La detective Mercedes Barren estaba de pie, mirando por la ventana, cuando Martin Jeffers entró en el despacho y le preguntó a bocajarro:
—¿Ha ocurrido algo? ¿Alguna novedad?
Ella aguardó unos instantes.
—Eso iba a preguntarle yo a usted.
Jeffers negó con la cabeza, evitando momentáneamente su mirada. Cobró ánimos. «Mírala a los ojos», insistió para sus adentros. Así que levantó la cabeza y tomó asiento detrás de su mesa.
—No —le respondió—. No he sabido nada. Le he dicho a la operadora de la centralita que me llamara al busca si había cualquier llamada, estuviera dentro de una sesión o no. Pero de momento no ha habido nada.
La detective Barren se dejó caer en una silla frente a él.
—¿Y en su casa?
—Dejé conectado el contestador. —Levantó el teléfono y abrió el cajón de la mesa para sacar un pequeño artilugio de color negro—. Tiene uno de esos chismes que reproducen los mensajes —dijo—. Podemos escucharlos.
Marcó el número de su casa y puso el dispositivo electrónico sobre el auricular. So oyó una serie de chasquidos y pitidos antes de que comenzara a gii .u la cinta.
Escucharon un mensaje de un fontanero y otro mensaje grabado del rollo publicitario de un candidato local. Después se oyó el siseo de la cinta vacía.
—¿Y aquí?
—Tampoco había nada en el correo de aquí —dijo Jeffers—, pero el de casa no lo reparten hasta aproximadamente las cuatro.
—A la mierda los correos —replicó la detective Barren sin comprender—. Su hermano no va a enviarle ninguna postal.
—Pues ya lo ha hecho en otras ocasiones.
—Y para cuando la recibamos nosotros, estaremos sólo cuatro o cinco días por detrás de él.
—Pero puede que nos indicara en qué dirección estaba viajando.
La detective Barren reconoció que aquello era verdad. Aun así, su frustración pudo más.
—A la mierda el correo —dijo otra vez, y lanzó un suspiro—. ¿Qué me dice de sus recuerdos? Eso me inspira más confianza.
—Yo creía que iba a estar en New Hampshire —repuso Martin Jeffers—. Estaba seguro de que estaría allí. Me pareció el sitio más lógico por el que empezar.
—Pues piense otra vez.
Martin Jeffers echó la cabeza hacia atrás.
—¿No está usted agotada como yo? —dijo—. Dios, es que no hemos parado. Cuesta trabajo pensar. ¿No quiere tomarse un respiro?
—Ya descansaré cuando haya terminado esto.
Martin Jeffers asintió. Sabía que la detective no iba a detenerse hasta que se detuviera su hermano…, y entonces hizo una pausa. No quiso llenar el resto con una palabra, aunque se dio cuenta de lo que estaba diciendo ella.
—Tiene razón —dijo—. Continuaremos adelante.
Vio que ella se relajaba, aunque sólo fuera ligeramente.
Al cabo de unos instantes dijo la detective:
—En el fondo no es una propuesta tan difícil.
—¿El qué?
—La idea de que en un momento dado uno deba saber dónde se encuentra su hermano. O su hermana, ya puestos.
A Martin Jeffers aquella idea le resultó provocadora. Pero dio una respuesta.
—Quizá de niños. Cuando nos hicimos mayores, yo lo supe siempre. Incluso mientras estudiaba, en todo momento podía decir dónde se encontraba mi hermano. Pero cuando nos convertimos en personas adultas, en fin, los adultos hacen las cosas cada uno a su manera. Nos convertimos más en nosotros mismos y menos en el hermano de otro.
La detective Barren negó con la cabeza, irritada.
—No me dé lecciones. Eso no es verdad. Precisamente su profesión dice que la persona adulta se limita a enmascarar todos los deseos de la infancia con la edad, la responsabilidad, la moralidad y la ética. ¡Así que haga un esfuerzo y piense! ¡Piense como pensaba antiguamente, no como piensa ahora!
Lo miró con una expresión que contenía agotamiento y tensión a partes iguales.
Martin Jeffers se dio cuenta de que la detective estaba completamente en lo cierto.
De modo que se levantó de la silla y dio la vuelta a la mesa, nervioso.
—Lo intento, lo intento. Tengo un montón de posibilidades en la cabeza. Pero entre hermanos que se crían juntos existe un sinfín de momentos compartidos. Miles. ¿Cuál será el que lo impulsa en este momento?
—Usted lo sabe —replicó ella—. Sólo que lo tiene bloqueado.
Jeffers sonrió.
—Habla igual que yo.
La detective Mercedes Barren se llevó las manos a la cara e intentó masajearla para eliminar la fatiga. Sonrió débilmente.
—Tiene razón —dijo—. Perdone. A veces me paso un poco.
Aquella confesión la sorprendió a ella misma.
—Pero usted también tiene razón —continuó Jeffers—. Es probable que lo tenga bloqueado.
Esbozó otra leve sonrisa que se sumó a la de ella.
Martin Jeffers miró largamente a la detective. Se le encogió el estómago al pensar hasta dónde debía de llegar su desesperación. Por un instante pensó que ambos debían darse un abrazo y llorar juntos, el uno sobre el hombro del otro, llorar por los vivos, llorar por los muertos, llorar por todos los recuerdos juntos. Sintió deseos de tocarla, triste y enfadado al mismo tiempo por la razón que los había reunido en aquel pequeño despacho, en el mundo siempre cambiante que había creado y definido su hermano. Notó que su mano iniciaba un movimiento para tocar el brazo de ella, pero enseguida ordenó a los músculos que se detuvieran, y ocultó la mano en el bolsillo de su bata blanca de laboratorio. En vez de hacerlo, habló:
—Detective, ¿qué va a hacer usted cuando termine todo esto? —Alzó una mano para obligarla a esperar antes de responder—. Con independencia del resultado.
Ella rió, pero sin humor.
—En realidad no lo he pensado —dijo, negando con la cabeza—. Supongo que volveré al trabajo, como antes. Me gustaba lo que hacía. Me gustaba la gente con la que trabajaba. No tengo motivos para cambiar. —No le cabía duda de que aquello era mentira. Estaba segura de que ya nada iba a volver a ser igual. Miró al médico—. ¿Y usted, doctor?
El asintió.
—Lo mismo.
«Juntos mentimos muy bien», pensó ella con ironía.
—La mayoría de las vidas no ofrecen tantas opciones —dijo—, ¿verdad?
—Cierto —repuso él tristemente—, no las ofrecen.
Pero ambos estaban perplejos por el hecho de que ambos conocían a una persona cuya vida parecía llena de opciones.
La detective Mercedes Barren miró fijamente a Martin Jeffers y por un instante intentó imaginarse a sí misma en el lugar de él. Luego, cuando ya inundaban su corazón los primeros sentimientos de empatía, se endureció.
«¡Concéntrate! ¡Recuerda!»
Advirtió las arrugas que mostraba el médico en los ojos, el tono pálido de su piel, y pensó que sin duda era presa del arrepentimiento. Lo que me ha sucedido a mí ha sucedido. Lo que me queda a mí es la justicia, que no es un sentimiento sino una necesidad. Pero él aún está sufriendo su pena.
La detective Barren sintió deseos de decir algo, pero no se le ocurrió nada que fuera siquiera remotamente apropiado.
Martin Jeffers era consciente del silencio que flotaba entre ellos y de la súbita disminución del grado de tensión. Reconoció aquel momento por lo que era, sabedor de que su duración sería breve. Se recostó en su silla y se estiró. Pero aunque por fuera parecía relajado, por dentro se sentía rígido.
¡Lanza la trampa, ya!
—Mire —dijo lentamente—. Usted tiene toda la razón. Tenemos que continuar con esto hasta que yo consiga dilucidar adonde ha ido mi hermano. Es posible que corra peligro la vida de alguien, no lo sabemos. Pero seguiremos, ¿le parece?
La detective Barren afirmó con la cabeza.
—Es lo que creo.
—Lo que opino es lo siguiente —dijo Jeffers, lanzando una mirada al reloj de la pared—: Ya está avanzada la tarde. La dejaré en su hotel para que me espere una hora más o menos. Deme tiempo para tomar una ducha y recargar las pilas. Luego reúnase conmigo en mi casa. Podemos tomar algo, y yo sacaré todas las fotos antiguas y cartas que tenga, e intentaremos asociar una respuesta a todo esto. Podemos fijar una especie de cronología. Tendrá que escuchar la historia de mi vida, pero es posible que si empiezo a hablar de ello en voz alta salga algo de verdad. Y de todas formas, si suena el teléfono los dos estaremos para cogerlo. Es mucho más probable que mi hermano me llame a casa que al trabajo.
La detective Barren reflexionó sobre el plan. La idea de bañarse en agua caliente le resultó seductora. Por un momento oyó una vocecilla que le pidió prudencia, y se obligó a fijar los ojos en Martin Jeffers. Se dio cuenta de que se revolvía ligeramente en su asiento. Buscó indicios de ansiedad, de nerviosismo, de cualquier cosa que no fuera el desánimo y el cansancio que ella misma sentía constantemente. Pero no vio nada. «Ya ha contado con un montón de oportunidades para echar a correr, pensó. Pero no va a hacerlo; hasta que tenga noticias de su hermano, no.»
—Empezaremos con la cabeza más despejada —dijo el médico débilmente—. A ver qué surge.
—De acuerdo —contestó ella—. Iré a su casa a, digamos, las seis y media.
—A las seis está bien —repuso Jeffers—. Y trabajaremos sin parar hasta que tengamos al menos una idea de adonde debemos ir. Y entonces iremos. El hospital puede prescindir de mí durante un tiempo.
—Bien —dijo la detective Barren. Experimentó una sensación de aflojamiento en el cuerpo ante la idea de que iban a actuar en vez de esperar. Sintió que la inundaba una oleada de sangre caliente al pensar en Douglas Jeffers, al sentir de nuevo que estaba embarcándose en la tarea de perseguirlo. Aquello la reconfortó, y no le permitió captar el detalle de que el hermano del asesino de pronto había desviado el rostro para evitar su mirada.
Martin Jeffers detuvo el coche junto al bordillo del hotel de Trenton en que se alojaba la detective Barren. Quitó la marcha y se volvió hacia ella.
—Oiga, ¿qué tipo de sándwiches le gustan? Tengo pensado parar en el «deli» que hay camino de mi casa a comprar algo para más tarde.
Ella abrió la portezuela del coche y puso un pie en la acera.
—Me vale cualquier cosa —respondió—. Rosbif, jamón y queso, atún. —Sonrió—. Sándwiches de protestantes. Nada de carne de vaca en conserva, nada de mostaza, y sí mucha mayonesa.
Martin Jeffers rió.
—Y un poco de ensalada, si tienen alguna.
—No hay problema.
Consultó el reloj.
—Venga a casa a las seis —dijo—. Vamos a ponernos a trabajar.
Ella asintió.
—No se preocupe. Hasta luego.
—Muy bien —contestó él.
La contempló mientras cruzaba con paso decidido la entrada del hotel y desaparecía en el interior del vestíbulo. Se dijo que la trivialidad de su plan había sido el elemento más fuerte del mismo. La detective Barren estaba tan centrada en su presa y en el mal que ésta representaba, que descuidaba la posibilidad, más banal, de que Martin Jeffers pudiera abandonarla. Si se mezcla la obsesión con el agotamiento, todo está listo para que suceda cualquier cosa inesperada. Por un instante se arrepintió de su traición. «Va a matarme», pensó. Luego se dio cuenta de que aquella extravagancia probablemente no fuera imposible.
Razonó consigo mismo; quiso ser realista.
Sacó el coche a la calle.
«No te pares. No vayas a casa. Pasa sin cambiarte de ropa, sin el cepillo de dientes, sin nada. Vete sin más. Vete ya mismo.»
Exhaló el aire con tuerza y reflexionó en su destino. «Si me doy prisa —pensó—, puede que llegue a coger el último transbordador.» Su cerebro empezó a imaginarse a la detective en el momento de comprender que él había desaparecido. Aquí de lo que se trata es de salvar vidas, decidió; la de mi hermano, la de la detective, la mía.
«Con todo —se dijo—, va a enfadarse lo bastante como para pegarme un tiro cuando vuelva a verme.»
No se le ocurrió que tal vez su hermano sintiera lo mismo.
Martin Jeffers se quitó preocupaciones de la cabeza y se concentró en conducir, luchando contra el tráfico de aquellas horas de la tarde.
La detective Mercedes Barren salió desnuda de la ducha y se secó sin prisas. Después de frotarse todo el cuerpo hasta enrojecerse la piel, se envolvió en la blanca toalla de baño y se dejó caer sobre la cama, refrescada en parte por el agua pero también por disponer de un momento de soledad. Estiró el cuerpo sintiendo cómo se tensaban los músculos y luego se relajó lentamente. Permaneció tumbada y se pasó las manos por el cuerpo. Se sentía dolorida, como si hubiera sufrido un accidente o hubiera tenido una pelea y sus heridas fueran internas, escondidas bajo la superficie de la piel. Cerró los ojos y notó cómo la atraía el sueño. Luchó contra él abriendo primero un ojo, después el otro, parpadeando para no hacer caso de las exigencias de su cuerpo. Discutió consigo misma, hizo frente a todas las corrientes de su organismo que exigían descanso, primero engatusando, después negociando, y por fin prometiendo a nervios, músculos y cerebro que sí, que descansaría pronto, y con creces.
Pero todavía no.
Hizo acopio de fuerzas de su interior y se incorporó en la cama. Gritó órdenes al estilo prusiano a los brazos y a las manos, igual que un sargento en un ejercicio en el cuartel: «Coge la ropa. Póntela. Camina.»
Aún batallando con las rebeldes exigencias de su cuerpo, se vistió con unos vaqueros y una camisa. Se esmeró en arreglarse el pelo y maquillarse un poco. Tenía la necesidad de parecer menos desaliñada, a causa de los acontecimientos, de lo que se sentía en realidad. Se negó a permitir que la venciera la frustración. Momentos después se miró en el espejo. «Bueno —insistió—, si no más fresca, por lo menos sí pareces más dispuesta.»
Echó un vistazo al reloj de alarma digital que descansaba sobre la mesilla de noche. «Voy a llegar un poco temprano —pensó—. Así podremos empezar antes.»
Condujo despacio a través de las sombras cada vez más alargadas y dejó atrás la pequeña ciudad para meterse en el tráfico del extrarradio y dirigirse al apartamento que el médico poseía en Pennington. Le vino a la cabeza la opinión que tenía John Barren sobre el estado de Nueva Jersey. Siempre le había gustado mucho, recordó la detective Barren, porque no existía ningún otro lugar que concentrara tan variadas formas de vida: la abyecta miseria de Newark, la increíble riqueza de Princeton, el vibrante Asbury Park, las tierras de cultivo de Flemington. Era un estado capaz de una belleza extraordinaria en unas regiones y de una fealdad excepcional en otras. Fue mirando a un lado y a otro, fijándose en la avenida bordeada de árboles que atravesaba verdes colinas. Ésa era la parte bonita, concluyó la detective.