Hacia la luz

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Authors: Andrej Djakow

BOOK: Hacia la luz
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Año 2033. Tras una guerra nuclear devastadora, amplias zonas del mundo han quedado sepultadas bajo escombros y cenizas debido a la radiación. Los supervivientes se han refugiado bajo tierra, en las redes del metro.

Gleb es un niño huérfano de doce años que ha pasado toda su vida en los túneles del metro de San Petersburgo. Pero su vida cambiará de repente, al unirse a un grupo de Stalkers y a un sacerdote de la nueva religión, «Éxodo», para emprender una peligrosa expedición a la superficie. Él y sus compañeros tendrán que recorrer parajes radiactivos plagados de terroríficos mutantes para llegar hasta la isla.

Andrej Djakow

Hacia la luz

Universo
METRO 2033

ePUB v1.1

adruki
28.06.12

Título original:
К Свету

Andrej Djakow, 2010.

Traducción: Joan Josep Mussarra Roca

Diseño portada: Animagic, Bielefeld

Editor original: adruki (v1.0)

Corrección de erratas: Cko

ePub base v2.0

PRIMERA PARTE

HACERSE MAYOR SIN QUERERLO
1
EL ACUERDO

La sombra negra atravesó, veloz como una flecha, el lúgubre cielo nublado. El pteranodonte surcó majestuosamente el aire con sus alas de piel de tres metros de envergadura y se cernió sobre las ruinas de la ronda de circunvalación. De vez en cuando, un escalofrío recorría su cuerpo tendinoso. Indudablemente, había llegado la hora de comer. Su cabeza deforme se movía, inquieta, hacia uno y otro lado, en busca de cualquier indicio de vida que pudiera detectar en tierra. De súbito, con un soplo del frío viento del invierno, el reptil se arrojó hacia el cauce seco del río Neva. Pasó de largo a toda velocidad sobre carcasas de automóviles, montones de basura, andamios herrumbrosos y columnas de puentes que se habían venido abajo: una jungla de hormigón creada por la mano del hombre, la herencia de los «señores de la vida» de antaño.

Un par de aleteos después, relampaguearon en tierra las vías del tren, que aquí y allá asomaban entre el musgo parduzco. El depredador tenía por costumbre hacer varias rondas seguidas sobre la estación de clasificación, con la esperanza de encontrar una presa de dos patas. En otro tiempo, las singulares criaturas habían aparecido a menudo por ese sitio para hurgar en la tierra helada. Pero el único recuerdo que había quedado de sus visitas eran las vías contrahechas, así como, perpendiculares a éstas, unos surcos regulares de contorno rectangular: hacía tiempo que alguien se había llevado las traviesas.

Tras echar una última mirada a la hilera de vagones de metal oxidado, siguió adelante, sobre las ruinas de la Prospekt Slavy.

Como las paredes de un cañón, las casas medio destruidas marcaban el camino al depredador. Pese a las fuertes ráfagas de viento, se movía con seguridad por su ruta habitual. De pronto aceleró y se arrojó sobre el asfalto reventado: más adelante la calle pasaba bajo el puente Novo-Volkovski. Las hebras gruesas y pegajosas de una gigantesca red, tejidas por un desconocido depredador, cegaban el hueco debajo del puente. Como para burlarse, el pteranodonte aceleró todavía más y, profiriendo fuertes chillidos, atravesó el obstáculo. Las hebras desgarradas en torno al agujero recién abierto se agitaron con el fuerte viento, y, desde la parte inferior de la red, once ojos maliciosos observaron al saurio volador que se alejaba.

Amanecía sobre aquel mundo nuevo y enloquecido, un nuevo día en una vida nueva y trastornada…

Entretanto, la bestia había llegado a la plaza de Moscú y se detuvo sobre la gigantesca estatua para preparar el ataque. Se posó suavemente sobre la mano tendida del líder del proletariado mundial, encontró la posición más cómoda tras varios intentos, y aguardó, por fin, en inmóvil espera. Contemplaba atentamente la salida de la «cueva», el paso subterráneo derruido que conducía a la estación Moskovskaya. Eran varias las ocasiones en las que el saurio volador había avistado en aquel mismo sitio a criaturas que surgían de la tierra. Poco tiempo antes había logrado, incluso, hacerse con una de ellas, y quería probar suerte una vez más. El recuerdo del olor de su carne cálida y dulce provocó nuevos escalofríos en el cuerpo del reptil.

Al instante se oyó una ensordecedora detonación. El insólito estruendo retumbó por todo el lugar y arrancó ecos a las paredes agrietadas de las casas. La bestia, sin embargo, no pudo oír nada más… La cabeza del pteranodonte había estallado en trozos pequeños, y un grueso chorro de sangre brotó espasmódicamente de su cuello y se derramó sobre las losas de granito escarchadas del pedestal.

En una de las ventanas del séptimo piso de un edificio de época estalinista que se hallaba al otro lado de la plaza se vislumbró fugazmente la silueta de un hombre alto, con máscara de gas y un amorfo traje de protección contra armas químicas. Estaba atareado en desmontar un fusil dotado de visor óptico y de un formidable accesorio en la boca del cañón. Minutos más tarde salió por la puerta principal, miró en todas direcciones y cruzó poco a poco la plaza entre los gigantescos montículos de basura. El cadáver del pteranodonte estaba hecho un guiñapo al pie del monumento. El cazador tomó un hacha de temibles dimensiones que llevaba colgada del cinturón y, con un golpe certero, seccionó una punta de hueso del ala del mutante. Después de guardarse el trofeo en uno de los bolsillos de su chaleco militar, empuñó el Kalashnikov que llevaba colgando al hombro y permaneció a la espera.

Entonces salió del paso subterráneo un grupo de seres humanos envueltos en andrajos de color gris. Iban provistos de ganchos y trineos. El Stalker se limitó a mirar mientras sus colegas arrastraban a toda prisa el gigantesco cadáver del monstruo hasta el vestíbulo de la estación. Luego, por última vez, echó una aguda mirada a su alrededor, y a continuación descendió bajo tierra. Los escasos rayos del sol que se colaban por las grietas del lúgubre techo de nubes iluminaban con timidez las ruinas de la Moskovsky Prospekt. Había amanecido un nuevo día sobre Piter…
[1]

—¿Cómo es eso, huerfanito? ¿No vienes a saludar a los Stalkers?

Un muchacho flaco de unos doce años, con los pelos mal cortados en puntas, contempló a los jóvenes que se echaban a correr. Luego se puso en marcha, como si de pronto hubiera vuelto en sí, y se apresuró a ir tras ellos. No, no se sentía insultado. Por huerfanito se entendía un niño sin padres. Pero él sí tenía padres. ¡Y qué padres! Pero se habían ido al cielo. Antes, su papá le hablaba del cielo a la hora de acostarse. Allí había aire fresco, mucho verde y agua limpia, y el cielo era azul. Gleb se había imaginado muy a menudo la estación donde nació, la Moskovskaya, cubierta de patatales y de pozos de agua, y en el techo, en vez de hollín negro como el carbón, un color azul, muy azul, como el cielo.

Al llegar donde estaban los otros niños, Gleb se abrió paso entre la muchedumbre y se quedó al lado de Nata
la Coja
, la niña de los vecinos de la tercera tienda.

—¡Mira, Gleb, ya vienen! —La niña, de acuerdo con una costumbre ya antigua, se apoyó sobre el hombro que su previsor compañero de juegos le había ofrecido, y así su pierna atrofiada pudo descansar.

Más allá tenía lugar una escena fascinante y, a la vez, turbadora. De las chapas mal montadas que hacían las veces de esclusa surgió una nube de vapor. Aquel espectáculo tenía un nombre bonito y misterioso: «Desinfección». Al fin, la puerta se abrió, acompañada por un desagradable matraqueo. El tío Saveli entró en la esclusa, sacó la manguera de desinfección y se quedó a un lado. Apareció en la puerta la imponente figura de un Stalker: botas gigantescas, cartuchera de impresionantes dimensiones sobre el torso, y manos igualmente gigantescas. A la sombra de la capucha apenas si se le veía la cara…

Gleb sentía curiosidad y miró de arriba abajo al recién llegado. Cuando éste se quitó la capucha, se oyó un murmullo entre las filas de los muchachos. El visitante no era, en absoluto, un monstruo; su cara tosca y mal afeitada no tenía cicatrices. Pero en la mirada del Stalker había algo extraño que inspiró malestar en todos cuantos se encontraban allí. Una sensación parecida a la que experimentamos cuando tanteamos a ciegas para tratar de encender una lámpara en una habitación a oscuras, y entonces, de repente, palpamos una cosa resbaladiza que se mueve y trata de atraparnos la mano. El Stalker irradiaba una fuerza indomable. Y, sin embargo, sus pesados andares comunicaban una especie de resignación. Como los pasos de un anciano cansado de la vida.

La multitud se apartó y lo dejó pasar. Al tenerlo cerca, Gleb sintió un estremecimiento. Le daba escalofríos y al mismo tiempo le inspiraba una turbadora fascinación. Gleb se abrió paso de costado entre los mirones que perdían el tiempo sobre el andén y buscó un lugar cerca de la hoguera central para escuchar la conversación.

—Bienvenido, Martillo. Ven aquí y siéntate junto al fuego. —Un anciano enérgico, de cabello gris, se acercó a una pequeña marmita y sirvió una generosa ración de sopa en una escudilla—. ¡Hoy la sopa está buenísima! Toma, buen hombre, saboréala. Tanta como quieras…

El hombre de cara adusta dejó en el suelo el fusil, se sentó sobre una caja de cinc y tomó de manos del anciano la escudilla con la sopa espesa y humeante. Abrió uno de los bolsillos del chaleco, sacó un contador Géiger en miniatura y lo arrimó a la sopa.

El anciano gesticuló como si alguien hubiera tratado de hacerle un corte en la cara con una hoja de afeitar. Pero permaneció callado y se contentó con una sonrisa tensa.

—Come, Martillo, no te preocupes. Todos los ingredientes son naturales y crecieron aquí. Las setas, las patatas… ¡Todo recién cosechado!

Otro de los habitantes de la estación emergió de las tinieblas. Calzaba unas botas de fieltro y una chaqueta acolchada que acumulaba ya muchas vivencias. Se sentó con los demás y empezó a relatar con alegría:

—Sachar y su tropa han empezado a sacarle las tripas al pajarillo. Tienes una puntería condenadamente buena, hermano. Te has cepillado a ese cabrón con un solo disparo. —Era un hombre de poca estatura. Se llamaba Karpat. Notó la mirada sombría del Stalker y cambió de tema al instante—. Vamos a venderles la bilis a los colillas —informó con entusiasmo. Los colillas eran un clan de seres humanos asilvestrados, degenerados, que se alojaban en un museo subterráneo cercano a la Moskovskaya—. Nos haremos botas con la piel. Y seguro que vamos a sacarle un quintal de carne.

Bueno, qué dices tú, abuelo: ¡Ese Messerschmitt no volverá a volar! —Puedes darle las gracias a Martillo. ¡Y deja de decir tonterías! —El anciano arrojó otro leño al fuego y se volvió hacia el Stalker—. Te damos las gracias, buen amigo, por tu ayuda. Tú mismo sabes que sin las expediciones a la superficie no sobreviviríamos.

Ahora mismo no se encuentra madera en las tiendas y tenemos que asomar la nariz una y otra vez…

El Stalker masticaba lentamente la comida y contemplaba la fogata.

—Perdimos a Venya Yefimchuk por culpa de esa horrenda criatura. ¡Ése sí que era un hombre! —Sin duda alguna, el viejo Palych tenía ganas de recrearse con sus recuerdos, pero la confortable atmósfera desapareció al cabo de poco rato, cuando se presentó junto a la hoguera el flaco jefe de estación, Nikanor.

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