oírle. Sabía por qué quería viajar de incógnito; no quería que nadie se enterara de que andaba mal de dinero. Su plan era visitar a Reuben, un viejo amigo de confianza, conseguir un préstamo de una gran cantidad de dinero de los judíos de York, y estar de vuelta en Kirkton en un par de días.
—Vamos, Alan. Viajamos con ropa sencilla y ordinaria, como una pareja de peregrinos, pero vamos armados y nos movemos deprisa: sin pompas, sin fanfarrias, será como en los viejos tiempos, nos divertiremos…
Y nos divertimos. Rara vez pasaba tanto tiempo solo con Robin en aquellos días, y aunque todavía me asustaba un poco —no olvidaba que entre otros crímenes ominosos había dado el visto bueno al asesinato de su propio hermano—, siempre disfrutaba en su compañía. Y estábamos bien armados: los dos llevábamos cota de malla, Robin su arco de batalla y una aljaba repleta de flechas, además de una excelente espada, y yo mi vieja espada y mi puñal. También llevaba puesta mi nueva gorra de color azul cielo con bordados, pero sólo para molestar a Robin y demostrarle que, a despecho de mi completa lealtad, me importaban una higa sus rancias ideas sobre la moda en sombreros.
Obligamos a nuestros caballos a una marcha muy exigente durante varias horas y, cuando empezó a caer la noche, vivaqueamos en un bosquecillo, no lejos del castillo de Pontefract. Ese gran castillo pertenecía a Roger de Lacy, el nuevo alguacil de Nottinghamshire, y podíamos haber sido objeto de una bienvenida digna de un conde en su gran mansión de piedra, de haberlo querido; pero Robin deseaba mantener en secreto su viaje; y yo me sentía tanto más feliz cuanto menos gente supiera que Robin rondaba por las cercanías con un solo hombre armado por toda compañía. Creo también, al pensar ahora sobre el asunto, que Robin encontraba a veces demasiado pesadas las obligaciones anejas a su condado, y que añoraba su anterior vida sencilla de proscrito, aunque nunca me comunicó de forma expresa ese sentimiento.
Robin había llevado consigo un asado de buey frío sin preocuparse, cosa típica en él, del hecho de que estábamos en la Cuaresma, de hecho a tan sólo cinco días del domingo de Pascua, y que según las leyes de la Iglesia debíamos abstenernos de comer carne de ninguna clase.
También traía pan, cebollas y un pellejo de vino, e hicimos una alegre acampada y una pequeña fogata debajo de un gran roble. Después de haber comido, mientras sobre el fuego revoloteaban las chispas, nos envolvimos en nuestras cálidas capas verdes y nos sentamos con las piernas cruzadas delante de las llamas, con nuestras armas al alcance de la mano. Robin dio un gran trago al pellejo de vino ya mediado, antes de pasármelo. Yo bebí largamente y se lo devolví.
—¿Crees que Murdac tiene realmente cien libras de plata alemana? —le pregunté, después de secarme la boca.
—Eso no importa —dijo—. A estas alturas todo hombre que viva en un radio de cien millas se habrá enterado de la oferta, y la mitad de ellos estarán pensando cómo hacerse con el premio. Ha sido un buen movimiento por su parte. Salud al escurridizo enano bastardo.
Robin levantó el pellejo de vino y bebió un nuevo trago.
—Lo tuve en mis manos una vez, ¿sabes? —dijo—. Tuve su vida en la palma de mi mano y lo dejé escapar. Tonto de mí; tenía que haberle matado allí mismo, sin perder un segundo. Ahora tendría una preocupación menos. Me hubiera evitado un montón de problemas si lo hubiera liquidado así. —Chascó los dedos índice y pulgar—. Pero tuve compasión de él. Digo compasión, pero la verdad es que fue sencillamente debilidad. Me suplicó de rodillas que le perdonara la vida, y no pude matarlo. Pura y maldita debilidad…, y arrogancia también. Pero ningún hombre puede ver el futuro.
Suspiró y bebió de nuevo.
—¿Cuándo ocurrió? —pregunté.
—Vamos, toma esto, ya he bebido bastante —dijo Robin, y me pasó el pellejo de vino. Nunca bebía de más, pero me di cuenta de que esa noche deseaba hacerlo. Yo di un pequeño sorbo y esperé en silencio.
—Fue hace siete u ocho años, mucho antes de que te unieras a nosotros. Entonces éramos sólo un puñado de hombres: John, Much, el hijo del panadero, Owain y una docena más. Nos dedicábamos a robar a los viajeros ricos, sobre todo. Yo solía invitarles a almorzar en el bosque, y luego les obligaba a pagar por el privilegio. Era sólo un juego de niños, en realidad. Nos movíamos sin parar por todo Sherwood evitando a los hombres del alguacil, por miedo a que una compañía con un número decente de soldados nos encontrara. No éramos más que una lamentable banda de vagabundos desharrapados. Me di cuenta de que necesitaba dinero en cantidad para crear la organización con la que soñaba; necesitaba, bueno…, el respeto de las aldeas. Quise hacer algo grande. Necesitaba un éxito espectacular. De modo que John y yo ideamos un plan.
Se quitó la capa de encima, se acercó al montón de leña cortada y añadió otro leño al fuego. De nuevo sentado, y con las manos extendidas hacia las llamas, continuó:
—Decidimos robar al Alto Alguacil de Nottinghamshire, Derbyshire y los Bosques Reales en su propio castillo.
El resplandor del fuego me permitía ver su cara con toda claridad: sonreía de placer ante aquella idea, y sus ojos plateados brillaban en la oscuridad.
—Iba a tener lugar un concurso de esgrima con espada en la Feria de Nottingham, abierto a todos, y decidimos que participara John, bajo un nombre… ¿Cuál era?… Algo absurdo, rústico… Hojaverde, creo. Eso es. Se inscribió con el nombre de Reinaldo Hojaverde. La idea era que Murdac se fijara en él y lo reclutara como sargento de armas del castillo. Bueno, ya conoces a John, ganó el concurso con facilidad e incluso mató a su rival en el combate final. Y Murdac se apresuró a dar un empleo a John.
Yo estaba fascinado. Nunca antes había oído aquella historia. Robin revolvió en la alforja de la comida y sacó los restos del muslo de buey. Cortó una rodaja muy delgada de carne y se la metió en la boca. Yo di otro sorbo del pellejo de vino.
—El plan era muy sutil —dijo Robin mientras masticaba despacio—. Nuestro objetivo era la vajilla de plata de Murdac; las mejores copas, tazas, bandejas, jarras y cuencos que utilizaba los días de fiesta en sus salones. Y nos habían dicho que se guardaban con llave en una habitación junto a las cocinas.
»John esperó tres días, durante los que representó el papel de un mesnadero leal, y pasada la medianoche del tercer día bajó a las cocinas, rompió la puerta de la alacena y cargó en un saco toda la vajilla de plata. Cuando ya se iba, fue descubierto por el cocinero jefe, un hombrón casi tan corpulento como el propio John. Al parecer, hicieron un buen destrozo en la cocina; ollas y sartenes volaban en todas direcciones, y se intercambiaron golpes hasta que los dos chorreaban sangre. Sin duda armaron un barullo fenomenal. Por fin John consiguió dejar al otro sin sentido y escapar con el saco repleto de cacharrería. Pero la huida no fue fácil; la alarma provocada por el estruendo de la pelea en la cocina puso en pie a todo el castillo, y cuando John salió al galope de Nottingham en un caballo robado, lo hizo perseguido por sir Ralph Murdac y una veintena de sus hombres de armas, que zumbaban como avispas furiosas, vestidos a toda prisa y armados sólo a medias.
Robin hurgó en el fuego con una rama delgada, y las llamas prendieron también en su hurgón. Lo agitó en el aire para apagar las llamas azuladas.
—Por supuesto esperábamos a John en el bosque, y cuando aparecieron los soldados a medio vestir de Murdac les disparamos a cubierto con nuestros arcos y les hicimos pedazos. No les dimos la menor oportunidad. Los soldados cargaron contra un diluvio de flechas sin armadura apropiada, y en tres segundos había una docena de sillas de montar vacías y un reguero de hombres sangrando, maldiciendo y agonizando, caídos en el suelo del bosque. El resto hubo de correr para escapar. —Hizo una corta pausa—. Pero se dejaron atrás a sir Ralph Murdac.
—¿De modo que capturasteis al alguacil en persona?
—Sí, nos hicimos con él. Y estaba herido, no grave, sólo un flechazo en la parte carnosa del brazo izquierdo. Pero su caballo fue herido por dos flechas y cayó con él al suelo. Estaba aterrorizado: rodeado por una banda de proscritos sedientos de sangre, de hombres a los que habría ahorcado sin juicio de haberles capturado en Nottingham. Sus propios hombres yacían heridos o muertos a su alrededor, y el resto se había dado a la fuga. Se puso de rodillas y suplicó por su vida, con la cara bañada en lágrimas. Nunca olvidaré la visión de alguien tan… hundido.