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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (15 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—¡Diantre! —exclamó Rey—. Creí que la bastarda se escapaba esta vez.

La rata medía cerca de treinta centímetros de largo, y su cola sin pelo, tan gruesa como la base del dedo pulgar de un hombre, otro tanto.

Sus ojos diminutos giraban de derecha a izquierda buscando la escapatoria. Era parda y asquerosamente sucia. La cabeza terminaba en un hocico agudo, boca estrecha y dientes incisivos grandes, muy grandes. Pesaría unos novecientos gramos. Era maligna y muy peligrosa.

Max respiraba con dificultad por el esfuerzo mientras vigilaba al roedor.

—¡Por Júpiter! Odio las ratas. Odio incluso mirarlas. Matémosla. ¿Dispuestos?

—Un momento, Max —dijo Rey—. No hay prisa. Quiero ver qué hace.

—Intentará fugarse otra vez, eso es lo que hará —contestó Max.

—Ya lo evitaremos. ¿Qué prisa hay? —Rey volvió a mirarla y sonrió—. Estás perdida, hija de perra. Estás muerta.

Como si entendiera, miró a Rey enseñándole los dientes. Pero el ruido de golpes y gritos la hizo volver a recular.

—Esa bastarda os destrozará si os clava los dientes. No sabía que fueran tan veloces.

—¡Eh! —dijo Tex—. Podríamos quedárnosla.

—¿De qué hablas?

—Conservarla como mascota. Así, cuando no tuviéramos nada que hacer la podríamos soltar y darle caza.

—Hombre, Tex —repuso Dino—. Quizá tengas razón. ¿Quieres que hagamos como en los viejos tiempos, con las zorras?

—Ésa es una idea piojosa —exclamó Rey—. Conforme en matar a la bastarda. No hay necesidad de torturarla, aunque sea una rata. No os ha hecho ningún daño.

—Puede. Pero las ratas son como un veneno. No tienen derecho a vivir.

—Seguro que sí —dijo Rey—. Las ratas se comen la basura y hacen lo mismo con los microbios. Si no fuera por ellas el mundo sería un montón de podredumbre.

—¡Demonios! —opinó Tex—. Las ratas arruinan las cosechas. Quizás ésta es la que desfondó el saco de arroz. Su vientre está bien lleno.

—Sí —contestó Max malévolo—. Se llevaron casi trece kilos y medio una noche.

La rata saltó de nuevo en busca de la libertad. Rompió el círculo y voló hacia el fondo del barracón. Sólo por milagro consiguieron arrinconarla. Una vez más los hombres la rodearon.

—Nunca acabaremos. La próxima vez quizá no tengamos tanta suerte —dijo Rey, pero, repentinamente, tuvo una inspiración.

—¡Esperen un momento! —gritó mientras todos se acercaban al rincón.

—¿Qué ocurre?

—Tengo una idea. —Se volvió a Tex—. Traiga una manta, rápido.

Tex corrió a su cama y sacó la manta.

—Ahora —indicó Rey—, usted Max extienda la manta y cácenla.

—¿Cómo?

—La quiero viva. Vamos —apremió.

—¿Con «mi» manta? ¿Está loco? ¡Es la única que tengo!

—Ya le proporcionaré otra. ¡Cácenla!

Todos miraron a Rey. Tex se encogió de hombros. Él y Max cogieron la manta como si fuera una pantalla y empezaron a convergir hacia el rincón. Los otros mantuvieron sus escobas a punto para asegurarse de que no escaparía. Tex y Max se lanzaron de repente, y la rata quedó entre los pliegues. Sus dientes y garras entraron en acción, pero en medio del bullicio Max enrolló la manta e hizo una enorme pelota. Los demás se mostraban exaltados y gritaban contentos por la captura.

—¡Silencio! —ordenó Rey—. Max, asegúrese de que no se escape. Tex, enchufe la Java. Tomaremos café.

—¿Cuál es la idea? —preguntó Marlowe.

—Es demasiado buena para decirla de golpe. Tomaremos café entretanto.

Mientras se bebían el café, Rey se puso de pie.

—Bien muchachos, escuchen. Tenemos una rata, ¿está claro?

—Desde luego —dijo Miller perplejo como los demás.

—No tenemos comida, ¿no es así?

—Cierto.

—¡Señor! —exclamó Marlowe espantado—. ¿No insinuará que nos la comamos?

—¡Naturalmente que no! —contestó Rey.

Su cara destelló como la de un serafín.

—«No vamos» a comerla. Hay gente de sobra a quienes les gustaría comprar carne...

—¿Carne de rata? —El ojo de Byron Jones III se movió majestuosamente.

—No sabe lo que se dice. ¿Acaso cree que alguien compraría carne de rata? Claro que no —dijo Miller impaciente.

—Claro que nadie la comprará si saben que es de rata. Pero supongamos que lo ignoran.

Rey dejó que se filtraran sus palabras en las mentes. Luego continuó:

—Supongamos que no lo decimos a nadie. La carne tendrá el aspecto de cualquier otra. Diremos que es conejo...

—No hay conejos en Malaya, viejo —indicó Marlowe.

—Bueno, piensen en un animal que, aproximadamente, sea del mismo tamaño.

—Quizá —dijo Marlowe después de un momento de reflexión— podríamos llamarla ardilla.;. O, ¡ya sé! —se animó—. Venado. Eso es, venado.

—¡Pardiez! ¡Que el venado es mucho mayor! —dijo Max sujetando la manta—. Cacé uno en Alleghenies.

—No me refiero a ese tipo de venado. Quiero decir
rusa tikus.
Son pequeños, de unos ocho centímetros de altura y pesan novecientos gramos. Son casi del mismo tamaño de una rata. Los nativos lo consideran un requisito. —Rió—.
Rusa tikus
traducido significa «venado ratón».

Rey se frotó las manos optimista,

—¡Estupendo! —Miró alrededor de la estancia—. Venderemos ancas de
rusa tikus.
Y no será mentira.

Todos rieron.

—Ahora que hemos reído, matemos la condenada rata y vendamos sus condenadas piernas —dijo Max—. La bastarda conseguirá huir dentro de poco. ¡Y yo quiero que me muerda!

—Tenemos una rata —siguió Rey sin hacerle caso—. Todo cuanto debemos hacer es averiguar si es macho o hembra. Entonces cazamos lo contrario, las ponemos juntas, y ya estamos metidos en negocio.

—¿Negocio? —preguntó Tex.

—Desde luego. —Rey miró a su alrededor con gesto feliz—. Hombre, empezaremos el negocio de la cría. Vamos a montar una granja de ratas. Con los beneficios podemos comprar pollos... y que los campesinos coman
tikus.
Siempre que ninguno se vaya de la lengua, claro está.

Hubo un silencio. Luego Tex dijo débilmente.

—Pero, ¿dónde vamos a tener las ratas mientras críen?

—En la trinchera del refugio. ¿Dónde si no?

—La trinchera es el refugio antiaéreo. Quizá no podamos usarla.

—Pondremos una valla en un extremo. Sólo ocuparemos el espacio suficiente para tener las ratas dentro. —Sus ojos chispearon—. Piensen. Cincuenta de estas gordas ratas por semana para vender. Es una mina de oro. Ya saben el viejo dicho, se crían como ratas...

—¿Cada cuánto se reproducen? —preguntó Miller.

—Lo ignoro. ¿Lo sabe alguien? —Rey esperó, pero todos sacudieron la cabeza—. ¿Dónde diablos podríamos averiguar sus costumbres?

—Lo sé —dijo Marlowe—. En la clase de Vexley.

—¿Cómo?

—En la clase de Vexley. Enseña botánica, zoología y toda esas cosas. Podríamos preguntárselo.

Se miraron unos a otros pensativos. Repentinamente empezaron a vitorear. Max casi soltó la rata, y los demás le gritaron: «¡Cuidado con el oro, zafio bastardo!» «¡No dejes que se vaya, por mil diablos!» «¡Vigílala, Max!»

—Ya lo hago.

Max ahogó los griteríos y se dirigió a Marlowe.

—Es un oficial y tiene razón. Iremos al colegio.

—¡Oh, no! No irán —dijo Rey—. Tienen trabajo.

—¿Cuál?

—Cazar otra rata. No importa su sexo. Peter y yo conseguiremos la información. Ahora acomodemos ésta.

Tex y Byron Jones III prepararon espacio en la trinchera cavada debajo del barracón. Medía un metro ochenta, de profundidad, un metro veinte de ancho y un metro noventa de largo.

—¡Formidable! —exclamó Tex excitada—. Hay sitio para millares de ratas.

Necesitaron unos cuantos minutos para idear una puerta eficiente. Tex fue a robar alambre de gallineros mientras Byron Jones III se encargaba de la madera. Jones sonrió al recordar unos cuantos hermosos pedazos pertenecientes a un grupo de ingleses no muy cuidadosos. Cuando Tex regresó, tenía ya hecho el armazón. Los clavos salieron del tejado del barracón, y el martillo fue también «prestado» por un mecánico que se lo descuidó en el garaje hacía meses, junto con alicates y otros utensilios.

Cuando la puerta estuvo dispuesta y acabada, Tex fue en busca de Rey.

—Bien —aprobó éste mientras la inspeccionaba—. Muy bien.

—Maldito si sé cómo la han hecho —exclamó Marlowe—. Han trabajado muy aprisa.

—Si uno tiene trabajo lo hace. Así somos los norteamericanos.

Rey indicó a Tex que fuera en busca de Max.

Éste descendió a la trinchera y se unió a ellos. Cautelosamente, dejó caer la rata en su jaula, que, enloquecida, se revolvió en busca de un lugar por donde huir, y finalmente, se quedó en un rincón, produciendo un violento siseo.

—Parece muy robusta —sonrió Rey.

—Hemos de ponerle un nombre —dijo Tex.

—Es fácil. Se llamará
Adán.

—¿Y si es hembra?

—Entonces
Eva.
—Rey salió al exterior—. Vamos a informarnos, Peter.

La clase del jefe de escuadrón Vexley ya había empezado cuando al fin averiguaron dónde se daba.

—¿Qué desean? —preguntó Vexley sorprendido de que Rey y un joven oficial estuvieran de pie por delante del barracón, contemplándole.

—Pensamos —empezó Marlowe— que podríamos asistir a sus clases. Naturalmente, si no interrumpimos —añadió rápido.

—¿Desean asistir a mi clase?

Vexley sintióse aturdido. Era un hombre enjuto, con un solo ojo sano y rostro de pergamino; lleno de cicatrices causadas por las llamas que consumieron el último bombardero que pilotara. Su clase tenía cuatro alumnos que no mostraban interés alguno. Y si Vexley continuaba ejerciendo como profesor se debía a su propia indecisión pues le era más fácil simular su éxito que renunciar. Al principio se había entusiasmado, luego su actitud fue de fingimiento. No obstante, si renunciaba a las clases la vida no tendría objeto para él.

Hacía tiempo que en el campo funcionaba una especie de Universidad. La Universidad de Changi. El mando la consideró «buena para la tropa». Resultaba conveniente hacer algo. «Haced que mejoren su cultura, forzadlos a que estén ocupados y no se meterán en líos.»

Hubo cursos de idiomas, arte e ingeniería. En aquel mosaico de diez mil hombres siempre había uno que dominaba una asignatura.

Les enseñaban todas las disciplinas del saber. Era una gran oportunidad de horizontes amplios, donde podían aprender un oficio y prepararse para cuando llegara el utópico fin de aquella condenada guerra y las cosas volvieran a su cauce normal. Así, la Universidad fue ateniense: sin aulas. Sólo se precisaba un maestro que encontrara un lugar sombreado y agrupara a su alrededor a los estudiantes.

Pero los prisioneros de Changi eran hombres ordinarios, que preferían sentarse sobre sus nalgas y decir: «Mañana asistiré a una clase.»

Si lo hacían, tan pronto se percataban de que el saber se adquiere con dificultad, faltaban a una y otra clase, y, entonces, decían: «Iré mañana. Mañana empezaré a transformarme en lo que quiero ser después. No debo perder el tiempo. Mañana empezaré.»

Pero en Changi, como en cualquier otra parte, no existía el mañana.

—¿De verdad quieren asistir a mi clase? —preguntó Vexley incrédulo.

—¿No le molestamos, señor? —inquirió Rey, con acento cordial.

Vexley se levantó con creciente interés y les hizo lugar en la sombra.

Aquella sangre nueva le causó gozo. ¡Y nada menos que Rey! ¡Vaya pesca! ¡Rey en «su» clase! Quizá llevaría algunos cigarrillos...

—Encantado, muchacho, encantado. —Estrechó la mano que Rey le tendía amablemente—. Jefe de escuadrón Vexley.

—Celebro conocerle, señor.

—Teniente aviador, Marlowe —dijo éste mientras le estrechaba la mano.

Vexley esperó nervioso hasta que se sentaron y, distraído, presionó un pulgar contra el dorso de la otra mano, contando los segundos que tardaba en llenarse el hoyo de una cicatriz. «La clase tenía sus compensaciones», pensó. Mientras observaba la piel y el hueso recordó las ballenas y su ojo saltón se iluminó.

—Bueno, hoy hablaré de ballenas. ¿Saben algo de las ballenas? —dijo extático al mismo tiempo que Rey saca un paquete de «Kooas» y le ofrecía uno.

Rey pasó el paquete por toda la clase.

Los cuatro estudiantes aceptaron los cigarrillos y se movieron para facilitarles más espacio. Se preguntaron por qué demonios Rey estaba allí, si bien eso carecía de importancia. Lo realmente bueno era que acababa de darles un verdadero cigarrillo.

Vexley empezó su conferencia sobre las ballenas. Amaba a las ballenas. Las amaba mucho.

—Las ballenas son sin lugar a dudas las mayores criaturas que la Naturaleza ha creado —dijo muy complacido de la resonancia de su voz, al mismo tiempo que percibía el fruncimiento de Rey—. ¿Quiere formular alguna pregunta? —inquirió ansioso.

—Bueno..., sí. Las ballenas son interesantes, pero, ¿y las ratas?

—¿Cómo dice? —preguntó Vexley, cortés.

—Es muy interesante lo que dice usted de las ballenas, señor —dijo Rey—. Simplemente pensaba en las ratas, eso es todo.

—¿En las ratas?

—Pensaba si usted sabría algo de ellas.

Tenía mucho trabajo y no quiso darle vueltas al asunto.

—Lo que él pregunta —intervino Marlowe—, es que si las ballenas son casi humanas en cuanto a sus reflejos, ¿sucede lo mismo con las ratas?

Vexley sacudió la cabeza y dijo disgustado:

—Los roedores son totalmente distintos a las ballenas.

—¿En qué se diferencian? —preguntó Rey.

—Hablé de las ratas en la primavera —dijo Vexley tozudamente—. Son bestias desagradables. No hay nada en ellas que pueda gustar. Nada. Bien, seguiremos con la ballena azul. También existe la ballena gigante, que tiene más de treinta metros de largo y puede pesar hasta ciento cincuenta toneladas. Es la mayor criatura viva que existe en la Tierra. El animal más poderoso. Sus hábitos de procreación —añadió Vexley rápidamente, pues sabía que una charla sobre la vida sexual siempre mantenía la clase atenta—, resultan maravillosos. El macho empieza su titilación soplando gran cantidad de agua en forma de surtidor. También la tira con su cola sobre la hembra, que espera paciente en la superficie del océano. Luego se zambulle y surge de nuevo, inmenso, vasto, enorme y vuelve a aplastarse atronadoramente, convirtiendo el agua en espuma que salpica la superficie. —Bajó la voz sensualmente—. Entonces se desliza hacia la hembra y empieza a tocarla con sus aletas...

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