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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (11 page)

BOOK: Rey de las ratas
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El pensamiento de que él, Dave Daven, era el primero del campo en enterarse de los sucesos le enorgullecía sobremanera, como haber sido el único capaz de realizarlo, pese a su pierna. En cualquier momento oiría que la guerra había terminado. No precisamente la europea, sino la suya: la guerra del Pacífico. Indiscutiblemente que el campo estuviera en contacto con el exterior era obra suya. El horror, el sudor y el dolor de cabeza estaban justificados. Además de él, sólo Spence, Cox, Peter Marlowe y dos coroneles ingleses sabían dónde se encontraba la radio. Pero esto lo aceptaban todos como una medida de seguridad ineludible pues cuantos menos lo supiesen menor era el peligro.

Naturalmente que había peligro. No todos los ojos gozaban de una confianza absoluta. La posibilidad de que hubiera informadores, o que se produjera alguna indiscreción involuntaria, no se descartaba.

Cuando Daven regresó al umbral, Peter Marlowe ya estaba en su litera. Vio a Cox sentado en los peldaños más alejados, pero eso era lo corriente, pues los centinelas no debían de retirarse al mismo tiempo. Su muñón empezó a dolerle furiosamente, en realidad no era el muñón, sino el pie que le faltaba. Una vez acostado, cerró los ojos y rezó. Siempre lo hacía antes de dormirse. El sueño tardaba en acudir a su cita, pero no el vivido cuadro del anciano Tom Cotton, el australiano, que fue descubierto con la otra radio y llevado a la cárcel de Outram Road. No obstante, ya dormido, no era Tom Cotton quien iba entre guardias, sino «él», quien lleno de terror, caminaba entre ellos.

—¡Oh, Señor! —susurró Daven en la profundidad de su pensamiento—. Dame la paz de Tu valor. Estoy asustado y soy muy cobarde.

Rey hacía la cosa que más le gustaba en el mundo: contar un montón de billetes flamantes, beneficio de una venta.

Turasan aguantaba cortésmente su linterna, con el destello amortiguado hacia la mesa. Estaban en la «tienda», como Rey la denominaba, fuera de su barracón. En aquel momento, del toldo caía otra lona que llegaba hasta el suelo, ocultando la mesa y los bancos de la posible curiosidad de otros ojos. La prohibición de que los guardias y prisioneros negociasen era una orden de los japoneses, y, por lo tanto, ley en el campo.

Rey hacía gala de modales de digno traficante al contar el dinero con el ceño fruncido.


Okay
—dijo, y suspiró después del billete número quinientos—.
¡Ichi-bon!

Turasan asintió. Era un hombrecillo con cara de luna y boca llena de dientes de oro. Su fusil aparecía apoyado contra la pared del barracón detrás de él. Recogió la pluma estilográfica «Parker» y la volvió a examinar cuidadosamente. El punto blanco estaba allí. La plumilla era de oro. Acercó la pluma a la amortiguada luz y se esforzó una vez más en asegurarse de que constaba en ella la inscripción «catorce quilates».


Ichi-bon
—gruñó al fin, y aspiró por entre sus dientes.

Él también puso cara de buen traficante y ocultó su placer. Por quinientos dólares japoneses la pluma era una adquisición muy buena, que, fácilmente, podía proporcionarle el doble vendida a los chinos de Singapur.

—Tu condenado
ichi-bon
comercial —dijo Rey hoscamente—. La próxima semana
ichi-bon
quizá sea un reloj. Pero yo no hago negocio, no hago
wong.

—Demasiado
wong
—contestó Turasan, moviendo la cabeza hacia el fajo de billetes—. ¿Pronto el reloj?

—Puede.

Turasan ofreció sus cigarrillos. Rey aceptó uno y dejó que su interlocutor se lo encendiera. Luego el coreano aspiró por última vez y mostró su sonrisa de oro. Se puso el fusil al hombro, e, inclinándose, cortesmente, desapareció en la noche.

Rey parecía contento mientras terminaba de fumar. «Un buen trabajo nocturno», pensó. Cincuenta dólares por la pluma, ciento cincuenta para el hombre que simuló el punto blanco y grabó la plumilla y trescientos de beneficio. Que el color de la plumilla palideciera al cabo de una semana, no le preocupaba en absoluto. Para entonces, Turasan la habría vendido ya a un chino.

Rey entró a su barracón por la ventana.

—Gracias, Max —dijo quedamente, pues la mayoría de sus compatriotas estaban dormidos—. Tenga. —Le dio dos billetes de diez dólares—. Dé el otro a Dino.

Generalmente no pagaba con tanta largueza a sus hombres por un trabajo tan corto. Pero aquella noche se sentía generoso.

—Gracias.

Max salió fuera e indicó a Dino que ya podía descansar, y le entregó el billete de diez dólares.

Rey puso la cafetera en el hornillo. Se desnudó, colgando sus pantalones, y el resto de las prendas las dejó en el saco de la ropa sucia. Después se deslizó debajo de su mosquitera.

Mientras esperaba que hirviese el agua repasó los sucesos del día. Primero el «Ronson». Había pagado al comandante Berry quinientos cincuenta dólares menos cincuenta y cinco que era su diez por ciento de comisión. Después pudo registrarlo ante el capitán Brough como «una ganancia en el póquer». Por lo menos valía novecientos, luego, indiscutiblemente, era un buen negocio. La inflación aumentaba sin cesar, no obstante, él pagaba el menor precio posible.

La empresa del tabaco, después de una conferencia de venta, era otra realidad de resultados positivos. Los norteamericanos se le ofrecieron como vendedores, y los australianos e ingleses no pudieron ocultar su envidia, cosa muy natural. Lo importante era que ya disponía de veinte libras de tabaco de Java, comprado a Ah Lee, el chico propietario del almacén del campo, con un descuento. Una cocina australiana estaba dispuesta a destinar uno de sus hornos, durante una hora diaria, a preparar una partida de tabaco bajo la supervisión de Tex. Los vendedores trabajarían al tanto por ciento, y su misión quedaba reducida a recaudar los beneficios. El negocio lo había planeado de tal modo, que su ganancia prevista sería de un ciento por ciento.

Con esta operación en marcha, podía dedicarse al asunto del diamante...

El siseo de la cafetera interrumpió sus pensamientos. Se deslizó por debajo de la mosquitera y abrió la caja negra. Puso tres cucharadas de café en el agua y añadió una pizca de sal. Tan pronto empezó a subir, lo apartó del hornillo.

El aroma del café se esparció por el barracón, molestando a los hombres aún despiertos.

—¡Dios mío! —dijo Max involuntariamente.

—¿Qué pasa, Max? —preguntó—. ¿No puede dormir?

—No. Tengo demasiado llena la mente..., pienso que podemos hacer un formidable negocio con el tabaco.

Tex se movió inquieto, martirizado por el aroma.

—Ese olor me recuerda una quimera.

—¿Quiere un poco?

No fue preciso que repitiera la invitación. Rey se sirvió una segunda taza y llenó media para Tex.

—¿Quiere, Max?

Éste obtuvo otra ración que se bebió rápidamente,

—Buenas noches, muchachos.

Rey volvió a deslizarse entre los pliegues de la mosquitera y se aseguró de que estuviera bien sujeta debajo del colchón. Luego, satisfecho, se cubrió con la sábana. Max añadió agua al poso del café y lo dejó al lado de su litera, para hervirlo después del desayuno. A Rey no le gustaba su sabor amargo, si bien los muchachos decían que estaba bueno. Si a Max le agradaba, estupendo. Él no opinaba en gustos ajenos.

Cerró los ojos y el diamante acaparó todos sus pensamientos. Al fin sabía quién era su dueño y la manera de conseguirlo. La suerte quiso depararle la oportunidad de conocer a Marlowe para que el complicado negocio pudiera efectuarse.

«Una vez se conoce a un hombre —pensó Rey—, se descubre su talón de Aquiles. Entonces es fácil jugar con él, y hacer que secunde los planes de uno.»

El recuerdo de la charla que sostuviera con Marlowe después de la llamada a filas del atardecer, le hizo gozar el calor de la esperanza que se extendía por todo su ser.

—Nada sucede en este piojoso lugar —había dicho Rey, mientras se hallaban sentados en el umbral del barracón bajo un firmamento sin luna.

—Cierto —contestó Marlowe—. Esto enferma. Un día se parece a otro cualquiera.

Rey asintió y aplastó un mosquito.

—Conozco a un tipo con más excitación de la que puede digerir.

—¿Qué hace?

—Escucha la radio todas las noches.

—¡Dios Santo! Se busca un lío. ¡Debe de estar loco!

Pero Rey había advertido ya el centelleo de sus ojos. Pese a ello, no contestó.

—¿Por qué lo hace?

—La mayoría de las veces sólo por gusto.

—¿Quiere decir que le gusta excitarse?

Rey asintió.

Marlowe silbó suavemente.

—No creo que yo fuera capaz.

—También suele ir al poblado.

Marlowe reprodujo en su mente el poblado que existía en la costa a cinco kilómetros de distancia. Recordó la vez que subiera a la celda más alta de la cárcel, para, a través de una diminuta ventana enrejada, ver el panorama de la jungla y del poblado, junto a la costa. Había barcas de pesca y buques de guerra enemigos —grandes y pequeños— fondeados como islas en el vasto mar. Fascinado, recreó sus ojos en la contemplación del océano tan próximo, hasta que sus manos y brazos se rindieron por el peso de su cuerpo, al permanecer colgado de las barras. Descansó un rato y quiso mirar otra vez. Pero no lo hizo. Aquella visión era excesivamente dolorosa. Siempre había vivido cerca del mar, y, lejos de él, su corazón se atormentaba en el recuerdo.

—Es muy peligroso confiar en un pueblo entero —dijo Marlowe.

—No si uno conoce a sus gentes.

—Eso es cierto. ¿Ese hombre, realmente, va al poblado?

—Eso me dijo.

—No creo que ni Suliman se arriesgara a eso.

—¿Quién?

—Suliman. El malayo con el cual hablaba esta tarde.

—Pero era hace un mes —dijo Rey.

—Desde luego.

—¿Qué demonios hace un tipo como Suliman en este estercolero? ¿Por qué no se marchó cuando acabó la guerra?

—Lo cogieron en Java. Suliman trabajaba en la plantación de Mac. Mac pertenece a mi grupo. Pues bien, el batallón de Mac, del regimiento malayo, salió de Singapur con destino a Java. Cuando terminó la guerra, Suliman tuvo que quedarse en el batallón.

—Pero pudo fingirse desaparecido. Hay millones de ellos en Java.

—Los javaneses le hubieran reconocido instantáneamente, y quizá le hubieran cogido.

—¿Y qué me dice de la copropiedad? Usted sabe el lema: «Asia para los asiáticos.»

—Temo que eso no signifique mucho. Al menos no para los javaneses, a no ser que obedezcan.

—¿Qué quiere usted decir?

—En otoño de 1942 yo estaba en un campo, precisamente fuera de Bandung —explicó Marlowe—, allá en las montañas de Java, en el centro de la isla. En aquel tiempo había con nosotros muchos malayos, y javaneses, hombres que servían en el ejército holandés. En el campo trataban con dureza a los javaneses. Muchos de ellos procedían de Bandung, y sus esposas e hijos vivían al otro lado de la alambrada. Durante algún tiempo pudieron deslizarse y pasar la noche fuera, para regresar antes del amanecer. El campo estaba poco vigilado y por lo tanto era fácil, si bien resultaba muy peligroso para los europeos, pues los javaneses los llevaban a los japoneses y eso suponía la muerte.

»Un día los japoneses dijeron que todo aquel que fuera encontrado en el exterior sería fusilado. Naturalmente, los javaneses pensaron que la orden era para todos excepto para ellos, pues les habían dicho que en un par de semanas los liberarían. Una mañana cogieron a siete javaneses. Al día siguiente nos mandaron formar. Los javaneses fueron puestos cara al muro y fusilados. Los siete cuerpo recibieron sepultura con honores militares después que se desplomaron. Luego los japoneses hicieron un pequeño jardín alrededor de las tumbas, plantaron flores y colocaron una diminuta valla de cuerda a su alrededor. También pusieron un letrero en malayo, japonés e inglés, que decía: «Estos hombres murieron por su patria.»

—¿Bromea usted?

—De ningún modo. Lo más curioso es que pusieron una guardia de honor junto a las tumbas. Después de aquello, los soldados y los oficiales japoneses que pasaban frente al «sepulcro» saludaban. Desde entonces los prisioneros tenían que inclinarse cuando divisaban a lo lejos a un soldado japonés. Si no lo hacían, les esperaba la boca de un fusil aplicada a la cabeza.

—Eso no tiene sentido. Me refiero al jardín y al saludo.

—Lo tiene para ellos. Así es la mente oriental. Para ellos, es de completo sentido común.

—Indiscutiblemente no lo es. ¡En absoluto!

—Por eso no me gustan —dijo Marlowe pensativo—. Les temo. Uno no sabe nunca cómo son. No reaccionan del modo que debieran.

—Ignoro todo eso. Pero sí sé que conocen el valor de un dólar y que la mayoría de las veces se puede confiar en ellos.

—¿Se refiere usted a los negocios? —Marlowe rió—. Yo tampoco sé nada de eso. Ahora bien, en cuanto a su condición humana..., voy a contarle otro caso que viví.

»En otro campo —en Java nos trasladaban con frecuencia, no era como aquí, en Singapur—, ocurrió algo parecido a lo de Bandung. Había allí un guardián japonés que era uno de los mejores. No trataba a los prisioneros como la mayoría de ellos. Bien, este hombre, a quien llamábamos Sunny, porque sonreía de continuo, amaba a los perros. Siempre iba acompañado de media docena cuando paseaba por el campo. Su favorito era un perro pastor, mejor dicho una perra.

»Tuvo un puñado de cachorros, los más lindos que jamás he visto. Sunny pareció convertirse en el más eficaz japonés del mundo. El hombre adiestraba los cachorros, y reía y jugaba con ellos. Cuando supieron andar, empezó a sacarlos de paseo por el campo, sujetos a una cuerda. Un día uno de ellos se sentó. Ya sabe cómo son los cachorrillos, se cansan y se sientan. Sunny tiró flojamente de él un rato, y, luego, dio un verdadero tirón. El cachorro gruñó, pero fijó sus patas.

Marlowe se detuvo y lió un cigarrillo. Continuó:

—Sunny tiró fuertemente e hizo que el cachorro girara alrededor de su cabeza, en el extremo de la cuerda. Daría unas doce vueltas riendo como si se tratara del chiste más gracioso del mundo. Entonces, mientras el cachorro chillaba, soltó la cuerda. El animal ascendió un metro y medio en el aire. Luego cayó sobre el suelo, endurecido como el hierro y reventó como un tomate maduro.

—¡Bastardo!

Después de una pausa, Marlowe añadió:

—Sunny se acercó al cachorro. Lo miró y estalló en sollozos. Uno de nuestros compañeros lo enterró, mientras Sunny se consumía de dolor. Cuando estuvo alisada la tumba, se secó las lágrimas y dio al hombre un paquete de cigarrillos, le maldijo durante cinco minutos, y, furioso, le golpeó con la culata de su fusil, luego se inclinó sobre la tumba y después, ante el hombre que había golpeado. Finalmente se marchó destellando felicidad con los otros cachorros y perros.

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