Authors: James Clavell
El bien proporcionado rostro de Smeldy-Taylor aparecía tenso mientras caminaba hacia Yoshima, que contemplaba a Sellars con estupefacción y desprecio.
—¿Qué pasa, capitán? —preguntó, aun sabiendo de qué se trataba.
—Hay una radio en el barracón. —Y Yoshima añadió con una sonrisita—: Según la convención de Ginebra, los prisioneros de guerra...
—Conozco el código perfectamente bien —contestó Smeldy-Taylor manteniendo sus ojos separados del lugar comprometedor—. Si cree usted que hay una radio aquí, sírvase hacer un registro. O, si sabe dónde está, sírvase cogerla y asunto terminado. Tengo mucho que hacer hoy.
—Su tarea es hacer cumplir la ley...
—Mi trabajo es hacer cumplir la ley civilizada. Si quiere usted citar la ley, entonces obedézcanla ustedes. Dennos la comida y suministros médicos a que tenemos derecho.
—Un día irá usted demasiado lejos, coronel.
—Un día estaré muerto. Quizá de apoplejía intentando hacer cumplir leyes ridiculas impuestas por administradores incompetentes.
—Informaré de su impertinencia al general Shima.
—Por favor, hágalo. Y pregúntele quién dio la orden de que cada hombre del campo cace veinte moscas al día, que deben ser recogidas, contadas y entregadas diariamente por mí en su oficina.
—Sus oficiales siempre se lamentan del porcentaje de muertos por disentería. Las moscas extienden la disentería.
—No tiene usted por qué recordarme las moscas o el porcentaje de muertos —dijo rudamente Smeldy-Taylor—. Dennos medicamentos y permiso para efectuar la limpieza adecuada en las áreas circundantes, y tendremos bien controlada toda la isla de Singapur.
—Los prisioneros no pueden hacer eso.
—«Su» tipo de disentéricos es antieconómico. «Su» porcentaje de malaria es alto. Antes de que llegaran ustedes, Singapur estaba libre de malaria.
—Quizá. Pero nosotros les vencimos a miles y les capturamos a miles. Ningún hombre de honor se deja capturar. Todos ustedes son animales y deberían ser tratados como tales.
—Sé que hay algunos prisioneros japoneses en el Pacífico.
—¿Dónde consiguió usted esa información?
—Rumores, capitán Yoshima. Usted sabe cómo sucede eso. Obviamente no es digno preguntarlo. Como tampoco debe serlo que las flotas japonesas ya no estén en el mar, o que el Japón sea bombardeado, o que los norteamericanos hayan conquistado Guadalcanal, Guam, Rabaul y Okinawa, y que estén actualmente disponiéndose para un ataque al continente japonés...
—«¡Mentiras!»
La mano de Yoshima sacó dos centímetros y medio de su funda la espada samurai que colgaba de su cinto.
—¡Mentiras! El ejército imperial japonés está ganando la guerra y pronto habrá dominado Australia y América. Nueva Guinea está en nuestras manos y nos aproximamos a Sydney.
—I Naturalmente!
Smeldy-Taylor dio la espalda a Yoshima y miró a su alrededor en el barracón. Rostros blancos le devolvieron la mirada.
—Todos fuera, por favor —dijo quedamente.
Su orden fue obedecida en silencio.
Cuando el barracón estuvo vacío, se volvió a Yoshima.
—Por favor, efectúe su registro.
—¿Y si encuentro la radio?
—Eso está en manos de Dios.
Repentinamente, Smedly-Taylor sintió el peso de sus cincuenta y cuatro años. Se estremeció bajo la responsabilidad de su carga, pues, si bien estaba contento de servir, y de estar allí en un momento de necesidad, y contento de cumplir con su deber, ahora tenía que encontrar a un traidor. Semejante hombre merecía morir, igual que Daven moriría si se hallaba la radío. «Dios quiera que no la encuentre —pensó desesperadamente—, es nuestro único eslabón con la cordura. Si hay Dios en el cielo, que no la encuentre. ¡Piedad!»
Smedly-Taylor consideraba que Yoshima tenía razón en una cosa. Él no careció de valor para morir como un soldado en el campo de batalla o en la retirada, pero el recuerdo de los sucesos era como un cáncer en su alma. El recuerdo de la codicia, del poder lujurioso, y de las chapucerías que provocaron el derrumbe del Este y cientos de miles de muertes inútiles.
No obstante, de haber muerto, ¿qué hubiera sido de su amada Maisie, de sus hijos John, Lancer y Percy, que servían en las Fuerzas Aéreas, y de su hija Trudi, casada tan joven, en estado y ya viuda? La sola idea de no volverles a ver, ni tocarles, o sentir el calor de nuevo, puso estremecimientos en su corazón.
—Eso está en manos de Dios —repitió otra vez, pero, como él, las palabras eran viejas y muy tristes.
Yoshima dio órdenes a cuatro guardianes, que retiraron las literas a los rincones del barracón e hicieron un claro. Entonces arrastraron la litera de Daven al espacio libre. Yoshima se acercó a ella y empezó a mirar los travesanos y las burdas tablas inferiores. Su investigación era meticulosa. Smedly-Taylor advirtió de repente que le favorecía el hecho de que los japoneses conocieran ya el lugar donde permanecía oculta. Recordó la noche, hacía meses, que vinieron a él. «Es responsabilidad de ustedes. Si les cogen será el final. No puedo hacer nada para ayudarles... nada —había dicho a Daven y Cox—. Si se descubre la radio, procuren no implicar a los demás. Resistan durante algún tiempo. Luego digan que "yo" autoricé la instalación, que yo les ordené hacerla.» Después los despidió y bendijo a su modo y les deseó suerte. Y allí estaban todos empapados de mala suerte. Esperó impaciente a que Yoshima empezara a trabajar en el madero, odiando aquella agonía del gato y el ratón. Le era dable percibir la corriente de desesperación de los hombres en el exterior, pero nada podía hacer sino esperar.
Finalmente, Yoshima también se cansó del juego. El hedor del barracón le molestaba. Caminó hacia la litera para realizar una investigación a fondo. La estudió, pero sus ojos no encontraron los cortes. La examinó de más cerca y pasó sus largos y sensitivos dedos por la madera. No encontró nada.
Pensó que tal vez el informe había sido falso. Si bien resultaba improbable, pues aún no había pagado al traidor,
Gruñó una orden y un guardián coreano sacó su bayoneta. Se la dio.
Yoshima golpeó el tablero y escuchó el clásico ruido a hueco. ¡Ahora la tenía! Volvió a golpear. Otra vez sonó a hueco. Pero era incapaz de encontrar las grietas. Enojado clavó la bayoneta en la madera. La tapa saltó.
—¡Ya está!
Yoshima sintióse orgulloso de haber hallado la radio. Su general estaría contento. Seguro que le asignaría el mando de una unidad de combate por negarse a pagar a traidores.
Smedly-Taylor se maravilló de la ingenuidad del escondite y de la paciencia del hombre que lo hizo. «Debo recomendar a Daven —pensó—. Es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber. Lo recomendaré.»
—¿A quién pertenece esta litera? —preguntó Yoshima.
Smedly-Taylor se encogió de hombros y siguió simulando, luego se dirigió al exterior para averiguarlo.
Yoshima lamentó de veras que Daven tuviera sólo una pierna.
—¿Quiere un cigarrillo? —le ofreció el paquete de «Kooas».
—Gracias.
Daven aceptó el cigarrillo y que se lo encendiera, pero no gozó el sabor del tabaco.
—¿Cómo se llama? —preguntó Yoshima.
—Capitán Daven, Infantería.
—¿Cómo perdió usted su pierna, capitán Daven?
—Fui..., fui tocado por una mina. En Johore, en la parte norte de la batalla.
—¿Hizo usted la radio?
—Sí.
Smedly-Taylor rechazó su sentimiento de temor.
—Ordené al capitán Daven que la hiciera. Es responsabilidad mía. Seguía mis instrucciones.
Yoshima miró a Daven.
—¿Es verdad eso?
—No.
—¿Quién más sabe lo de la radio?
—Nadie. Fue idea mía, y yo la hice. Solo.
—Por favor, siéntese, capitán.
Yoshima miró despreciativamente a Cox, que se hallaba sentado y sollozaba de horror.
—¿Cómo se llama?
—Capitán Cox —dijo Daven.
—Mírele. Resulta despreciable.
Daven tiró el cigarrillo.
—Yo tengo tanto miedo como él.
—Usted lo domina. Usted tiene valor.
—Yo tengo más miedo que él.
Daven se esforzó en llegar hasta Cox, y se sentó con dificultad a su lado.
—Todo va bien, Cox, viejo —dijo compasivo, poniendo su mano sobre su hombro—. Todo va bien.
Entonces levantó la vista hacia Yoshima.
—Cox ganó la Cruz Militar en Dunquerque antes de cumplir los veinte años. Él es otro hombre ahora. El hombre que ustedes, bastardos, han construido en tres años.
Yoshima sofocó su deseo de golpear a Daven. Delante de un «hombre», aunque fuese un enemigo, exigía un código. Se volvió hacia Smedly-Taylor y le ordenó que separara los seis hombres de las literas más próximas a las de Daven, y que los demás esperaran formados, bajo vigilancia, hasta nueva orden.
Los seis quedaron en pie ante Yoshima. Sólo Spence sabía lo de la radio, pero él, igual que los demás, lo negó.
—Recojan las literas y síganme.
Daven cogió su muleta y Yoshima le ayudó a ponerse de pie.
—Gracias.
—¿Quiere otro cigarrillo?
—No, gracias.
Yoshima vaciló.
—Me sentiría honrado si usted aceptara el paquete.
Daven se encogió de hombros y lo tomó. Fue a su rincón y se agachó para coger su pierna de hierro.
Yoshima dio una orden, y uno de los guardianes coreanos alzó la pierna y ayudó a Daven a sentarse.
Sus dedos eran firmes cuando se la colocaba; luego se puso de pie, cogió sus muletas y las miró un momento. Finalmente las tiró a un rincón.
Se acercó a la litera y miró la radio.
—Estoy muy orgulloso de ella —dijo.
Después de saludar a Smedly-Taylor, se encaminó al exterior.
Una pequeña procesión desfiló en medio del silencio de Changi. Yoshima la conducía, y cronometraba la velocidad de la marcha según el paso de Daven. Detrás iba Smedly-Taylor seguido de Cox, anegado en lágrimas e indiferente a ellas. Los otros dos guardianes custodiaron a los hombres del barracón dieciséis.
Esperaron once horas.
Smedly-Taylor regresó con los seis oficiales seleccionados.
Daven y Cox no volvieron. Se quedaron en el cuartel de los guardianes hasta el día siguiente, que serían trasladados a Outram Road.
Los otros que aguardaban formados fueron despedidos.
Marlowe tenía dolor de cabeza debido a la insolación. Fue dando trompicones hasta el barracón, y después de una ducha, Larkin y Mac le hicieron masajes en la cabeza y le dieron alimento. Cuando acabaron, Larkin salió y se sentó al lado de la carretera, Marlowe lo hizo de cuclillas en el umbral sin puerta, y de espaldas a la estancia.
La noche se cernía sobre el horizonte. Había una inmensa soledad en Changi y los hombres que caminaban arriba y abajo parecían más que perdidos.
Mac bostezó.
—Me voy dentro. Me acostaré temprano.
—Conforme, Mac.
Mac dispuso la mosquitera sobre su cama y la sujetó por debajo del colchón. Se enrolló un trapo alrededor de la frente para protegerse del sudor, y luego, sacó la cantimplora de Marlowe de su funda de fieltro, y abrió la falsa base. Separó la cubierta de la base de su propia cantimplora, y, cuidadosamente, puso una encima de otra. Dentro de cada una de ellas había un enredo de alambres, condensadores y tubos.
De la cantimplora superior extrajo con el mismo cuidado un enchufe de seis bornes con su completo de alambres y lo acopló diestramente en la cantimplora del medio, que era la de Larkin. Luego conectó otro de cuatro bornes de esta cantimplora al casquete de la última.
Sus manos temblaban y sus rodillas se estremecían, pues hacerlo a media luz, tendido sobre un codo para ocultar las cantimploras con su cuerpo, resultaba muy penoso.
La noche se enseñoreó del firmamento, empeorando la dificultad. Los mosquitos empezaron sus ataques.
Cuando las cantimploras estuvieron unidas, Mac distendió su espalda dolorida y secó sus húmedas manos. Luego cogió el auricular de su escondite en la cantimplora superior y comprobó las conexiones para asegurarse de que eran perfectas. Toda la parte alámbrica se hallaba también en la cantimplora superior. La desenroscó y comprobó que las agujas seguía bien soldadas. Una vez más secó su sudor, y, rápidamente, revisó las conexiones, pensando mientras lo hacía que, aparentemente, la radio seguía tan nueva y limpia como cuando la acabó secretamente en Java, mientras Larkin y Marlowe vigilaban, hacía dos años.
Habían necesitado seis meses para diseñarla y construirla.
Sólo pudo usar la mitad inferior de cada recipiente, pues la parte superior debía de contener agua. Así, no sólo tuvo que comprimir la radio en tres diminutas y rígidas unidades, sino que hubo de montar las unidades en envases sin fugas, y soldarlas.
Los tres habían conservado sus cantimploras durante dieciocho meses, en previsión de un día como aquél.
Mac se puso de rodillas y conectó dos agujas a los cables de la luz que pendía del techo. Entonces se aclaró la garganta.
Marlowe se levantó para comprobar que nadie estuviera cerca. Rápidamente, aflojó la bombilla y encendió el interruptor. Luego se fue otra vez al portal y montó guardia. Vio que Larkin seguía en su sitio guardando el otro lado e hizo la señal de todo despejado.
Mac dio el volumen, cogió el auricular y escuchó.
Los segundos se volvieron minutos. Marlowe, alarmado, daba vueltas alrededor de la puerta, mientras oía gemir a Mac.
—¿Qué pasa Mac?
Éste sacó la cabeza de la mosquitera, con el rostro ceniciento.
—No funciona —dijo—. La maldita no funciona.
Seis días más tarde Max arrinconó una rata en el barracón norteamericano.
—Mira la hija de perra —dijo Rey—. ¡Es la rata más grande que jamás he visto!
Todos la rodearon. Max tenía una escoba de bambú en la mano. Tex un palo de
baseball
, Marlowe otra escoba, y los demás palos y cuchillos.
Sólo Rey permanecía desarmado, pero sus ojos miraban la rata, presto a quitarse de su camino. Estaba en su rincón charlando con Marlowe, cuando Max empezó a gritar. Esto sucedió inmediatamente después del desayuno.
—¡Vigilad fuera! —gritó al prever que la rata buscaría la libertad.
Max le atizó salvajemente, pero erró. Otra escoba le dio un golpe que la hizo volverse de espaldas un momento. La rata giró rápidamente, corrió hacia el otro rincón y regresó; siseaba, escupía y mostraba sus dientes de aguja.