Anne Hampton se preguntó distraídamente qué iba a sucederles a todos ellos a continuación. Se sentía ajena a la situación, casi como si fuera otra persona desgajada de su cuerpo, invisible a todo el mundo, que observara cómo se desarrollaban los acontecimientos en lo alto de un escenario. Recordó que ya se había sentido así en otra ocasión, en el transcurso de uno de los asesinatos, en los primeros momentos pasados en el motel. ¿Cuánto tiempo hacía de aquello? No sabría decirlo. Se dijo que así eran siempre los recuerdos, semejantes a una serie de instantáneas que uno guarda en el cerebro, trozos de película de bordes mellados y movimientos parpadeantes e inconexos. Pensó: «me veo a mí misma corriendo por la nieve. Veo el dolor y el frío en mi rostro, pero ya no puedo recordar cuál era la sensación que me provocaban. No pude salvarle». Después vio al vagabundo y al hombre solitario que caminaba por la calle, y también a aquellas dos chicas con suerte… ¿cómo se llamaban?, dentro del coche. «No puedo salvar a nadie. No puedo, no se me permitió. Pero yo sí que quería, oh Dios, yo quería salvarle, era mi hermano, pero no pude, no pude. No puedo.»
Sintió deseos de echarse a llorar, pero sabía que no iban a permitírselo.
—¡Boswell!
Al oír la voz de Douglas Jeffers, alzó la vista de pronto y se levantó de un salto.
—Lleva un poco de agua a nuestros invitados.
Asintió y corrió a la cocina. En un armario situado encima de la encimera encontró una jarra y la llenó de agua. Después, caminando deprisa pero con cuidado de no derramar el contenido, cruzó el salón, donde estaban sentados los dos hermanos el uno frente al otro, ahora silenciosos, tras un día entero hablando; abrió la puerta que daba acceso al dormitorio que había en la planta baja y entró sin hacer ruido. Pensó que quizás estuvieran dormidos, y no quería despertar a ninguno. Pero el roce de sus pies contra el suelo provocó que se alzaran cuatro pares de cejas presas del pánico.
Se sintió fatal.
—No pasa nada, no pasa nada —dijo.
Sabía que lo que decía sonaba tonto, que era una idiotez intentar consolarlos. Sabía que iban a morir, y pronto. Aquél era el plan desde el principio.
Que aquellas personas no fueran importantes le traía sin cuidado a Douglas Jeffers, estaba segura de ello. Lo importante era que se encontraban allí, en aquel lugar, un lugar que sabía que era importante para él. Recordó lo que dijo, en voz baja, segundos antes de penetrar en la casa por una puerta corredera del porche que alguien había dejado sin cerrar con llave, abierta a la brisa estival:
—Tengo que llenar esta casa de fantasmas.
Puso una mano sobre el brazo de la mujer con suavidad, un gesto tranquilizador.
—Les traigo un poco de agua —dijo—. Muevan la cabeza para decir que sí quieren beber. ¿Usted primero, señora Simmons?
La mujer afirmó con la cabeza, y Anne Hampton le aflojó la mordaza que le tapaba la boca y le acercó la jarra a los labios.
—No beba demasiado —le recomendó—, no sé si me permitirá llevarlos al cuarto de baño.
La mujer se detuvo a medio tragar y asintió otra vez.
—Tengo miedo —dijo, aprovechando la mordaza floja—. ¿No puede ayudarnos usted? Parece una chica muy amable. Y no es mucho mayor que los gemelos, por favor…
Anne Hampton estaba a punto de responder, cuando de pronto oyó una voz procedente del cuarto de estar:
—Nada de conversación. Limítense a beber. No me obliguen a hacerles cumplir las reglas.
—Por favor —susurró la mujer.
—Lo siento —susurró a su vez Anne Hampton. Volvió a colocarle la mordaza, aunque no tan apretada. La mujer se lo agradeció con un movimiento de cabeza.
Anne Hampton pasó al primero de los gemelos, después al segundo.
—No habléis —le susurró a cada uno. Cuando llegó al padre, esperó unos momentos—. Por favor —le dijo—, no intenten nada. No lo presionen.
El hombre asintió, y ella le aflojó la mordaza. Una vez que hubo bebido, volvió a ponérsela. Él tiró un poco de la cuerda que los ataba a todos juntos y dijo, a pesar del pañuelo que le tapaba la boca:
—Ayúdenos, por favor.
Pero ella no pudo contestar.
—Lo siento —se disculpó.
Cerró la puerta con la familia dentro y regresó a la habitación principal de la casa.
—¿Qué tal están? —preguntó Douglas Jeffers.
—Están asustados.
—Como debe ser.
—Doug, por favor —dijo Martin Jeffers—. Por lo menos suéltalos. ¿Qué han hecho ellos…?
Pero su hermano mayor lo interrumpió bruscamente.
—¿Es que no has aprendido nada en todo el día? Por Dios, Marty. Te lo he explicado muchas veces ya. Es importante que no hayan hecho nada, es crucial. ¿No lo entiendes? Los culpables nunca son castigados, sólo los inocentes. Así funciona el mundo. Los inocentes y los que carecen de poder. Ellos conforman la clase social de las víctimas. —Douglas Jeffers meneó la cabeza negativamente—. No puede ser tan difícil de entender.
—Lo intento, Doug, créeme. Lo intento.
Douglas Jeffers lanzó una mirada despectiva a su hermano.
—Pues inténtalo con más empeño.
Se sumieron en el silencio. Douglas Jeffers jugueteó con su pistola automática mientras Martin Jeffers permanecía sentado y silencioso. Anne Hampton atravesó la estancia y fue a ocupar su asiento. Abrió un cuaderno nuevo.
—Apúntalo todo, Boswell.
Ella asintió y aguardó. «Todo es una locura —pensó—. Ya no queda nada normal en el mundo, sólo sufrimiento, muerte y demencia. Y yo formo parte de todo eso.»
Cogió el lápiz y escribió: «Nadie saldrá vivo de aquí.»
Se sorprendió a sí misma. Era la primera vez que escribía un pensamiento suyo en aquellos cuadernos. Se quedó mirando la frase, y le infundió terror.
Los renglones escritos en esas páginas temblaron y se ondularon igual que el aire caliente que se elevaba de las carreteras por las que habían viajado. Luchó contra el agotamiento y contra aquel pensamiento tan negativo y reconstruyó mentalmente la jornada bloqueando el miedo con los recuerdos.
No sabía por qué Douglas Jeffers había postergado el asesinato de la familia Simmons, sólo sabía que, con la ayuda de ella, los había sacado a todos de la cama y los había encerrado en el dormitorio adicional atados, amordazados y con los ojos vendados. Los dejó allí mientras él se relajaba con los pies en el sofá, paladeando la salida del sol. A continuación se preparó un desayuno abundante.
Lo único que dijo fue que el hecho de tenerlos allí encerrados durante un día entero daría aliciente al juego. Ella se quedó sorprendida; casi había sido como si Jeffers no quisiera darse prisa, como si estuviera disfrutando de aquella situación y no tuviera ninguna gana de precipitarse a la siguiente. El riesgo que corrían en aquellas circunstancias no parecía afectarlo. No sabía cuál podía ser el motivo de que se tomara aquello con tan estudiada calma, pero le dio mucho miedo.
«Hemos llegado al final. Estamos en la última escena, y él quiere interpretarla en su plenitud.»
Dos pensamientos se colaron en el laberinto de sus miedos: «¿Qué les hará a ellos? ¿Qué me hará a mí?»
Douglas Jeffers preparó huevos con beicon, pero ella fue incapaz de tragar nada. Justo estaban terminando cuando llegó el coche al camino de entrada de la casa. Anne se sintió horrorizada al pensar que alguien pudiera toparse con Douglas Jeffers; y entonces su terror se duplicó al ver al hermano. Supuso al instante que él sería igual. Y cuando descubrió que no, le resultó desconcertante y la turbó todavía más.
Miró de nuevo a los dos hombres.
Tan sólo los separaban un par de metros, pero se dio cuenta de que en realidad estaban muy lejos el uno del otro. Tuvo el vago presentimiento de que aquello era importante para ella, pero no consiguió imaginar por qué.
Le entraron ganas de gritarles: «¡Quiero vivir!»
Pero en vez de hacerlo permaneció pacientemente sentada, sin decir nada, esperando instrucciones.
Hasta el momento, habían pasado el día tal como cabría esperar de dos hermanos cualesquiera. Hablaron de cosas antiguas, de recuerdos. Rieron un poco. Pero para después de comer la conversación ya se había desintegrado, marchitada bajo la presión inexorable de la situación, y ahora estaban sentados apartados el uno del otro, a la espera.
Volvió media docena de páginas del cuaderno y leyó parte de lo que había escrito. Martin Jeffers había dicho: «Doug, me cuesta trabajo creer por qué estamos aquí. ¿Podemos hablar de ello?»Y Douglas Jeffers había contestado: «Pues créetelo.»
Levantó la vista para observarlos a ambos y vio que Martin Jeffers se removía en su asiento. No sabía qué pensar de él.
«¿Me salvará?», se preguntó de repente.
—Doug, ¿por qué estás haciendo esto?
—Esa pregunta ya ha sido respondida. Eso es lo que dicen los abogados en el tribunal cuando intentan proteger a su testigo de las preguntas del contrario. Pregunta ya respondida. Pase a la pregunta siguiente.
—No hay más que una.
—No es cierto, Marty, no es cierto. Claro que existe un porqué, eso te lo puedo garantizar. Pero también hay un cómo y un cuándo, y un qué piensas hacer ahora. Eso parece más pertinente.
—Está bien —aceptó Martin Jeffers—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—No preguntes.
Douglas Jeffers lanzó una carcajada. Resultó un sonido extraño, imposible dentro de aquella pequeña habitación. Anne Hampton reconoció esa risa: era la de los peores momentos vividos. Esperó que el hermano pequeño tuviera la sensatez de dar marcha atrás.
Y lo hizo. Guardó silencio. Al cabo de unos momentos, el hermano mayor agitó la mano en el aire como si quisiera despejar el espacio que los separaba.
—¿Hasta dónde sabes? —preguntó Douglas Jeffers.
—Lo sé todo.
El hermano mayor hizo una pausa.
—Vaya, eso no es nada bueno. Nada en absoluto. —Calló unos instantes antes de continuar—. Eso quiere decir que has ido a mi casa. Supuse que esperarías a que acabase todo. Debías esperar.
—No, lo cierto es que ha sido otra persona.
—¿Quién?
Martin Jeffers dudó. De repente no tenía ni idea de qué decir. Pensó en todas las ocasiones en que había tenido una conversación intensa con un delincuente u otro. Siempre había sabido qué gestos componer, cómo actuar. Pero esta vez estaba completamente en blanco. Se quedó mirando a su hermano y la pistola que éste agitaba en la mano. Pero detrás del hombre vio al niño, y entonces lo comprendió: él también lo era. El hermano pequeño. Sintió nacer dentro de sí un resentimiento profundo, quemante. «Yo siempre era el último en enterarse de todo, siempre el último en llegar a todo.
Siempre hacía exactamente lo que quería él, con independencia de lo que opinara yo. Él nunca me escuchaba. Siempre me trataba como si fuera un indeseable apéndice. Siempre era él quien mandaba. El siempre era importante. Yo nunca era nada. La ocurrencia tardía. Siempre, siempre.» De pronto sintió odio hacia todo y le entraron ganas de hacer daño a su hermano.
—Un detective.
Aquella palabra le salió de los labios en un impulso, y de inmediato lamentó haberla pronunciado.
—¿Él también lo sabe todo?
Martin Jeffers advirtió que su hermano se ponía en tensión y luchaba, pero mantuvo la compostura. Pero en aquel mismo momento su tono de voz perdió toda la ligereza y relajación que podía haber tenido antes y se transformó en un ruido áspero. Era un tono que Martin Jeffers no le había oído nunca, pero que reconoció con una familiaridad fruto de los años. «Es la voz de un asesino», pensó.
—Sí —respondió—. En realidad, se trata de una mujer.
Douglas Jeffers aguardó y después dijo:
—En fin, eso nos acerca un poco más al momento de morir.
La detective Mercedes Barren tenía problemas para controlar aquel enorme coche americano, con una suspensión blanda que lo hacía rebotar y guiñar adelante y atrás cada vez que intentaba absorber los baches de aquel camino de tierra. Se oyó un agudo rasponazo que resonó por todo el interior del habitáculo cuando una rama de árbol arañó la pintura del costado. Oyó un golpe que dio el tubo de escape contra el suelo, pero siguió avanzando tercamente, haciendo caso omiso de la dificultad de la ruta.
Se negaba a aceptar que se hubiera perdido. Pero el negro envolvente de la noche y del bosque le provocaban un sentimiento de desesperación, como si la razón y la responsabilidad hubieran quedado abandonadas en la carretera principal y ella estuviera descendiendo hacia una especie de inframundo en el cual las normas las dictaba la muerte. Las sombras parecían apartarse de los faros del coche, cada una de ellas semejante a un espectro, un heraldo de muerte que portaba el rostro de Douglas Jeffers. Lanzó una exclamación ahogada de miedo y siguió conduciendo, ahora con la pistola agarrada en la mano derecha, encima del volante.
Cuando llegó al punto en que el camino se dividía en múltiples ramales y los faros del coche iluminaron las cuatro flechas de colores, paró y se apeó.
Se quedó mirando fijamente los cuatro ramales.
Notó que la invadía un sentimiento de frustración. Se acordó de la descripción que le hizo el jefe de policía y se hizo una imagen mental del mapa colgado en su oficina. Pero no guardaba correlación con las opciones que se le presentaban ahora.
—Tiene que ser ése —dijo en voz alta señalando un sendero negro—. Estoy segura —agregó desafiando el miedo y la inseguridad que sentía en realidad.
La idea incongruente de que pudiera terminar, pistola en mano, en la casa de algún veraneante flotó durante un instante en lo más recóndito de su cerebro. Pero enseguida la desechó.
—Vamos allá —dijo.
El sonido de su voz le resultó pequeño e insignificante en comparación con el bosque. Volvió a sentarse detrás del volante y continuó por el camino.
Doscientos metros más adelante el camino se bifurcaba de nuevo, y echó mano de su instinto para tomar el ramal de la izquierda. Sabía que estaba buscando la charca y que el brazo de tierra en el que encontraría a su presa esperando era estrecho y alargado. Bajó la ventanilla en un intento de presentir dónde se encontraba el agua, pero sólo sirvió para que la noche penetrara en el interior del automóvil. Continuó conduciendo y pasó por encima de una valla de madera abierta provista de un letrero que decía: «No entrar. Nos referimos a usted.»
Hizo caso omiso y se internó en la espesura de pinos y arbustos, hasta que el bosque pareció envolverla todo alrededor. Le entró miedo de asfixiarse y comenzó a respirar hondo, hiperventilando.