Robin Hood II, el cruzado (2 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Era un día de principios de primavera del año de Nuestro Señor de 1190, y me pareció que en aquel hermoso día el mundo entero era bueno: el noble rey Ricardo, aquel ejemplo de guerrero cristiano, se sentaba en el trono de Inglaterra, los hombres de confianza que había colocado en puestos destacados se comportaban al parecer con prudencia, y él mismo se disponía a partir en breve a una gran aventura santa para rescatar Jerusalén, el ombligo del mundo, de las garras de las hordas sarracenas, una acción que tal vez desembocaría en el Segundo Advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Toda Inglaterra rezaba por su victoria. Y lo mejor de todo era que yo acababa de cumplir con éxito uno de los primeros encargos que me había dado mi señor, Robert Odo, recientemente nombrado conde de Locksley y señor de Kirkton, Sheffield, Ecclesfield, Hallam, Grimesthorpe y Greasbrough, y de docenas de poblaciones menores de los condados de York, Nottingham y Derby.

Yo era el
trouvère
, el músico personal de la corte de Robin. Los
trouvères
éramos llamados así porque «trovábamos» o encontrábamos —es decir que componíamos— nuestras propias canciones, y no nos limitábamos a repetir los versos de otros como hacen los simples juglares. Pero también actuaba como mensajero de Robin, como su embajador y, en ocasiones, como su espía. Y me gustaba hacerlo. Le debía todo lo que poseía. Cuando lo conocí, yo era un chico de campo sin familia, ni siquiera tenía una aldea o población que pudiera llamar mía, y muy joven, tan sólo contaba quince años. Poco después, Robin me había dado en propiedad la pequeña hacienda de Westbury. ¡Yo era Alan de Westbury! Era el señor de una mansión; la misma mansión donde, cuarenta años más tarde, escribiría estas palabras. Después de la furibunda batalla de Linden Lea, el año anterior, en la que derrotamos a las fuerzas de sir Ralph Murdac, el corrupto alguacil de Nottinghamshire, Robin, un notorio fugitivo de la ley, había sido perdonado por el rey Ricardo, se había casado con su encantadora Marian, y había sido nombrado conde de Locksley. Todos los que le habían seguido durante los años oscuros de su proscripción recibieron una recompensa por su lealtad —un puñado de plata, un buey robusto o un caballo veloz—, y lo cierto es que yo también esperaba un regalo de algún tipo, pero no soñaba con verme dueño de una porción no desdeñable de tierras de labor.

Casi me quedé sin habla por el agradecimiento cuando Robin me tendió la escritura, adornada con el gran y pesado disco rojo de su sello, que me convertía en el custodio de este gran y viejo caserón con sus muchas dependencias, quinientos acres de terreno cultivable, una aldea de veinticuatro fuegos ocupada por un centenar de habitantes, la mayoría de ellos siervos de la gleba pero también un puñado de hombres libres, un molino de agua, una conejera, dos pares de bueyes, un arado y una bonita iglesia de piedra.

—Es una propiedad pequeña, no mucho mayor que una granja grande, en realidad; apenas la mitad de lo que correspondería a un caballero. Y está un poco descuidada, me temo, pero la tierra es de buena calidad, según me han dicho —me informó Robin.

—Pero ¿cómo voy a administrarla? —pregunté—. No tengo la menor idea de cómo ganarme la vida cultivando la tierra.

—No espero que trabajes de campesino, Alan —dijo Robin, y se echó a reír—. Tienes que buscar a un buen hombre, un administrador o un masadero, que lo haga por ti. Todo lo que habrás de hacer es cobrar las rentas y asegurarte de que nadie te roba. Te necesito a mi servicio. Pero tienes que contar con unos ingresos y una posición en sociedad si has de representarme, entregar mis mensajes, y llevar a cabo cualquier comisión que se presente. —Sonrió, y sus extraños ojos plateados destellaron en mi dirección—: Y estoy convencido de que Inglaterra tiene una gran y acuciante necesidad de más canciones sobre las audaces hazañas del apuesto Robin Hood y de sus alegres compañeros.

Me estaba tomando el pelo, por supuesto. Yo compuse algunas coplillas sobre la época en que vivimos juntos al margen de la ley, y se habían propagado con la rapidez de un fuego por todo el país; las cantaban en las tabernas desde Cockermouth hasta Canterbury, y en cada nueva audición ante un público de borrachos la historia se iba alejando más y más de la verdad. A Robin no le importaba verse convertido en una leyenda, decía que le divertía, y de hecho creo que disfrutaba con ello. Y no le molestaba lo más mínimo que sus antiguos crímenes corrieran de boca en boca. Ahora era un gran magnate, intocable para un simple sheriff, y por si fuera poco gozaba del favor y la amistad del rey Ricardo. Todo lo ganó en dos días de terrible carnicería durante el fatídico año de 1189; aun así, había tenido que pagar un alto precio por ello, además del precio de la sangre de sus leales. Para poder ganar la batalla, Robin hizo un pacto inquebrantable con los monjes soldados de Cristo y del Templo de Salomón, los famosos caballeros templarios: a cambio de su apoyo en un momento decisivo de la batalla, Robin se había comprometido a encabezar una hueste de mercenarios, arqueros y caballería a Tierra Santa, formando parte del ejército peregrino del rey Ricardo. En mi condición de
trouvère
de Robin, yo iba a acompañar a aquella hueste cristiana, y no veía el momento de emprender la marcha para lo que entonces me parecía la aventura más noble que era posible concebir.

Llevaba en mis alforjas un mensaje para Robin del rey Ricardo, y creía que en él se fijaba la fecha de nuestra partida. Sólo con un gran esfuerzo sobre mí mismo pude reprimirme y no romper el sello del pergamino para leer aquella correspondencia privada entre el rey y mi señor. Pero me reprimí. Nada deseaba más que ser su fiel vasallo y hombre de confianza, enteramente fiable, del todo leal: porque Robin había hecho por mí muchas más cosas que cederme aquellas tierras. En cierto sentido, había hecho de mí lo que era. Cuando nos conocimos, yo era un ladronzuelo mugriento de Nottingham, y él me salvó de la mutilación y tal vez de la muerte a manos de la ley. Después, como pensó que yo tenía algún talento, dispuso que recibiera clases de música, de lengua francesa normanda, de latín —la lengua de los clérigos y los eruditos— y del arte del combate, y ahora yo era tan diestro con la espada y la daga como con la
viole d'amour
, el extraño instrumento de madera de manzano con cinco cuerdas con el que acompañaba mis canciones.

Y así fue como pasé muchos días arduos sobre la silla de montar, recorriendo los caminos embarrados de Inglaterra al servicio de mi señor… Y ahora, al trepar por aquella interminable cuesta esmeralda, me sentía de regreso al hogar.

Miré a mi izquierda, mientras
Fantasma
plantaba un fatigado casco tras otro en la cuesta empinada, para calcular la altura del sol —era media tarde—, y para mi sorpresa distinguí una formación de jinetes a apenas doscientos metros de distancia. Serían en total unos cien hombres, ordenados en dos filas, provistos de cascos, capas verdes y enfundados en cotas de malla, todos armados con lanzas de doce pies alzadas verticalmente, con puntas de acero que desprendían un brillo maligno a la luz del sol. Mi primera reacción fue de miedo: se acercaban al trote y mi exhausta montura no tenía fuerzas para escapar de ellos. Sin duda me había quedado adormilado para dejar que se acercaran tanto sin verlos. Cuando se acercaron algo más, su jefe, un hombre con la cabeza descubierta que cabalgaba un cuerpo por delante de la primera fila, sacó de su vaina una espada larga, gritó algo por encima del hombro y me apuntó directamente con el arma, dando obviamente la orden de atacar. A lo largo de toda la primera fila de jinetes, las lanzas de madera de fresno descendieron hasta colocarse en posición horizontal, formando una oleada blanca de metal reluciente, las conteras se encajaron bajo las axilas de los jinetes, y las puntas señalaron directamente hacia mí…, y entonces cargaron.

Del trote pasaron rápidamente al medio galope, y un momento después iban a galope tendido. Detrás, la segunda línea les siguió. El ruido atronador de los cascos pareció hacer vibrar la misma hierba. Yo no podía correr: no tenía tiempo de hacerlo, y
Fantasma
no aguantaría más de un cuarto de milla al galope, de modo que tiré de mi vieja espada para sacarla de la abollada vaina, y, al grito de «¡Westbury!», volví a mi montura en dirección a ellos y cargué en línea recta contra la línea de corceles de guerra y hombres implacables enfundados en mallas de acero, que se acercaba a toda velocidad.

En no más de tres segundos, estuvieron a mi altura. El jefe de la cabeza descubierta, un hombre joven de buena estatura, de cabellos castaños claros y con una mueca burlona en su rostro bien parecido, corrió hacia mí con la espada en alto en la mano derecha. Cuando nuestros caballos se encontraron, lanzó un golpe en dirección a mi cabeza con su larga hoja. De haber alcanzado mi cráneo me habría matado al instante, pero paré la estocada con facilidad con mi propia arma, y el entrechocar de los metales sonó como la campana de una iglesia. Luego, cuando pasó a mi lado, yo giré la muñeca y dirigí mi espada con todas mis fuerzas contra su espalda acorazada de acero. Pero el jinete había previsto el golpe y espoleó a su caballo para apartarlo hacia la izquierda, de modo que la hoja de mi espada no encontró más que aire en su trayectoria.

Entonces cayó sobre mí la segunda línea de jinetes. Me trabé con uno de los atacantes, y, sujetando con fuerza a
Fantasma
con las rodillas, golpeé con mi espada su escudo en forma de cometa, del que arranqué una larga astilla de madera. Vi en un instante un mechón de cabellos rojos bajo un casco mal ajustado, una boca abierta de par en par y una expresión de terror en su cara cuando pasó como una exhalación junto a mí…, y entonces me encontré al otro lado de la línea, ileso, con sólo una extensión vacía de hierba verde frente a mí y un ruido apagado de cascos a mi espalda.

Tiré de las riendas de
Fantasma
, esperando quedar de nuevo frente a mis adversarios. Se habían alejado medio centenar de metros, todavía lanzados al galope, y las dos líneas de caballos se habían fundido en un único grupo alargado, más nutrido en el centro en torno al jefe de la cabeza descubierta. Entonces sonó una trompeta: dos notas agudas y nítidas, un sonido hermoso en aquel perfecto atardecer soleado. Los jinetes refrenaron a sus monturas haciéndoles tascar el freno, las patas delanteras de los caballos se agitaron en el aire y, volviendo las grupas relucientes de sudor, recompusieron rápidamente las dos filas…, o así habría sido de haber respondido todos los caballos y sus jinetes al toque de la trompeta. Un puñado de hombres, tal vez una docena, habían perdido el control de sus monturas y seguían galopando, alejándose del cuerpo principal en dirección contraria, hasta desaparecer detrás de una loma por la ladera que descendía hacia el río Locksley. Parecía que nada podría detenerlos hasta llegar al Nottinghamshire. Pero todavía quedaban unos ochenta hombres con sus monturas bajo control, formados de nuevo en línea y con las lanzas paralelas al suelo. La espada del jefe de la cabeza descubierta descendió, y una vez más galoparon en formación hacia mí. Esta vez me quedé quieto, aplaudiendo en silencio aquel despliegue de caballería, y las filas enemigas cayeron sobre mí. A una distancia de cincuenta pasos, la trompeta lanzó una sola nota, repetida tres veces, y de nuevo milagrosamente se tensaron las riendas, las lanzas ascendieron hasta apuntar al cielo, y con muchos relinchos de protesta de los caballos, que pateaban la hierba, y juramentos de los jinetes, toda aquella enorme masa de caballos sudorosos y hombres armados se detuvo a la distancia de una lanza del suave morro de
Fantasma
. Yo contemplé las filas apretadas de la caballería, les saludé con mi espada, y deslicé de nuevo la hoja en la vaina abollada.

—Te hemos dado un buen susto, ¿eh, Alan? —dijo el jinete de la cabeza descubierta, con apenas un ligero jadeo y sonriéndome como un aprendiz bebido en la celebración de una fiesta.

—Desde luego, mi señor —dije con toda seriedad—. Me he sentido tan aterrorizado por vuestras temibles maniobras, que creo que he manchado mis calzones. —Hubo algunas risas contenidas en las filas, que es lo que yo había pretendido. Luego correspondí a la sonrisa de Robin y añadí con una humildad burlona—: De verdad, ha sido un despliegue impresionante. Aun así, no puedo dejar de observar una sugerencia, señor. —Hice una pausa—: No soy un experto en caballería, desde luego, pero ¿no sería más efectivo todavía si todos los caballos cargaran juntos…, en la misma dirección… y al mismo tiempo?

Hubo más jolgorio entre los soldados cuando señalé detrás de Robin hacia el otro lado de la loma, donde asomaba una docena de los jinetes recién reclutados por Robin, que subían fatigosamente la lejana cuesta, llevando de las riendas a sus caballos aún espumeantes y nerviosos. Robin se giró, miró y sonrió con tristeza.

—Trabajamos en ello, Alan —dijo Robin—. Trabajamos duro en ello. Y todavía nos queda un poco de tiempo de aprendizaje antes de marchar a Ultramar.

—Son una condenada chusma sin disciplina, eso es lo que son. ¡Tendríais que desollar vivos a un montón de ellos! —estalló un hombre montado en un magnífico garañón bayo, que estaba junto a Robin. Lo miré con curiosidad. En las filas de aquella caballería pesada había muchas caras conocidas, y hasta el momento me habían saludado alegremente media docena de antiguos proscritos, pero aquél era un extraño para mí. Un hombre alto de edad mediana, obviamente un caballero por su forma de vestir, sus armas y la calidad de su caballo; tenía el cabello rubio color de arena y un rostro lleno de arrugas y sombrío, debido a su permanente ceño. Robin dijo:

—Te presento a sir James de Brus, mi nuevo capitán de caballería, el responsable de poner en la debida forma a estos bribones. Sir James, éste es Alan Dale, un viejo camarada, buen amigo y mi muy estimado
trouvère
.

—Encantado de conoceros —dijo sir James. Me di cuenta de que tenía un leve acento escocés—. Dale, Dale… —dijo un tanto desconcertado—. Creo que no conozco ese nombre. ¿Dónde se encuentran las tierras de vuestra familia?

Me contuve por instinto. Me avergonzaban mis humildes orígenes y aborrecía que me preguntaran por mi familia, sobre todo los miembros de la clase caballeresca, siempre aficionados a hablar de sus antepasados normandos como prueba de su superioridad. Dirigí una mirada sombría a aquel hombre y no contesté.

Robin habló por mí:

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