Retrato en sangre (68 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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—Excepto quizá la c-c-onfianza del doctor Jeffers —tartamudeó Wasserman.

Aquello logró que todos hicieran una pausa.

—¿Y qué ganamos nosotros? —preguntó Miller.

—Nada tangible. Sabrán un poco más. La información siempre vale mucho.

Miller lanzó un bufido.

—Es usted como todos los polis, aunque no esté equipada como es debido. Quiere obtener algo a cambio de nada.

La detective Barren no respondió.

—Mire —dijo Parker—, si la ayudamos un poco, ¿nos promete que al doctor Jeffers no le va a pasar nada? Quiero decir legalmente, no sólo en el aspecto físico.

—El doctor Jeffers no es el objeto de mi investigación —repuso la detective Barren—. Pero él conoce a la persona que sí lo es. Y lo que quiero es evitar que se meta en más problemas. ¿Le basta con eso?

—No me fío de los polis —dijo Miller.

—Bueno, ¿y corre peligro el doctor Jeffers? —inquirió Bryan.

Pude que sí. Puede que no. La detective Barren no lo sabía. De modo que mintió.

—Sí. Sin duda alguna. Pero él no lo sabe.

Aquello provocó nuevos murmullos entre los presentes.

—Voy a decirle una cosa —propuso Knight—. Usted nos dice en qué consiste el trato, quién es ese colega peligroso, y nosotros decidimos si la podemos ayudar o no.

La detective Barren se encogió de hombros. Sabía que si quería extraer alguna información al grupo tenía que mantener viva la conversación. Si se ponía a la defensiva, ellos harían lo mismo.

Respiró hondo y contestó:

—Es su hermano.

Se produjo un instante de silencio, y a continuación Steele empezó a lanzar silbidos y batir palmas. Saltó de su asiento y se puso a bailotear.

—Lo sabía, lo sabía. ¡A pagar! ¡A pagar! Tú, Bryan, dos paquetes de tabaco. Tú, Miller, tres paquetes. Todos los imbéciles que habéis apostado contra mí… ¡Os dije que era un familiar! ¡Tenía que serlo! ¡Hala, a pagar todos!

La detective Barren vio que los miembros del grupo gruñían entre sí.

—Y bien —exigió—, ¿adónde se ha ido?

—N-n-no lo dijo —respondió Wasserman.

—No fue nada concreto —intervino Weingarten—. Lo único que dijo fue que ese tipo, sin mencionar el nombre, era peor que nosotros. Dijo que estaba visitando recuerdos. No creo que nosotros le dijéramos gran cosa que pudiera ayudarlo.

—Sí, excepto que de repente va y se las pira. —El que habló fue Parker.

—En cualquier caso lo tenía todo muy revuelto —refunfuñó Miller—. No estaba seguro de cuál era el recuerdo que andaba buscando. Tuvimos que aclarárselo nosotros. Le dijimos que buscase el recuerdo peor, porque ése sería el mejor para un tipo como nosotros.

—¿Qué le dijeron exactamente? —La detective Barren se inclinó hacia delante.

—Mierda, vete tú a saber. Dijimos muchas cosas.

—Sí, pero entre ellas hubo una que le hizo acordarse de algo.

Todos los presentes volvieron a hablar unos con otros.

—Dijimos muchas cosas —insistió Miller.

—¡Venga, maldita sea! ¿Qué dijeron?

—Quería saber qué ocurrió para que nosotros nos sintiéramos libres, ya sabe, libres para hacer lo que se nos antojara.

—¿Qué?

—Nos preguntó qué fue lo que nos hizo empezar. Ya sabe, el chispazo que nos hizo arrancar.

La detective Barren respiró hondo. Aquello le resultó perfectamente lógico. El había exigido la llave. Y ellos se la habían entregado.

—¿Y qué dijeron? ¿Qué fue, exactamente?

Los presentes la miraron irritados. Ella percibió la intensidad del odio que sentían hacia ella, no meramente como policía, sino también como mujer. Les sostuvo la mirada con toda la intensidad que pudo encontrar en su interior.

El silencio reinante era como el aceite, se extendía por todas partes.

Sintió deseos de chillar.

«Díganmelo —gritó mentalmente—. ¡Díganmelo!»

—Yo lo sé —dijo una voz grave desde el fondo de la sala. Era Pope.

La detective Barren se inclinó hacia delante y lo miró a los ojos. «He aquí, pensó para sus adentros, un hombre verdaderamente terrorífico.»

De pronto tuvo una visión horrible de aquel individuo haciendo presa en ella y desgarrándole la ropa. Le gustaría saber cuántas mujeres habían tenido aquella pesadilla en la realidad.

—Yo sé lo que dije. Y eso le recordó algo.

—¿Qué?

Pope calló unos momentos. Después se alzó de hombros.

—Espero que muera todo el mundo —dijo en voz baja. Miró a la detective Barren—. Dije: busque una muerte o una separación. Esto siempre empieza con lo uno o con lo otro. En ocasiones son una misma cosa.

La detective se reclinó en su silla. «Una separación —pensó—. Nosotros hemos ido allí, a New Hampshire.»

—¿Eso fue todo? —preguntó. Ocultó la sensación de derrota en el tono de voz.

—Eso fue todo. Después se levantó y se largó.

—Pe… pe… perdone, de… de… detective…

Ella miró fijamente al tartamudo. Se preguntó cuántas muertes habría esparcidas por aquella sala. Cuántas vidas destrozadas. Sintió un escalofrío interior.

«Una muerte pensó—; una vida destrozada.»

Esa idea que tomando forma poco a poco, como un ciclón a lo lejos, pero aumentando de potencia y de peso a cada segundo que pasaba. Notó que se sonrojaba, como si la temperatura de la sala se hubiera incrementado de repente, y le vinieron a la cabeza dos frases que había pronunciado Martin Jeffers de paso unos días antes: «Ese cabrón ni siquiera nos dio su apellido… y murió, en un accidente.»

Apoyó la mano en la frente como si quisiera comprobar si tenía fiebre. Observó los ojos brillantes de los hombres que la rodeaban. Entonces se puso en pie, sin darse cuenta de que estaba repitiendo lo mismo que había hecho Martin Jeffers.

—Gracias —les dijo—. Me han sido de gran ayuda.

«Ya lo sé. Ya lo sé.»

Quizá, quizá, quizá. Al menos es un sitio por el que empezar.

Visualizó el ajado periódico que guardaba Martin Jeffers en aquella caja bajo la cama.

«¡Ve! —gritó una voz dentro de ella—. ¡Ve! ¡Te dirá adonde se ha ido!» Sólo gastó un momento en reprenderse a sí misma por no haber caído en algo que era obvio la primera vez que allanó el apartamento de Martin Jeffers.

«En esta ocasión —se dijo—, ya sabes lo que estás buscando.»

Dio media vuelta y dejó al grupo murmurando a su espalda.

Salió del hospital con tanta prisa, que los tacones de sus zapatos sonaron igual que una ametralladora a ritmo
staccato
.

XIV
En tierra de nadie
19

Holt Overholser, de sesenta y tres años de edad, jefe del cuerpo de policía de West Tisbury y único miembro permanente del mismo durante todo el año, manoseaba los papeles de su mesa quejándose para sus adentros del flujo de veraneantes que todos los años pagaban su sueldo, pero que también se negaban a obedecer las señales de limitación de la velocidad y se empeñaban eternamente en arrojar la basura en el vertedero del pueblo en los días en que éste se encontraba cerrado oficialmente. Había pasado una buena parte de la tarde ocupado con el radar, multando vehículos. Los encargados municipales habían colocado una señal de prohibido circular a más de veinticinco kilómetros por hora a ochocientos metros del centro urbano, sabedores de que nadie iba a frenar tanto por lo menos hasta que hubieran rebasado la iglesia presbiteriana. Allí fue donde aparcó Holt y donde se dedicó a hacer parar a uno de cada dos coches y poner al conductor una multa de veinticinco dólares por exceso de velocidad, la cual había tenido la previsión de rellenar por adelantado.

Aquello se había convertido en una importante fuente de ingresos para el pueblo; los encargados del ayuntamiento estaban contentos, y Holt también. El año anterior habían recaudado lo suficiente para que él pudiera comprarse un Ford Bronco con tracción a las cuatro ruedas y el equipamiento especial para la policía. Este año pensaba comprarse uno de esos radiotransmisores que se llevan en el cinturón, con el micrófono sujeto al hombro, como los que usaban a veces en
Canción triste de Hill Street
. Aquélla era la serie favorita de Holt, y una buena parte de su entrenamiento como policía la había adquirido viendo religiosamente esa y otras series de televisión que se remontaban hasta la época de
La patrulla de caminos
. Cada vez que apagaba la radio decía: «Veinte cincuenta llamando a jefatura», con el mismo acento áspero que había hecho famoso a Broderick Crawford. Le gustaría saber si emitirían alguna serie buena de policías en la próxima temporada televisiva, pero lo dudaba; los polis parecían haber perdido otra vez el favor del público, y era posible que pasaran un par de años antes de que la televisión probara algo nuevo. Porque no podía contar
Corrupción en Miami
como serie de policías.

Holt pasó las páginas del bloc de multas para cerciorarse de que todo fuera legible antes de enviarlo a la oficina del secretario del ayuntamiento. Había puesto cuarenta y siete multas en cuatro intensas horas. Aquello suponía tres por debajo de su récord, pensó con cierta tristeza. Pero el Día del Trabajo estaba ya al caer, y no le cabía duda de que no sólo iba a batir su récord, sino que además iba a hacerlo pedazos.

Se estiró y miró por la ventana del pequeño despacho. La oscuridad se había insinuado sobre aquella noche de finales de verano. Lo único que quedaba del día era un resplandor rojizo al oeste que iba desapareciendo rápidamente. Holt no había viajado nunca en esa dirección más allá de la casa de su hermana, en Albany, con ocasión de la festividad de Acción de Gracias, pero leía con avidez, sobre todo novelas y libros de viajes, y anhelaba ir. Le gustaba imaginarse a sí mismo como alguien que da un salto atrás hacia otra era, la del Salvaje Oeste; se veía como un pacificador de una localidad pequeña, duro pero simpático, una persona justa pero a la que no convenía contrariar, un buen hombre al que tener al lado en una pelea.

Naturalmente, no había tenido una sola pelea en los treinta y tres años que llevaba trabajando en la policía de Martha's Vineyard. Lo más a que se había enfrentado era algún que otro borracho pendenciero.

Cerró los ojos y se echó hacia atrás en su sillón. Tenía para cenar pescado azul fresco, guisado con verduras de su propio huerto. Holt se congratulaba de comer bien, algo que resultaba de la dedicación de su esposa. Se golpeó el pecho; sesenta y tres, y aún estaba fuerte como un roble, se enorgulleció. Los encargados de asuntos municipales habían intentado jubilarlo tres años atrás, pero Holt superó el examen médico de la policía estatal por delante de media docena de hombres que tenían la tercera parte de sus años, y esa evidencia convenció a los funcionarios para conservarlo en su puesto. Además, les divertía el método que empleaba Holt para sacarles unos buenos dineros a los muchachos que contrataba como ayudantes de policía para la temporada de verano. Holt era capaz de luchar con cualquiera de ellos y tumbarlos valiéndose tan sólo de la mano izquierda; cuarenta años antes había trabajado en un barco langostero de Menemsha, y la tarea de levantar cajas sin parar desde el fondo le había proporcionado una considerable fuerza física en la mitad superior del cuerpo. También había aprendido a jugar al póquer de joven, lo cual le servía ahora para complementar jugosamente sus ingresos. «Los universitarios siempre creen que saben jugar. Son meros aprendices», pensó.

Examinó el fajo de multas y decidió que podía esperar hasta el día siguiente. Así ocurría con la mayoría de las cosas, incluso en la temporada veraniega. Lanzó un bostezo y cogió con gesto de desgana la radio de policía apoyada en un extremo de la mesa.

—Central, les llama Uno, Adam, Uno, West Tisbury. Soy diez- treinta y seis de la oficina principal. Ruego me pongan en línea de urgencia, diez-cuatro.

—Hola, Holt ¿Cómo estás?

—Esto… Bien, central.

—¿Recibió Sylvia la receta que le envié?

—Afirmativo, central.

Odiaba que Lizzie Barry hiciera el turno de noche de la red de emergencias de la isla. Era mayor que él y estaba un poco senil. Nunca utilizaba la terminología apropiada.

—Uno Adam Uno, afirmativo, diez-cuatro.

—Buenas noches.

Colgó el micrófono y ya empezaba a recoger sus cosas cuando vio a la mujer que entraba por la puerta. Sonrió y le dijo:

—Justo estaba recogiendo para cerrar, señora. ¿En qué puedo ayudarla?

—Necesito ciertas indicaciones —respondió la detective Barren.

—Oh, cómo no repuso Holt mirando a la mujer de arriba abajo. A pesar de los vaqueros azules y la camisa, no parecía una turista de vacaciones. Tenía un aire de gran ciudad, y Holt olfateó que venía por trabajo. Probablemente se trataba de otra de esas malditas promotoras inmobiliarias, esa raza.

—Estoy buscando un lugar en el que hubo un accidente hace aproximadamente veinte años.

—¿Un accidente? —Holt se sentó y señaló con un gesto la silla que tenía enfrente. La solicitud le había picado la curiosidad.

—Hará unos veinte años, se ahogó en South Beach un comerciante de Nueva Jersey, propietario de una farmacia. Necesito saber dónde tuvo lugar dicho accidente.

—Bueno, South Beach se encuentra a veintisiete kilómetros de aquí, y veinte años es mucho tiempo. Tendrá que darme algún dato más.

—¿Recuerda usted el incidente?

—Señora, usted me perdonará, pero todos los veranos tenemos uno o dos ahogados. Llega un momento en que ya todos parecen iguales. Además, de eso se ocupan los guardacostas. Yo sólo me encargo del papeleo.

—Tengo la reseña que apareció en el periódico. ¿Serviría?

—No se pierde nada con verla.

Holt se inclinó hacia delante mientras Mercedes Barren extraía de su bolso el viejo ejemplar del
Vineyard Gazette
. El policía entrevió por un momento el cañón de la pistola automática, y sin pensar una reacción inteligente, dijo en un impulso:

—¿Lleva encima una arma, señora?

—Sí —contestó ella. Introdujo una mano en el bolso y sacó la placa dorada—. Debería haberme presentado. Soy la detective Mercedes Barren, de la policía de la ciudad de Miami.

Holt quedó fascinado al instante.

—Por aquí no tenemos muchas visitas que se diga de policías de ciudades importantes. ¿Está investigando un caso?

—No, no, sólo vengo a visitar a unos amigos.

—Oh —repuso Holt, desilusionado—. ¿Y por qué lleva la pistola, entonces?

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