—Esas flechas señalan las diferentes viviendas —explicó Jeffers—. Es muy rebuscado. Hay que saberse el color que lleva a la casa que uno quiere. De lo contrario termina en el lado opuesto de la charca.
Tomó el camino de la izquierda.
El constante bostezar y rebotar del coche empezaba a causar náuseas a Anne Hampton. Intentó ver algo entre las ramas de los árboles que colgaban y alcanzó a vislumbrar la luna, en lo alto del cielo.
Viajaron durante otros diez minutos. Por lo menos un kilómetro, calculó. Puede que más.
En eso, como si alguien hubiera cortado el bosque con un cuchillo, salieron de la espesura y desembocaron en una zona abierta. Jeffers apagó los faros al emerger de entre los árboles y manejó el volante despacio guiándose por la luz de la luna.
Anne Hampton vio a su derecha una amplia extensión de agua.
—Ésa es la charca —anunció Jeffers—. Aunque charca no es la palabra acertada, porque en realidad es tan grande y tan profunda como un lago. —Detuvo el coche y bajó la ventanilla—. Escucha —dijo.
—Escucho.
Anne Hampton distinguió el oleaje que rompía contra la costa, a lo lejos.
—La charca separa las casas de la playa —explicó Jeffers—. Para cruzar, nosotros teníamos que tomar un pequeño bote fueraborda o uno de remos. Había mucha gente que utilizaba pequeños veleros. También canoas, kayaks, tablas de windsurf. Bien, mira atentamente. ¿Ves aquello de allí?
Señaló la otra orilla.
—Sí, lo veo.
—Es un terreno virgen. La única persona que vive ahí es un viejo pastor de ovejas que se llama Johnson. Está loco. En sentido literal. Roba motores de embarcaciones a los veraneantes que traen barcos que a él no le gustan. Dispara con su escopeta a la gente que mete el coche en las dunas. En una ocasión fabricó una mina terrestre casera y una trampa para los niños y los turistas que intentaban usar su camino para llegar hasta la playa. Una vez, el muy cabrón me hizo salir de su propiedad a punta de escopeta. Eso sucedió hace veinte años, pero no ha cambiado un ápice. Lo expulsaron del ejército por incapacidad mental, y no ha mejorado nada. Está loco de atar, pero es un viejo isleño, así que le permiten salirse con la suya. Por supuesto, los veraneantes opinan que es un tipo pintoresco. —Jeffers hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, fue en tono furioso—. En un principio, le echarán a él la culpa de lo que vamos a hacer nosotros. —Luego señaló la continuación del sendero—. Este territorio termina en un espigón que se proyecta hacia dentro de la charca, llamado Finger Point. Por este camino, a ochocientos metros, hay una casa. Si te fijas con atención, verás apenas la línea del tejado. Es lo único que hay por aquí. La gente paga grandes sumas de dinero por disfrutar de la soledad. Sea como sea, ahí es a donde nos dirigimos nosotros.
De repente Jeffers subió la ventanilla y metió la marcha atrás. El coche retrocedió en dirección al bosque botando de forma pronunciada. A continuación giró bruscamente el volante y se metió por una pequeña senda lateral en la que ella no había reparado antes. Y por fin apagó el motor.
—Bien —dijo—. Aquí nos quedamos. Tú espera.
Jeffers fue a la parte trasera del coche y cogió el petate en que guardaba las armas. Abrió la cremallera y extrajo un par de monos de trabajo negros y otras cuantas cosas más. Se vistió uno de ellos y se metió una pistola en el cinturón. Luego volvió a cargar el rifle con un cartucho nuevo y se echó el petate a la espalda.
—Muy bien —dijo—. Sal del coche. Ella obedeció al instante—. Ponte esto.
Ella se vistió el mono negro mientras se decía que pronto formaría parte de la noche.
Jeffers elogió su aspecto.
—Bien, bien. Estás casi en tu papel. Sólo te falta esto.
Le entregó un pequeño gorro de punto. Ella lo contempló con expresión interrogante.
—¡Así! —exclamó Jeffers a punto de perder los nervios. Se acercó a Anne Hampton, agarró el gorro y se lo encajó en la cabeza. Acto seguido, con un movimiento violento, le bajó el borde y le cubrió la cara. Era un pasamontañas. Ella creyó asfixiarse bajo aquella presión. Vio que Jeffers también se tapaba la cara con el suyo.
—Cui…
—Una auténtica película de miedo —dijo él.
A continuación dio media vuelta y se alejó trotando por el camino. Ella tuvo que correr para no perderlo de vista.
La detective Mercedes Barren aguardaba impaciente en el despacho de Martin Jeffers, sufriendo por el tiempo perdido. Tenía problemas para sentarse; cada vez que descansaba en una silla experimentaba como un impulso furibundo que la recorría de arriba abajo y le recordaba que el asesino no estaba precisamente esperándola a ella en alguna parte con los pies apoyados en una mesa. «Está ahí fuera —se dijo a sí misma—, poco más que al alcance de mi mano. Ha hecho algo.»
Su cerebro estaba inundado de las imágenes que había robado en su apartamento. Hizo una mueca de disgusto y pensó: «Jamás me desharé de ellas; esas fotos estarán conmigo para siempre.» Se frotó despacio los ojos y se acordó de una charla a la que había asistido en sus primeros tiempos en la academia de policía, cuando llegó un agente del FBI con los brazos, los bolsillos y la cabeza llenos de estadísticas de delincuencia. Había empleado modelos de reloj y un tono de voz lento y monótono para demostrar con qué frecuencia tenía lugar en Estados Unidos cada robo a mano armada, cada allanamiento de morada, cada asesinato. «Son las diez de la noche —pensó—; un partido en un gueto termina en una reyerta con navajas; once de la noche, una discusión de una pareja de la zona del extrarradio concluye con un tiroteo; medianoche, Douglas Jeffers convence con buenas palabras a otra jovencita para que entre en su coche.» Le entraron ganas de coger algo y sacudirlo violentamente. Le entraron ganas de ver cómo se rompía algo y se hacía añicos. Sintió deseos de oír cómo se estrellaba algo. Pero lo único que la rodeaba era un silencio calmo, exasperante, y tuvo que consolarse paseando arriba y abajo, jugueteando con sus papeles, imaginando momentos pasados y otros que aún estaban por venir, intentando prepararse psicológicamente para una confrontación.
«Ocurrirá.»
«Y estaré preparada.»
Se imaginó a sí misma como un guerrero que se prepara para la batalla.
Recordó que Aquiles se untó el cuerpo de aceite antes de luchar con Héctor. Sabía que iba a vencer, porque era algo que estaba predestinado, pero también sabía que su propio fin se acercaba rápidamente, señalado por la victoria de aquel día. Luego desechó esa visión; Aquiles ganó, pero perdió. «Y no es eso lo que pretendes tú. Los caballeros de la Edad Media rezaban antes de una batalla implorando que la Providencia los guiara, pero tú sabes lo que tienes que hacer. No hace falta que te lo diga nadie, ni siquiera la Providencia. Por supuesto, Rolando era obstinado, no quiso soplar el cuerno y eso le costó la vida de su amigo y la suya propia, pero en cambio ganó la inmortalidad.» La detective Barren sonrió para sí: mala idea. Luego se preguntó a sí misma si en realidad era diferente. No quiso conocer la respuesta. Pensó en los rituales de los samuráis y en el baile de los espíritus de los indios de las llanuras. Una vez que el espíritu penetraba en ellos, quedaban convencidos de que las balas de los soldados a caballo los atravesarían sin más. Por desgracia, acertaron. El único problema fue que aquellas balas les robaron la vida, además, de lo cual no los había advertido nadie. Toro Sentado era viejo y sabio, y sabía esas cosas, pero luchó de todas formas.
Reflexionó si John Barren habría hecho algo especial antes de una batalla. ¿Se habría vestido con especial cuidado, igual que un atleta supersticioso que se pone siempre los mismos calcetines para no irritar al dios que guía las victorias y evita las lesiones? Imaginó que sí, John era un romántico y estaba lleno de ideas absurdas acerca de los mitos y la caballería que probablemente impregnaban incluso las aguas y los pantanos de Vietnam. Sonrió al acordarse de que cuando remitieron sus pertenencias a casa, varias semanas después de enviar lo que había quedado de él mismo, lo que hizo que se le enrojecieran los ojos y le brotaran las lágrimas fue un manoseado ejemplar de
Camelot
.
Le gustaría saber qué fue lo que John dejó de hacer el día que murió. ¿Habría algún amuleto especial que olvidó llevar consigo? ¿Cambió el orden a la hora de vestirse en algún detalle insignificante pero letal? ¿Qué hizo para alterar el delicado equilibrio de la vida?
Y también le gustaría saber si John lo supo, si lo sabía cuando iba andando bajo el sol con los ojos bien abiertos y los sentidos alerta, pero consciente en lo más recóndito de su cerebro de que había algo que no estaba bien del todo en aquel día que olía y sonaba como otro día cualquiera.
Pensó que se lo habría sacudido de encima y habría seguido andando.
Seguir andando.
Eso diría él: «Haz lo que debas hacer. Haz lo que sea correcto.»
Estiró las manos frente a sí.
Estaban serenas.
Les dio la vuelta para mirar las palmas. Secas.
«Es hora de prepararse», pensó.
A continuación cerró las manos en dos puños fuertes y sólidos.
—Elige el campo de batalla —dijo, dirigiendo sus energías mentales hacia el etéreo Douglas Jeffers—. Haz algo. Ponte en contacto con tu hermano.
Se imaginó a Martin Jeffers. Lanzó una mirada al reloj de la pared. «Está a punto de reunirse con ese maldito grupo suyo. Y yo aquí encerrada, esperando a que recuerde algo, o a que llame su hermano, o a que llegue en el correo una postal que diga: »¡Hola, me lo estoy pasando genial! ¡Ojalá estuvieras aquí!"» Se sintió invadida por un sentimiento de furia, y recorrió el despacho por enésima vez, dándose cuenta de lo tenue que era el hilo que la unía con el hermano, de lo mucho que dependía de él y por lo tanto de lo impotente que era para hacer nada excepto lo más arduo y difícil de todo: esperar.
Martin Jeffers contempló el grupo de pacientes reunidos y cayó en la cuenta de que había estado equivocado en todo momento al compadecerlos por la debilidad de sus perversiones cuando su propia aquiescencia y su impotencia ciega eran infinitamente más depravadas.
Edipo por lo menos se arrancó los ojos de la cara al contemplar el horror que había creado, su ceguera fue justa. Martin Jeffers hizo un esfuerzo para sonreír, reflejo del íntimo sentimiento de que el mito de Edipo era sagrado para su profesión. »Pero no aceptamos lo que sucedió después, no nos acordamos de que tras el deseo y el acto, el que en otro tiempo había sido rey se vio obligado por su sentimiento de culpa a vagar por la vida ciego y vestido con harapos, impulsado a cada paso por la hondura de su desesperación.» Se preguntó si aquellos mismos sentimientos serían tan claros en su propio rostro. Intentó adoptar su habitual mirada de ligero distanciamiento emocional fija en el centro de la sala, pero supo que no lo consiguió. De modo que miró a los hombres con expresión de cautela.
Los miembros integrantes del grupo de los «niños perdidos» estaban inquietos. Se removían en sus asientos y hacían ruiditos incómodos. Sabía que habían percibido su cansancio en la sesión del día anterior, y también sabía que había pasado otra noche más sin dormir y que aquel agotamiento se le notaba igualmente. Llevaba insomne y sonámbulo todo el lunes, después de regresar a altas horas de New Hampshire, y apenas había prestado atención a la habitual mezcla de quejas y dolencias triviales que formaban su vida cotidiana. Había creído que iba a agradecer de buena gana un día normal, que de alguna manera ello postergaría todos los sentimientos difíciles, pero había descubierto que éstos eran demasiado potentes. Su cerebro continuaba lleno exclusivamente de imágenes de su hermano.
De pronto lo embargó un sentimiento de rabia.
Vio a su hermano en una postura familiar, relajada, sonriente. Sin una sola preocupación por el mundo.
Luego aquella visión se oscureció y vio a su hermano con la mirada fija, letal. Era la imagen de un agresor, duro y pragmático.
Un asesino.
«¿Por qué has hecho esas cosas? —imaginó que le preguntaba—. ¿Por qué te has convertido en lo que eres? ¿Cómo puedes hacerlo una y otra vez, y que no se te note ni por un instante?»
Pero el hermano de su cerebro desapareció, negándose a responder, y Martin Jeffers comprendió que eran preguntas absurdas. Pero aunque resulte ridículo preguntar, debía hacerlo.
Sintió que sus manos se aferraban a los brazos de la silla y que su rabia se redoblaba, rebosando, floreciendo, y sintió deseos de gritarle al hermano que habitaba en su mente: «¿Por qué haces esas cosas? ¿Por qué? ¿Por qué?»
Y luego, todavía con más furia: «¿Por qué me has hecho estas cosas a mí?»
Respiró hondo y miró de nuevo al grupo de terapia, que estaba esperando. Sabía que tenía que decir algo, que tenía que iniciar la sesión, y entonces podría perderse en la monotonía de la conversación de ellos. En cambio, en vez de lanzar un tema o una idea para que sus pacientes se preocuparan de masticarla, pensó en New Hampshire y trató de recordar cuál había sido la última vez que había visto a su auténtica madre. La tenía clavada en la memoria, un rostro pálido enmarcado en la ventanilla de un coche, girándose hacia atrás una única vez antes de desaparecer para siempre de su vida. La vio tan nítida ahora como la noche en que sucedió. Jamás le describió a nadie aquella visión, y menos aún a su terapeuta. Sabía que aquello violaba una confianza fundamental, la que él mismo exigía hipócritamente a sus pacientes. «No soy libre. Y tampoco espero serlo. No lo seré jamás.» Pensó de nuevo en su verdadera madre. «¿Qué hicimos mal?» Pero conocía la respuesta: nada. Los antiguos lo tenían muy claro. La psiquiatría ha demostrado que son los pecados de los padres los que recaen sobre los hijos. «Fuimos abandonados, y luego fuimos tratados con crueldad, sin amor, los dos pilares de la desesperanza. ¿Es de sorprender que Doug haya decidido, ya adulto, cobrarse venganza de un mundo que lo odió tanto?»
«Pero ¿por qué él sí, y yo no?»
«¿Dónde estará?»
—Bueno, doctor, ¿qué lo tiene preocupado? Tiene cara de tener un pie en la tumba.
—Sí. ¿Nos va a arrastrar a nosotros con usted?
Aquello provocó una carcajada general.
Martin Jeffers levantó la vista y vio que los que habían hecho aquellas preguntas eran Bryan y Senderling. Pero todos los presentes tenían la misma expresión interrogante en la cara.