—Era muy pequeña —contestó ella—. No me enteré.
—Yo estuve presente ——anunció Jeffers.
—¿De verdad? ¿Fue tan grande como dicen los libros?
Él se echó a reír.
—En realidad no estuve…
Ella puso cara de no entender.
—Existen determinados acontecimientos conocidos que se convierten en recuerdos comunes gracias a la cultura popular. Woodstock fue uno de ellos. En cierta ocasión conocí a un tipo que trabajaba en la prensa escrita, que fue el que creó el mito de Woodstock. Estaba empezando en su carrera, era el corresponsal en el mundo universitario. Era verano, así que le dijeron que acudiera al festival por si ocurría algo fuera de lo corriente. No tenían ni idea de que la masa del público iba a ser, en fin, lo que fue.
»Sea como fuera, se presentó allí el día antes para observar los preparativos del festival, lo cual fue una verdadera suerte, porque a media mañana del día siguiente había ya una fila de coches de veinte o treinta kilómetros de largo. Acudieron riadas de gente. Melenudos. Hippies. Moteros. Universitarios. Es probable que hayas visto la película. Bueno, como ya sabes, se convirtió en una gigantesca mezcla de música y gente y terminó siendo un reportaje que apareció en todas las portadas. Y allí estaba mi colega, sentado detrás del escenario, hablando por teléfono con la sección de noticias locales del News, y un director de periódico le estaba gritando: "¿Cuánta gente hay? ¿Cuántas personas?", y por descontado él no tenía ni zorra idea. Adondequiera que miraba había gente, camionetas y helicópteros pululando por todas partes, conjuntos subiendo el volumen, qué se yo. Y va el director del periódico y le grita: "¡Necesitamos un cálculo oficial de la policía del número de personas que hay!", así que él se acerca a un poli y le pregunta cuáles son sus cálculos respecto del número de personas que puede haber allí, y naturalmente el otro lo mira como si fuera un completo imbécil y le dice que cómo diablos van a saberlo. Entonces vuelve al teléfono, y de pronto el director cae en la cuenta de que está corriendo un peligroso riesgo, porque ha dado con el reportaje más grande con el que se ha encontrado en mucho tiempo y ha cometido la idiotez de enviar a un corresponsal universitario a cubrirlo, y no puede llevar allí a un reportero de verdad porque las carreteras están bloqueadas por los atascos y no quedan helicópteros que alquilar porque los han acaparado todos las malditas cadenas de televisión.
»Y entonces mi colega tiene una inspiración. Decide mentir. Chilla por el teléfono: "La policía calcula que se han acercado hasta este pueblo soñoliento más de medio millón de personas. ¡Woodstock se ha convertido de repente en la tercera ciudad más grande del estado de Nueva York!" Y eso deja encantado al director del periódico. Lo deja encantado. Porque va a ser el titular de primera página al día siguiente. Cuando el News lo sacó en la portada, lo recogió el
Times
y después la
Associated Press
, y eso quiere decir el mundo. Y de pronto la mentira de mi colega se transformó en un hecho histórico… —Chasqueó los dedos—. Así, sin más. Y todo el mundo se quedó contento, y todo el mundo supone siempre que ésa es la cantidad de gente que hubo allí. Todo porque mi colega tuvo la buena idea de mentir a una persona que estaba desesperada por oír una mentira.
»Así que también miento yo. Sólo digo que estuve presente. ¿Quién va a comprobarlo?
Douglas Jeffers hizo silencio. Su voz, como tantas otras veces, pareció haber oscilado entre el placer de un colegial que narra una historia y un profundo odio.
Esbozó una amplia sonrisa y luego hizo una mueca.
Anne Hampton vio que había diluido el tono frívolo de su relato con algún pensamiento más serio. Entonces extrajo un cuaderno y escribió unas cuantas anotaciones rápidas acerca de Woodstock, del medio millón de personas y de un tipo de edad similar a la suya que se sacó una cifra cualquiera de la nada.
—Medio millón de…
—Verás, en cierto sentido eso es lo que hacemos en el mundo de la prensa. Creamos una experiencia común. ¿Quién puede decir que no ha estado en Vietnam? Las imágenes nos invaden. ¿Y los disturbios de Watts? O algo más actual: Beirut. El terremoto de México. El secuestro de la TWA. Dieron una rueda de prensa, ver para creer. El colmo del absurdo. Delincuentes en medio de un delito buscando publicidad y recibiéndola. Y nosotros estábamos allí, allí mismo, con ellos. Todo depende, todo depende. —Volvió a callar unos instantes—. El negocio de la prensa es como el viejo dicho de un árbol que cae en medio del bosque. Si no hay nadie alrededor que pueda oírlo caer, ¿ha hecho algún ruido? Si mueren mil indios en la pluviselva, pero nadie informa de ellos, ¿ha sucedido? —Jeffers lanzó una sonora carcajada. Al principio se debió a la rabia, después fue más bien de liberación—. Hay veces que soy tan aburrido, que me sorprende que no me bayas matado.
Y volvió a reír.
Anne Hampton supo que su propia expresión era de estupefacción.
—Oh…
—Alegra esa cara, Boswell, ya casi hemos llegado al final. Era una broma. —Y sonrió—. ¿O no lo era? Pobre Boswell. A veces piensa que mis chistes no tienen gracia en absoluto. Y no puedo reprochárselo. Pero concédeme el capricho de sonreír, ríe un poco, por favor.
Lo último fue una exigencia.
Ella obedeció al instante, pero su risa le resultó enfermiza.
—Ja…, ja, ja…
—No es que hayas hecho un gran esfuerzo, Boswell, pero se agradece de todas formas. Sigue trabajando en ello, Boswell. Trabaja en todas esas pequeñas cosas que hacemos en la vida y que nos recuerdan quiénes somos. Concéntrate, Boswell. Pienso, luego existo. Río, luego existo… Si río, respiro. Si sonrío, siento. Si pienso, existo. —Fijó la vista en la carretera—. Boswell sigue viviendo —dijo. Ella sintió el corazón atenazado por la impotencia—. Pero Douglas Jeffers, también.
Con la vista fija en la autopista, salió por un lateral y tomó una carretera de dos carriles. Sobre ellos iba cayendo la tarde; los exuberantes verdes y marrones de las colinas de Vermont pasaban junto al coche y la creciente oscuridad se veía rota de vez en cuando por algún que otro débil retazo de luz diurna. Pasaron junto a la garganta Quechee, que se encuentra en la carretera que lleva a Woodstock, y Jeffers vio que Anne Hampton torcía la cabeza para ver el tremendo precipicio desde el coche.
Navegó por las calles silenciosas. Anne Hampton vio coquetas casas de tablones de madera blancos que se alzaban detrás de anchos jardines con cenadores cubiertos de hiedra y bordeados de pequeños canteros de flores.
—¿Lo ves? —dijo Jeffers señalando una iglesia blanca que se elevaba en fuerte contraste con el verde oscuro de la noche de Vermont—. ¿Ves lo relajante que es todo? ¿Quién iba a pensar que podría circular semejante horror por las calles tic noche, en un pueblo tan seguro? —Aparcó el coche.—Bueno, pues hasta al horror le entra hambre. —Miró a Anne Hampton—. Es otra broma. Pero el mejor humor es el que está basado en la realidad.
Ella hizo un esfuerzo por sonreír.
La cogió de la mano y la condujo hasta un restaurante. Era un local con encanto, iluminado con velas, inundado por un resplandor dorado y acogedor. Anne Hampton percibió el aroma que provenía de la cocina, una mezcla de sensaciones que atacó su paladar. Todo aquello le provocó náuseas.
«¿Qué está pasando?»
«¿Qué sucede?»
«¿Qué estamos haciendo aquí?»
«¿Por qué parece todo tan normal cuando en realidad no lo es?»
«¿Qué me está pasando?»
La última pregunta fue como un grito dentro de su cerebro. A duras penas consiguió no derrumbarse.
«Estoy de pie, esperando una mesa en un elegante restaurante de un pueblo muy bonito. Pero todo va hacia atrás, todo está torcido. ¿Qué ocurre?»
Una vez más experimentó una sensación de malestar en el estómago.
—Podría comerme un caballo —comentó Douglas Jeffers.
Comieron en silencio, con eficiencia, sin alegría. Jeffers pidió vino y lo bebió lentamente, mirando a Anne Hampton por encima de la copa. Ella veía la luz reflejada en el cristal.
Después de pagar, Douglas Jeffers tomó a Anne Hampton del brazo y la llevó a dar un paseo nocturno por el área común del pueblo. Notó que la joven temblaba. El calor había huido del día y había sido reemplazado por la promesa del otoño de Vermont.
—Tranquila —le dijo—. Cálmate.
Pero ella no experimentó relajación alguna. Le costaba trabajo mantener el brazo levemente apoyado en el de Jeffers. Le entraron ganas de agarrarlo y chillarle: «¿Qué viene ahora?» Pero no lo hizo.
Jeffers la condujo de vuelta al coche. Momentos después ambos estaban inmersos en la oscuridad de las carreteras secundarias del estado, de camino a la interestatal. Douglas Jeffers conducía despacio, obviamente pensando, con la concentración disminuida por el vino, el estómago lleno y sus planes.
Empezó diciendo:
—Conozco un par de moteles agradables, un poco más adelante…
Su frase quedó hecha pedazos de repente por un claxon y unas luces brillantes que inundaron el coche.
Paró bruscamente en el arcén de gravilla derrapando de manera enfermiza, al tiempo que pasaba junto a ellos otro coche a toda velocidad. Anne Hampton tuvo la impresión de que el otro coche iba a empotrarse contra el de ellos, y lanzó un grito que fue a la vez de miedo y de aviso.
Lanzó una exclamación ahogada y chilló:
—¡Cuidado! ¡Oh, por Dios!
Fue consciente de la terrible proximidad del otro vehículo. En eso, oyó un par de voces gritando en la noche y vio pasar los pilotos traseros de un jeep. Era un modelo modificado, con neumáticos anchos y pintura de un color brillante, barra antivuelco y dos críos colgando de un costado, gesticulando como locos.
Jeffers maldecía de forma incontrolable.
—¡Adolescentes! —exclamó enfadado, en una desatada cacofonía de rabia y alivio—. Debe de faltar una o dos semanas para que empiece el curso, y están desahogándose un poco. Dios, he estado a punto de volcar… —Señaló con un gesto el borde de la carretera—. Conozco esta carretera. ¡Maldita sea! Ese lado desciende bruscamente hacia un terraplén y después un arroyo. Dios, podíamos habernos matado. Malditos cabrones. Han salido a dar una vuelta en un coche robado un lunes por la noche, por Dios. Podrían habernos matado. —Continuó conduciendo a baja velocidad—. ¿Estás bien? —preguntó.
—Oh, sí —contestó Anne Hampton—. Pero me han dado un susto de muerte.
—Ha sido culpa mía —dijo Jeffers en tono de pedir disculpas—. Debería haberlos visto venir detrás de nosotros, a esa velocidad. Lo siento. —Sonrió—. A mí también me han asustado. —Levantó una mano en el aire y la sostuvo horizontal, con la palma vuelta hacia abajo—. Fíjate. Me tiembla un poco. Por los nervios, imagino.
Sonrió otra vez.
—Sí, le tiembla un poco.
—Supongo que esto quiere decir que sea uno quien sea, no deja de afectarlo un accidente de tráfico que no llega a tener lugar por los pelos. Un momento de intenso miedo, y después la vida recupera su ritmo normal. —Al cabo de unos instantes añadió—: No hay nada, nada en el mundo, más odioso que un adolescente con un coche, seguro de sí mismo y con un par de copas encima. Dios, actúan como si fueran los dueños del mundo. Inmortales. Eso sí que me cabrea… Y hace que me sienta viejo.
Luego se echó a reír.
La oscuridad de la carretera se vio interrumpida por la casi deslumbrante presencia de una estación de servicio. Al pasar por delante, tanto Anne Hampton como Douglas Jeffers vieron el jeep aparcado junto a los surtidores.
—Mire —dijo ella, casi sin darse cuenta—, ahí están.
Acertó a ver dos chicos, de espaldas a ellos, de pie ante la máquina de los refrescos. Ambos eran altos y delgados, llevaban gorras de béisbol y caminaban con una actitud natural de indiferencia y rebeldía.
Jeffers pasó por delante de la gasolinera conduciendo muy despacio. Tras recorrer cuatrocientos metros aceleró bruscamente, con lo cual hundió a Anne Hampton contra el asiento. Ella levantó una mano para sujetarse.
—Tengo una idea —dijo—. La clásica fantasía de carretera. —De pronto su tono de voz llevaba un tinte de emoción—. Más adelante hay un sitio muy interesante —explicó—. La carretera se bifurca, y un ramal baja por un pequeño barranco y el otro lleva a la interestatal.
En cuestión de segundos llegaron a la bifurcación. Jeffers tomó el ramal que ascendía y cien metros más adelante aminoró. Encontró un camino lateral oscuro y estacionó allí el coche.
—¿Paramos?
—Sí —dijo Jeffers—, vamos a ver si tenemos la suerte de nuestra parte. Tú no te muevas.
Una vez más habló en tono autoritario. Anne Hampton no movió ni un pelo.
Douglas Jeffers corrió al maletero del coche y lo abrió de par en par. Introdujo una mano y la cerró en torno al pulido acero del rifle semiautomático Ruger. Luego Hurgó entre las demás armas hasta que encontró el cartucho de nueve casquillos largos. Lo introdujo en el rifle sintiendo la satisfacción que le produjo el chasquido que indicaba que había quedado encajado en su sitio.
Dejó el rifle dentro del maletero abierto, y rebuscó unos instantes hasta que dio con un estuche de cuero alargado y cilíndrico. Lo cogió, dio media vuelta y echó a andar a buen paso por la carretera. Mientras corría, agudizó la vista procurando captar sombras destacadas en el negro de la noche. Escrutó la zona en busca de algún signo de vida. Escudriñó la oscuridad intentando distinguir el barrido de los faros de un coche a lo lejos. También aguzó el oído, intentando percibir algún sonido que indicase la presencia de otra persona o de un vehículo que viniera en dirección a él.
Todo estaba en silencio salvo el leve murmullo del viento en un bosquecillo de pinos cercano. Volvió la vista hacia lo lejos, hacia el barranco, e intentó captar el susurro del agua que discurría por el arroyo. De pronto recordó un adagio de su infancia: Si quieres poder ver de noche, come muchas zanahorias. «Yo comía montones de zanahorias. Todo el tiempo. Y veo muy bien de noche. Pero veo todavía mucho mejor cuando empleo un visor nocturno.» Abrió el estuche de cuero y se llevó el cilindro al ojo. El paisaje adquirió un tono verde sucio, y lo pasó de un lado a otro para darse la satisfacción de comprobar que sus sentidos no lo habían engañado. Estaba solo. Se le ocurrió que a los ojos de cualquier persona que lo viera daría la impresión de ser un marinero viejo y abandonado que buscara tierra desesperadamente.