Retrato en sangre (19 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Pensó: «Yo tenía cuatro años, y Doug tenía seis.»

Intentó desechar aquel recuerdo, preguntándose por qué no habrían hablado nunca de su verdadera madre. Contempló fijamente la ventana de la sala e intentó recordar las facciones de su madre, pero no pudo. Únicamente retenía que carecía de ternura y que siempre parecía enfadada. No era muy distinta de aquella prima que se convirtió en madre suya. A ella la vio fácilmente, el cabello castaño y ralo estirado hacia atrás en un severo moño, unos contradictorios labios anchos, pintados de un color vivo, que nunca se expandían en una sonrisa. En el coche, bajo la lluvia, con los limpiaparabrisas produciendo un sonido repetitivo que parecía un canto fúnebre, aquella nueva mujer-madre se había girado hacia ellos y les había dicho: «Ahora vuestros padres somos nosotros. Yo soy vuestra mamá. Él es vuestro papá. Y no hay más que hablar.»

Recordó que su primer terapeuta le preguntó en una ocasión: «Pero ¿qué le sucedió a tu verdadera madre?»

Y la respuesta que dio él: «No lo he sabido nunca.»

El terapeuta guardó silencio. El clásico silencio de la duda; él mismo lo había utilizado un millar de veces.

«¿Qué sucedió?», se preguntó a sí mismo.

Era simple: su madre había desaparecido. Muerta. Huida. ¿Qué más daba? Los dos tuvieron que ponerse a trabajar en la farmacia de sus padres. Él tenía que limpiar los frascos de las medicinas y mantener pulcramente ordenados en las estanterías los envases de los medicamentos, y se había hecho médico. El trabajo de Doug consistía en barrer el cuarto oscuro, después mezclar los productos químicos para el servicio de revelado de fotos y finalmente ocuparse del revelado él mismo, cuando fue más mayor, así que se convirtió en fotógrafo. Fue simple.

«Hemos terminado superándolo», se dijo a sí mismo.

«Pero ¿en qué nos hemos convertido?»

«No hay nada simple.»

Eso lo sabía. Fue lo primero que aprendió durante su residencia. Las cosas de la mente pueden parecer claras y directas, pero rara vez permanecen así. Aunque las formulaciones de la psiquiatría tenían lógica —las teorías, los diagnósticos y los planes de tratamiento—, las realidades de la conducta siempre le resultaban extrañamente inexplicables. Entendía por qué los «niños perdidos» eran delincuentes sexuales, en un sentido clínico y nítido, pero se sentía derrotado por un interrogante más grande que lo eludía. Era capaz de imaginar la fuerza física que hacía falta para agarrar a una víctima por el brazo y forzarla, pero no lograba imaginar la fuerza de voluntad que también se precisaba para ello.

Movió la cabeza en un gesto de negación. «Doug entiende las realidades; yo entiendo las teorías.» Pensó en su propia vida.

«He sobrevivido. Diablos, hemos sobrevivido los dos. Lo hemos hecho muy bien, fenomenal.»

Luego reflexionó sobre lo extraordinario que era que uno pudiera adquirir toda la educación y la experiencia de las flaquezas y el sufrimiento humanos y aun así no poder aplicar todo ese conocimiento a su propia persona.

Se rió de sí mismo. «Eres un mentiroso.»

«Y no muy bueno.»

Se preguntó por qué sería que la visita de su hermano había removido tantos recuerdos, pero enseguida se dijo que era una pregunta tonta; naturalmente que la visita de su hermano incitaba a la introspección.

Sintió calor, y cayó en la cuenta de que el sol que entraba por la ventana le estaba dando en el pecho. Se revolvió en la silla, le resultó insatisfactorio y desplazó ésta ligeramente.

—¿Sabes qué es lo que más odio? —dijo uno de los «niños perdidos»—. Que me traten como si fuéramos una pandilla de pirados en un programa de televisión.

Jeffers alzó la vista para ver quién estaba hablando. Vislumbró brevemente a Simón, el celador del hospital encargado de velar por el orden entre los «niños perdidos». Simón parecía estar dormitando al sol, ajeno a la conversación. Era un negro inmenso cuya corpulencia estaba bien disimulada por la bata blanca y holgada que usaban los celadores. Además, Jeffers sabía que poseía un cinturón negro de karate y que había sido boxeador profesional. La presencia de Simón era el supremo elemento disuasorio para ejercer la violencia.

—Pirados, pirados, pirados. Eso es lo que somos.

El que hablaba era Meriwether. Aquél era uno de los temas preferidos de dicho hombrecillo. Meriwether era un individuo de mediana edad menudo y cetrino, dueño de una modesta oficina de contabilidad y que se había declarado culpable de la violación de la hija de un vecino. Sólo después de que entrara a formar parte de los «niños perdidos» descubrió Jeffers en él un apego compulsivo hacia los jóvenes. Meriwether se encontraba en la lista de dudosos: Jeffers dudaba que el delito por el que había sido condenado fuera el único que había cometido, y también dudaba que el programa pudiera hacer algo por él. Algún día, pensaba Jeffers, irá andando por la calle, cogerá a un adolescente que resulte demasiado para él y le cortará el cuello para quitarle el dinero que lleva en el bolsillo. Jeffers se negaba a sentir vergüenza por sus poco científicas suposiciones.

—No soporto cómo nos miran —dijo Meriwether.

—Cómo te miran a ti —replicó Miller, sentado al otro lado del círculo. Miller era un criminal de buena fe además de violador. Dos veces había matado a personas en peleas de bares, tres veces había ido a la cárcel por agresión, extorsión y robo. A Jeffers le caía bien principalmente por su actitud sin tapujos en las sesiones de terapia. Miller las odiaba. Sin embargo, no figuraba en la lista de dudosos; Jeffers pensaba que era posible que Miller pudiera aprender a no ser un violador. Lo que quedaría de él, no obstante, sería un delincuente normal a jornada completa.

—Mira, pequeñajo, a ti se te nota algo, algo baboso que tienes por dentro. Lo notamos todos, tío, todos. Y lo hace a uno pensar, ¿no crees?

Meriwether no titubeó:

—Ya, puede que noten algo en mí, pero lo único que tienen que hacer es echarte un vistazo a ti a la cara, y lo comprenderán. ¿Lo pillas? Lo comprenderán.

Miller soltó un gruñido y después se echó a reír. Jeffers apreció el hecho de que Miller no entrara nunca al trapo, aunque se preguntó qué dominio de sí mismo tendría con una copa encima.

Los demás hombres que se hallaban sentados en el relajado círculo de terapia también rieron o sonrieron. Wright; Weingarten; Bloom, que parecía preferir a los niños; Wasserman, que con sus diecinueve años era el más joven de todos y en el baile del instituto había violado a una chica que no quiso bailar con él; Pope, de cuarenta y dos años, el mayor, intratable y malévolo, con el cabello gris y músculos y tatuajes de camionero. Jeffers estaba seguro de que había cometido muchos más delitos de lo que sospechaba la policía. Permanecía casi todo el tiempo en silencio y encabezaba la lista de los dudosos. Parker y Knight completaban el grupo de los «niños perdidos». Formaban una pareja afín, los dos malhumorados y con acné, de veintitantos años, ambos habían abandonado los estudios universitarios. Uno había sido programador informático y el otro trabajador social de media jornada. Se burlaban de buena parte de lo que se hacía, pero Jeffers pensaba que con el tiempo llegarían a comprender que tenían una oportunidad en la vida.

Las risas se acallaron, y Meriwether irrumpió en aquel silencio.

—Sigue sin gustarme.

—¿El qué, pequeñajo?

—No estamos locos. ¿Qué estamos haciendo aquí?

Enseguida saltaron varias voces.

—Estamos aquí para que nos curen…

—Estamos aquí por el programa…

—Estamos aquí, pedazo de idiota, porque todos hemos sido condenados en virtud de las leyes estatales contra los delincuentes sexuales. ¿Lo tienes claro ahora, baboso?

—Tío, puede que tú no sepas lo que estás haciendo aquí, pero yo sí…

El último comentario provocó más risas. Éstas cesaron al cabo de un momento, y Jeffers observó que Meriwether esperaba a que se hiciera el silencio.

—Ya veo que sois más idiotas de lo que pensaba… —empezó. Surgieron silbidos y aullidos. Meriwether esperó nuevamente. Jeffers se fijó en la sonrisa irónica que mostraba, y que denotaba claramente que estaba disfrutando de ser el centro de atención del grupo—. Pensadlo un minuto, pirados. Estamos aquí, en una jaula para lunáticos, pero ¿estamos alguno loco de verdad? Si de verdad fuéramos delincuentes, ¿no creéis que nos encerrarían? Pero en vez de eso nos han traído aquí y nos aplican lo del palo y la zanahoria. Cumple el programa, nos dicen, aprende a amar, aprende a odiar lo que eras antes. Y luego te enderezan y te lanzan otra vez al mundo… —hizo una pausa para lograr más efecto—. ¿Sabéis lo que me cabrea a mí? Cada vez que entro en una de las salas de psicología todo el mundo se aparta a un lado. ¡Por mí! Es como para echarse a reír, ¿no, Miller, tipo duro? Pero ellos lo saben, ¿no? Lo saben.

Soltó una carcajada.

—Sigue —dijo una voz benévola.

—Todos los que estamos aquí, en nuestro interior, sí, muy en el fondo nos figuramos que el loquero no ve nada, nos figuramos que vamos a poder con esto. Que simplemente con seguirle el juego el tiempo suficiente y decir lo correcto…, en fin, que vamos a salir de aquí. ¡No van a poder cambiar nuestra forma de ser! —Se volvió hacia Jeffers—. Métase por donde le quepan sus terapias de aversión. Métase sus presiones de grupo. Yo soy más inteligente que todo eso.

—¿Es eso lo que piensas? —contestó Jeffers.

Meriwether rió.

—Vaya pregunta más insulsa. ¿No ve que es lo que pensamos todos en el fondo?

Reflexionó.

—¿Eso crees? —preguntó Jeffers sin ironía.

—En el fondo. Muy en el fondo. Donde no lo pueda tocar usted.

Miller soltó un gruñido.

—Habla por ti, gilipollas.

—Eso hago —repuso Meriwether.

Los dos hombres se miraron el uno al otro, y Jeffers pensó de nuevo en su hermano. Recordó la sorpresa que se llevó al descubrir que Doug robaba dinero habitualmente de la caja registradora de la farmacia. Él pensaba que su hermano hacía mal, pero no porque robar no estuviera bien sino porque si lo descubrieran las consecuencias serían graves. Recordó la risa despreocupada de su hermano y su insistencia en que el dinero era el motivo sólo en parte.

—¿No lo entiendes, Marty? Cada vez que cojo un poco tengo la sensación de estar vengándome de él. El dinero que tanto quiere. Un poco aquí, otro poco allá. Así tengo la impresión de no ser sólo una víctima.

Doug tenía trece años. Y estaba equivocado. «Sus víctimas éramos los dos.» Le propinó una paliza a Doug, recordó Jeffers. ¿Por qué a mí no? Supuso que era por la insistente y obvia rebeldía de su hermano. Luego negó con la cabeza, pensando que probablemente aquello era verdad sólo en parte. Era cierto que Doug era irrefrenable, pero había algo más, algo que su padre había visto y que lo catapultó a la cólera y el salvajismo.

—Pequeñajo —dijo Miller—, me estás cabreando.

—La verdad siempre duele —replicó Meriwether.

—Dime qué crees tú que es la verdad —dijo Miller—. Ya que sabes tanto, jodido pequeñajo de mierda. ¡Dime qué es lo que sabes tú de mi vida!

Meriwether lanzó una carcajada.

—A ver que lo piense —dijo. Escudriñó a Miller igual que un comprador examinando una mercancía agrietada—. Bueno —empezó despacio, consciente de tener sobre sí la atención de todo el grupo—, probablemente odiabas a tu madre…

Todo el mundo rió, excepto Miller.

—Sigue hablando, cagarruta.

—Ella quería a todos salvo a ti… —Meriwether sonrió a su público y prosiguió—: Y ahora, como no puedes castigarla a ella…

—¿Como que no puedo castigarla?

La sala lanzó una carcajada ante aquel tópico.

—Castigas a los demás. —Meriwether pensó un instante. Después, sonriéndole al público, dijo—: ¡Ya está! ¡Las verdades básicas sacadas a la luz!

Pero Miller no sonrió. Jeffers, una vez más, intentó recordar el rostro de su propia madre, pero no pudo. Cuando pronunciaba para sus adentros la palabra «madre», lo único que veía era a la esposa del farmacéutico, su prima-madre, que se sentaba por las tardes en un rincón de la casa a abanicarse y tomar té, con independencia de que fuera verano o invierno.

—Sigue hablando, cabrón. Ya la has cagado a base de bien, así que puedes darle a la lengua todo lo que quieras —provocó Miller.

Jeffers se preguntó brevemente si Miller terminaría explotando, aunque lo dudaba; conocía demasiado bien a los pacientes. Si opina que necesita vengarse, se vengará cuando le resulte cómodo. Esperará y hará tiempo, todos los reclusos sabían que lo que tenían en abundancia era tiempo, y el hecho de saborear la venganza podía suponer un placer tan grande como meterle entre las costillas un cuchillo de fabricación casera. Jeffers garabateó una nota en el bloc de la sesión para recordar que había que vigilar por si surgía un conflicto entre ambos hombres.

—Bueno —dijo Meriwether—, qué edad tenía aquella última chica, la que apaleaste y robaste además de…, ¿cómo decirlo delicadamente? Además de, esto…, gozar de ella… ¿Podría tener veinte? No, quizá más. ¿Treinta, entonces? No, todavía sería un poco tímida. ¿Cuántos, cuarenta? No, qué va, ni de cerca… ¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Qué tal setenta y tres? ¡Bingo!

Meriwether cerró los ojos y se recostó en su silla.

—Qué interesante —dijo una voz.

—Lo bastante vieja, diría yo, para ser tu madre —opinó Meriwether. Calló unos instantes antes de girarse hacia Jeffers—. ¿Sabe, doctor? Debería pagarme por hacer su trabajo.

Jeffers no dijo nada más que:

—Mi trabajo…

—Así que —continuó Meriwether— dinos, tipo duro. ¿Qué tal fue la cosa?

Miller había entornado los ojos. Aguardó hasta que se hizo el silencio.

—Mira, bocazas, fue perfecto. Como siempre. —Hizo una pausa—. ¿No es así, pirado?

Meriwether asintió.

—Sí.

Jeffers recorrió la sala con mirada atenta, esperando con escaso entusiasmo que se alzara alguna voz para oponerse, pero dudando que hubiera alguna. Había llegado a entender que existían determinadas cualidades que el grupo no podía frustrar, y una de ellas era la idea del placer. Anotó que debía realizar un seguimiento en la sesión individual normal de cada paciente. «El grupo —pensó—, sólo sirve para reforzar las ideas impartidas en las sesiones terapéuticas diarias. A veces —sonrió para sí— funciona la magia. Y otras veces, no.»

—Miller —dijo Jeffers—, ¿le estás diciendo al grupo que propinar una paliza y violar a una mujer de setenta y tres años te pareció una experiencia sexual satisfactoria?

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