Rhialto saltó en pie.
—¡Apresurémonos, pues! ¡Hagamos lo que sugiere Lehuster! Queda poco tiempo.
—Hummm —gruñó Ildefonse—. No temo a esa vieja bruja descarriada. ¿No hay otra forma más sencilla?
—¡Sí! ¡Huir a una lejana dimensión!
—¡Tendrías que conocerme mejor que eso! —declaró Ildefonse—. ¡Manos a la obra! ¡Enviaremos a esa bruja brincando y chillando con las faldas bien arremangadas mientras salta por encima de las zarzas!
—Ese tiene que ser nuestro eslogan —declaró Lehuster—. ¡A trabajar!
El simulacro de Calanctus tomó forma en el banco de trabajo: primero un armazón de hilo de plata y tántalo montado sobre un eje espinal articulado, luego un brumoso revestimiento de conceptos experimentales, luego el cráneo y el sensorio, dentro del que fueron insertadas todas las obras de Calanctus, más un centenar de otros tratados, incluidos catálogos, compendios, pantologías y síntesis universales, hasta que Lehuster aconsejó detenerse.
—¡Conoce ya veinte veces más que el primer Calanctus! Me pregunto si será capaz de organizar una masa tal de conocimientos.
Los músculos fueron tensados y la piel aplicada, junto con una densa mata de corto pelo oscuro cubriendo el cráneo y parte de la frente. Lehuster trabajó larga y laboriosamente en los rasgos, ajustando la prominencia de la mandíbula, la longitud de la corta y recta nariz, la amplitud de la frente, la forma y curva exactas de los pómulos y las cejas.
Fijaron las orejas y ajustaron los canales auditivos.
Lehuster dijo con voz átona:
—Eres Calanctus, primer héroe del decimoctavo eón.
Los ojos se abrieron y miraron pensativos a Lehuster.
—Soy tu amigo —dijo Lehuster—. ¡Calanctus, levántate! Ve a sentarte en esa otra silla.
El sosías de Calanctus se alzó de la mesa donde estaba tendido con apenas un ligero esfuerzo, apoyó sus fuertes piernas en el suelo y fue a sentarse en la silla indicada.
Lehuster se volvió a Rhialto e Ildefonse.
—Será mejor que paséis unos momentos al salón.
Debo instilar en su mente recuerdos y asociaciones; tiene que vibrar con vida interna.
—¿Toda una vida de recuerdos en tan poco tiempo? —preguntó Ildefonse—. ¡Imposible!
—¡En absoluto, en compresión temporal! También le enseñaré música y poesía; tiene que mostrarse tan apasionado como vivo. Mi instrumento es este trozo de pétalo de flor seco; su perfume crea magia.
Algo reluctantes, Ildefonse y Rhialto pasaron al salón donde contemplaron la mañana alcanzar la Baja Pradera.
Lehuster los llamó a la sala de trabajo.
—Aquí, sentado, tenéis a Calanctus. Su mente bulle con conocimiento; quizá sus ideas sean más amplias que las de aquél cuyo nombre lleva. Calanctus, éste es Rhialto, y éste Ildefonse; son tus amigos.
Calanctus miró primero al uno, luego al otro, con blandos ojos azules.
—Me alegra oír esto. Por lo que he aprendido, el mundo necesita desesperadamente de la amistad.
En un aparte, Lehuster les dijo:
—Es Calanctus, pero con una diferencia, o incluso un cierto fallo. Le he dado un cuarto de mi sangre, pero quizá no sea suficiente… Ya veremos.
—¿Y su poder? —preguntó Ildefonse—. ¿Puede hacer cumplir sus órdenes?
Lehuster miró al neo —Calanctus.
—He cargado su sensorio con piedras IOUN. Puesto que nunca ha conocido el daño, es blando y gentil pese a su fuerza innata.
—¿Qué sabe de la Murthe?
—Todo lo que necesita saber. No muestra ninguna emoción al respecto.
Rhialto e Ildefonse contemplaron con escepticismo su creación.
—Por el momento Calanctus sigue pareciendo algo abstracto, sin excesiva volición —dijo Rhialto—. ¿No podemos proporcionarle una identificación más visceral con el auténtico Calanctus?
Lehuster dudó.
—Sí. Calanctus llevaba siempre un escarabajo en la muñeca. Vistámoslo, y luego le proporcionaré el escarabajo.
Diez minutos más tarde Rhialto e Ildefonse entraban en el salón con Calanctus, que ahora llevaba casco negro, peto de pulido metal negro, capa negra, pantalones negros y botas negras, con hebillas de plata.
Lehuster asintió.
—Es tal como debe ser. ¡Calanctus, extiende el brazo! Te proporcionaré un escarabajo llevado por el primer
Calanctus, cuya identidad debes asumir. Este brazalete es tuyo. Llévalo siempre en torno a tu muñeca derecha.
—Siento la oleada de la fuerza —dijo Calanctus—. ¡Soy fuerte! ¡Soy Calanctus!
—¿Eres lo bastante fuerte como para aceptar el arte de la magia? Un hombre normal debe estudiar cuarenta años sólo para llegar a ser un aprendiz.
—Poseo la fuerza necesaria para aceptar la magia.
—¡Adelante entonces! Debes ingerir la Enciclopedia, luego los Tres Libros de Phandaal, y si entonces no te vuelves loco o resultas muerto afirmaré que eres un hombre con una fuerza más allá de toda mi experiencia. ¡Adelante! Volvamos a la sala de trabajo.
Ildefonse se quedó en el salón… Transcurrieron los minutos. Oyó un extraño grito estrangulado, reprimido casi de inmediato.
Calanctus regresó al salón con paso firme. Rhialto, tras él, caminaba sobre vacilantes rodillas, y su rostro mostraba una palidez verdosa.
Calanctus dijo lúgubremente a Ildefonse:
—He aceptado la magia. Mi mente rebosa conjuros; son salvajes, pero puedo dominar sus erráticos impulsos.
El escarabajo me proporciona la fuerza necesaria.
—Se acerca el momento —dijo Lehuster—. Las brujas se reúnen en el prado: Zanzel, Ao de los Ópalos, Barbanikos, y otros. Se muestran temerosos y agitados… De hecho, Zanzel viene hacia aquí.
Rhialto miró a Ildefonse.
—¿Debemos aprovechar la oportunidad?
—¡Seriamos unos estúpidos si no lo hiciéramos!
—Eso es exactamente lo que pienso. Sí quieres ir a la glorieta lateral…
Rhialto se dirigió a la terraza delantera, donde salió al encuentro de Zanzel, que presentó una enérgica protesta acerca de las piedras IOUN desaparecidas.
—¡Completamente de acuerdo! —dijo Rhialto—. Fue un acto infame, realizado por orden de Ildefonse. Ven a la glorieta lateral y yo arreglaré las cosas.
Zanzel le acompañó hacia el lado de la edificación, donde Ildefonse lo desensibilizó con el conjuro de la Soledad Interior. Ladanque, el chambelán de Rhialto, alzó a Zanzel y lo depositó en una carretilla, y lo condujo hasta el cobertizo del jardinero.
Rhialto, envalentonado por el éxito, volvió a la terraza delantera e hizo una seña a Barbanikos, que, tras seguir a Rhialto a la glorieta lateral, conoció una suerte similar.
Lo mismo les ocurrió a Ao de los Ópalos, Dulce-Lolo, Hurtiancz y otros, hasta que las únicas brujas que quedaron en el prado fueron Vermoulian el Caminante de Sueños y Tchamast el Didactor, que ignoraron las señas de Rhialto.
Llorio la Murthe se dejó caer sobre el prado en un torbellino de blanca espuma nubosa… Llevaba una túnica blanca hasta la rodilla, sandalias plateadas, un cinturón de plata y una redecilla negra sujetando su pelo.
Hizo una pregunta a Vermoulian, que señaló hacia Rhialto, en la parte delantera de Falu.
Llorio se le acercó lentamente. Ildefonse salió de la glorieta y lanzó con valentía un doble conjuro de Soledad Interna contra ella; rebotó y, golpeando a Ildefonse, lo envió despatarrado contra el suelo.
Llorio la Murthe se detuvo.
—¡Rhialto! ¡Has maltratado mi cenáculo! Has robado mis piedras mágicas, de modo que ahora deberás venir a Sadal Suud no como una bruja, sino como un sirviente de clase inferior, y ése será tu castigo. Ildefonse no merecerá nada mejor.
Calanctus salió de Falu. Se detuvo. La recia mandíbula de Llorio se estremeció; abrió la boca.
—¿Cómo estás aquí? —dijo con voz jadeante—. ¿Cómo eludiste el triángulo? ¿Cómo…? —La voz pareció estrangularse en su garganta; consternada, miró al rostro de Calanctus. Finalmente consiguió hablar de nuevo—: ¿Por qué me miras de este modo? No he sido infiel; ¡parto ahora hacia Sadal Suud! ¡Aquí sólo hago lo que hay que hacer, y tú eres el infiel!
—Yo también hice lo que había que hacer, y ahora debo hacerlo de nuevo, porque has ensqualmado a unos hombres para que se convirtieran en tus brujas; de este modo has quebrantado la Gran Ley, que ordena que un hombre debe ser un hombre y una mujer debe ser una mujer.
—Cuando la Necesidad se enfrenta a la Ley, entonces la Ley debe ceder: ¡eso es lo que tú dices en tus Decretales!
—No importa. ¡Ve como debes a Sadal Suud! Ve ahora, ve sola, sin ninguna de tus ensqualmaciones.
—No me importa —dijo Llorio—; sois una pandilla miserable, como magos igual que como brujas, y con toda sinceridad sólo los deseaba para que me hicieran compañía.
—¡Entonces ve, Murthe!
En vez de ello, Llorio miró a Calanctus con una expresión peculiar, mezcla de desconcierto e insatisfacción, en el rostro. No hizo ningún movimiento para marcharse, lo cual podía ser interpretado como una burla y una provocación.
—Los eones no te han tratado con benevolencia; ¡pareces un hombre hecho de masa de pan! ¿Recuerdas cómo me amenazaste si volvíamos a encontrarnos de nuevo?
—Avanzó otro paso y mostró una fría sonrisa—. ¿Temes mi fuerza? ¡Así debe ser! ¿Dónde están ahora tus alardes y predicciones eróticos?
—Soy hombre de paz. En mi alma llevo concordia, no ataque y subyugación. Amenazo a la nada; prometo la esperanza.
Llorio se acercó otro paso y le miró directamente al rostro.
—¡Ah! —exclamó suavemente—. No eres más que una fachada vacía, ¡y no eres Calanctus! Así pues, ¿estás dispuesto a probar la dulzura de la muerte?
—Soy Calanctus.
Llorio pronunció un conjuro de Retorcimiento y Torsión, pero Calanctus lo hendió y lo echó a un lado con un gesto, y apeló a su vez a un conjuro de Compresión desde Siete Direcciones, que atrapó desprevenida a la Murthe y la hizo caer de rodillas. Calanctus se inclinó compasivo para ayudarla a levantarse; ella ardió con una llama azul, y Calanctus la rodeó por la cintura con unos brazos carbonizados.
Llorio lo empujó hacia atrás, rechazándolo, con el rostro contorsionado.
—¡No eres Calanctus; tienes leche donde deberías tener sangre!
Mientras hablaba, el escarabajo del brazalete rozó su rostro; gritó, y de su garganta brotó un gran conjuro…, una explosión de poder demasiado fuerte para los tejidos de su cuerpo, de modo que la sangre surgió en un gran chorro de su boca y nariz. Retrocedió para apoyarse contra un árbol, mientras Calanctus se doblaba lentamente sobre sí mismo hasta quedar tendido en el suelo, con el cuerpo roto y retorcido.
Llorio se irguió jadeando de emoción y contempló la derrumbada forma. De sus fosas nasales brotó un lento filamento de humo negro, que giró y se enroscó sobre el cadáver.
Moviéndose como un hombre en trance, Lehuster avanzó lentamente hasta el interior del humo. El aire se agitó con un retumbar de sonido; un sofocante resplandor amarillo llameó como un rayo; en lugar de Lehuster había ahora un hombre de cuerpo masivo, con la piel brillando con una luz interior. Llevaba pantalones cortos negros y sandalias, con las piernas y el pecho desnudo; su pelo era negro, su rostro cuadrado, con una nariz recia y una mandíbula prominente. Se inclinó sobre el cadáver, tomó el escarabajo y lo colocó en su muñeca.
El nuevo Calanctus se dirigió a Llorio:
—¡Mis esperanzas han fracasado! Vine a esta época como Lehuster, para dejar dormir los viejos dolores y las viejas iras; ahora todo ha desaparecido, y las cosas vuelven a ser como antes. ¡Yo soy yo, y de nuevo nos hallamos frente a frente!
Llorio, inmóvil, con el pecho agitado, guardó silencio.
Calanctus prosiguió:
—¿Qué hay de tus otros conjuros, para aplastar y romper, o para seducir los sueños de los hombres y ablandar su resolución? ¡Pruébalos conmigo, puesto que yo no soy el pobre y blando Calanctus que llevaba las esperanzas de todos nosotros y que ha sufrido un destino tan duro!
—¿Esperanzas? —exclamó Llorio—. ¿Cuando el mundo está acabando y yo he sido vencida? ¿Qué queda?
Nada. Ni esperanza ni honor ni angustia ni dolor. ¡Todo ha desaparecido! Las cenizas flotan en el desierto. Todo se ha perdido o ha sido olvidado; los mejores y más queridos ya no están. ¿Quiénes son esas criaturas que se yerguen aquí tan estúpidamente? ¿Ildefonse? ¿Rhialto? ¡Fantasmas insípidos que van de un lado para otro con la boca abierta en forma de O! ¡Esperanza! No queda nada. Todo ha desaparecido, todo se ha cumplido; incluso la muerte se halla en el pasado.
Así exclamó Llorio, con la pasión de la desesperación, la sangre chorreando aún por su nariz. Calanctus permaneció inmóvil, aguardando hasta que la pasión se consumió por sí misma.
—Me iré a Sadal Suud. He fracasado; estoy acorralada, rodeada por enemigos de mi propia raza.
Calanctus adelantó una mano y rozó su rostro.
—¡Llámame enemigo si quieres! Pese a todo, amo tus queridos rasgos; atesoro tus virtudes y tus peculiares defectos; y sólo los cambiarla para que se inclinaran hacia la dulzura.
Llorio retrocedió un paso.
—No concedo nada; no cambiaré nada.
—Oh, bueno; sólo era un pensamiento ocioso. ¿Qué es esa sangre?
—Mi cerebro sangra; utilicé todo mi poder para destruir a este pobre cadáver fútil. Yo también me muero; noto el sabor de la muerte. ¡Calanctus, al fin has conseguido tu victoria!
—Como siempre, exageras. No he conseguido ninguna victoria; no te estás muriendo ni necesitas ir a Sadal Suud, que es un humeante pantano infestado de búhos, mosquitos y roedores: completamente inadecuado para alguien como tú. ¿Quién te lavaría la ropa?
—¿No vas a permitirme ni la muerte ni el refugio de un nuevo mundo? ¿No es esto derrota sobre derrota?
—Sólo palabras. Vamos; toma mi mano, y firmaremos una tregua.
—¡Nunca! —exclamó Llorio—. ¡Esto simbolizaría la conquista definitiva, a la cual no pienso doblegarme nunca!
—Reemplazaré gustoso el símbolo por la realidad. Entonces verás si soy o no capaz de cumplir con mis alardes.
—¡Nunca! No someteré mi persona al placer de ningún hombre.
—¿Entonces no vendrás al menos conmigo para beber unos vasos de vino en la terraza de mi castillo aéreo y contemplar el panorama, y hablar un poco de lo que pase por nuestras mentes?
—¡Nunca!
—¡Un momento! —exclamó Ildefonse—. ¡Antes de que os vayáis, tened la bondad de desenqualmar a ese cenáculo de brujas y evitarnos así el esfuerzo a nosotros!